
Edward Ocariz cocinaba su almuerzo en una barriada de Caracas cuando llegó la policía a su casa. “Usted se va con nosotros”, dijeron los agentes, mientras vecinos les gritaban “¡malditos!”. Es uno de 2.400 detenidos tras la cuestionada reelección de Nicolás Maduro en Venezuela.
No había orden captura. Se lo llevaron una semana después de la elección del 28 de julio, cuyos resultados desataron protestas en todo el país -incluidos sectores tradicionalmente dominados por el chavismo-, reprimidas por las fuerzas del orden. El torbellino dejó 27 muertos y casi 200 heridos.
Ocariz, de 53 años, vivía en Coche, barrio humilde en el oeste de la capital, donde denunciaba abusos del poder. Le imputaron delitos de “terrorismo, incitación al odio y escarnio en la vía pública” y lo llevaron a una cárcel de máxima seguridad.
“Es injusto”, dice su hermana, Sol, de 65. “No puedo permitir que a mi hermano, que es inocente, lo tengan preso. Era un activista de derechos humanos, lo que hacía era denunciar cuando se estaban cometiendo irregularidades”.
Sol muestra videos del momento del arresto poco después del mediodía: él en chanclas, camiseta y pantalones cortos, esposado y escoltado por cuatro oficiales encapuchados. “¡Se lo están llevando!”, se escucha en la grabación. “¡Malditos! ¡Algún día van a pagar!”, gritan vecinos desde sus balcones en el edificio.

Maduro asegura que los detenidos fueron reclutados por la oposición para imponer violencia en el país.
La protesta fue neutralizada rápidamente. Solo el primer día hubo más de 700 arrestos y el gobierno habilitó canales para delatar sospechosos en lo que se llamó “Operación Tun Tun”, en referencia al sonido del toque de puerta cuando llegan los oficiales.
Ya van más de 2.400 detenidos, más de 100 adolescentes entre ellos, que también enfrentan cargos de terrorismo.
Decenas de personas se congregaron a las afueras de los calabozos buscando noticias de sus familiares. La visita es limitada y un abogado privado, una rareza: la mayoría termina con defensores públicos.
“Las desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias pasaron a ser la nueva normalidad” con una “serie de patrones represivos”, denuncia la ONG de derechos humanos Provea, que reportó un promedio de 150 detenciones diarias en dos semanas. “Hemos pasado de un período de persecución selectiva a uno de persecución masiva”.
Maduro asegura que es garante de la paz y apela a la “unión cívico-militar-policial”.

Edward está en la cárcel de Tocuyito, habilitada junto a la de Tocorón para recluir a los detenidos. Ambos penales de máxima seguridad estuvieron por años bajo control de bandas criminales hasta que fueron ocupados por las fuerzas del orden en 2023.
“Es tremendo, pero uno tiene que moverse”, cuenta Sol, que asegura no tener miedo en denunciar su caso, excepción en medio del pánico que reina entre los familiares que tienen a alguien tras las rejas por las protestas.
Le pasa a José, que pide cambiar su identidad ante un “nivel de terror bastante alto”. Tiene dos amigos detenidos, hermanos de 23 y 27 años, que llama Luis y Carlos (tampoco son sus verdaderos nombres).
“Uno no sabe qué decir, con quién hablar” a causa de los delatores, explica José.
Luis y Carlos protestaron el 29 de julio en una céntrica avenida de la capital, que bullía de este a oeste entre llantas quemadas y banderas tricolor. “Se quería defender el derecho al voto” de “manera pacífica”, rememora José, de 31 años.
Fueron apresados luego de que policías “rompieran la reja” de su apartamento en el barrio de clase trabajadora La Candelaria, donde quedaron atrás su madre en “angustia permanente” y su padre enfermo. José asumió entonces la causa.

“Cuesta sonreír”
Toman apuntes, escuchan con atención, graban con sus celulares. “El familiar también es parte de este equipo”, destaca Alfredo Romero, director de Foro Penal, a decenas de personas perdidas en un mar legal. Abogados de esta ONG, reconocida por defender a “presos políticos”, ofrecen encuentros y asesorías gratuitas.
“Esto es angustiante. A uno le cuesta mucho sonreír”, dice con el llanto atascado en la garganta la madre de Adrián, un chico de 16 años abordado por militares en plena calle. Igual que el resto, teme declarar.
Las redes sociales sirven también como ventana para testimonios anónimos de venezolanos presos del miedo.

“Me tocó pagar 750 dólares para que no metieran a mi hijo preso, tiene 19 años y sólo quiere vivir en libertad”, dice uno. “Yo tengo régimen de presentación solo por publicar en mi Instagram lo que se vive en Venezuela”, señala otro. “Esto es un desgaste mental, un psicoterror, ni siquiera sé cómo explicarlo”.
En su primer encuentro después del arresto, Sol recuerda que le preguntó a Edward “¿cómo quieres que manejemos esto?”. “‘Dale con todo’, me contestó, sobre seguir buscando justicia. Y aquí estoy. No estamos jugando”.
(AFP)
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