
Pamukkale, la región de Turquía conocida como el “castillo de algodón”, parece sacada de un sueño. Desde lo alto, las laderas blancas brillan bajo el sol del Mediterráneo como un manto de nieve eterna, pero este escenario no es obra del invierno ni del frío, sino de la acción constante de aguas termales ricas en minerales que brotan desde las entrañas de la tierra.
Las terrazas de travertino, formadas por la acumulación de calcita a lo largo de milenios, descienden por la colina en un espectáculo visual que ha fascinado a visitantes desde tiempos antiguos.
Este enclave mágico, ubicado en las colinas del suroeste turco, no solo deslumbra por su belleza natural. Pamukkale guarda en sus entrañas una historia que entrelaza la mitología, la salud y la majestuosidad de civilizaciones como la griega y la romana. A sus pies, yacía la antigua ciudad de Hierápolis, famosa por su Plutonio, una cueva que, según los sacerdotes de antaño, era la puerta de entrada al inframundo.

Hoy, este rincón de Turquía, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, sigue atrayendo a multitudes que buscan sumergirse en sus piletas de agua efervescente, caminar sobre las laderas de piedras blancas, o simplemente admirar el paisaje que parece haber sido esculpido por dioses caprichosos.
Las piletas efervescentes: un spa natural de milenios
El verdadero atractivo de Pamukkale radica en sus aguas termales. Estas aguas, ricas en calcio y otros minerales, emergen a temperaturas que a veces alcanzan los 100 grados Celsius. Al enfriarse y entrar en contacto con el aire, los minerales se precipitan y forman las brillantes terrazas de travertino que cubren la colina como si fueran capas de algodón o nieve. Las piletas, algunas de ellas aún accesibles, están llenas de agua burbujeante que crea una sensación única al caminar o sumergirse en ellas.
Mientras los turistas se cubren el cuerpo con el famoso barro terapéutico de la región, un perro local los observa pacientemente. El barro, según la tradición local, posee propiedades curativas que alivian enfermedades de la piel y los músculos.

Para quienes desean una experiencia más completa, a pocos minutos de las terrazas se encuentra la Piscina Antigua, donde por un precio adicional se puede nadar entre columnas antiguas caídas de un templo dedicado al dios Apolo. Aquí, el agua no solo calma el cuerpo; pequeñas burbujas efervescentes que brotan del fondo dan la sensación de estar sumergido en una copa de champán caliente.
Hierápolis y el misterio del Plutonio
El misticismo que envuelve a Pamukkale no se limita a sus aguas termales. En lo alto de las colinas, sobre las terrazas de travertino, se encuentran las ruinas de la antigua ciudad de Hierápolis, fundada en el siglo II a.C. Este lugar era un importante centro de sanación para los griegos y romanos, quienes viajaban desde lejos para sumergirse en sus aguas curativas.
Uno de los sitios más enigmáticos de Hierápolis es el Plutonio, una cueva que se consideraba la entrada al inframundo. Los sacerdotes de la época realizaban sacrificios de animales en este lugar, asombrando a los visitantes cuando los animales caían muertos al inhalar los gases tóxicos que emanaban de la tierra. Los sacerdotes, sin embargo, salían ilesos, habiendo aprendido a contener la respiración antes de entrar. Este sitio, que fue reverenciado por siglos, sigue siendo uno de los puntos más fascinantes para los turistas que exploran la antigua ciudad.

Hierápolis también cuenta con un imponente teatro romano, un mercado del siglo II y una necrópolis con miles de tumbas, testigos de la grandeza de esta ciudad antigua. La visita a sus ruinas es una experiencia que lleva a los viajeros a través de las capas de la historia, permitiéndoles caminar entre los restos de una civilización que floreció gracias a las fuerzas geotermales que aún hoy definen el paisaje.
El impacto del turismo moderno
A pesar de su antigua fama, en los últimos años Pamukkale ha resurgido como un fenómeno turístico global, impulsado por la estética perfecta de sus paisajes para las redes sociales. El contraste entre las aguas turquesas y las terrazas blancas es un imán para las cámaras, y los visitantes no tardan en llenar Instagram de fotos espectaculares, especialmente al atardecer, cuando la luz baña el paisaje en tonos dorados y rosados.
Sin embargo, este renacimiento turístico no ha sido sin consecuencias. Con el reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad, llegaron medidas de conservación estrictas: las piletas más famosas fueron acordonadas para protegerlas del desgaste, y gran parte del agua fue redirigida a canales artificiales para mantener la blancura de las laderas, que comenzaban a tornarse grises por la constante afluencia de turistas.

“Si no pueden disfrutar del agua, los visitantes no se quedan mucho tiempo” comenta Ali Durmuş, dueño de una agencia de viajes local en diálogo con CNN. Según él, antes, los turistas se alojaban por varios días en hoteles construidos cerca de las terrazas, pero ahora la mayoría solo pasa unas pocas horas, lo que afecta la economía local.
Aun así, la región sigue siendo un destino de primera. En los alrededores de Pamukkale, otros pueblos como Karahayit y Buharkent aprovechan las mismas fuerzas geotermales para atraer a visitantes a sus spas, donde el agua, rica en hierro, tiñe las piedras de un rojo intenso.
Incluso en invierno, cuando el clima de Pamukkale puede enfriarse lo suficiente como para que caiga nieve, el calor de las aguas termales nunca cesa. Las mismas fuerzas primordiales que alguna vez se asociaron con el inframundo siguen brotando desde lo profundo de la tierra, pintando las colinas de blanco y llenando las piletas con agua burbujeante, como si el tiempo no hubiera pasado. Pamukkale, con sus paisajes efervescentes y su historia milenaria, sigue siendo un destino fascinante, donde la naturaleza y la cultura convergen en un espectáculo único.
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