Otro año en el limbo

Vivimos 2021, como ya habíamos vivido 2020, en pausa, provisoriamente, con una pandemia que no se va y un gobierno que no abandona su estado de excepción

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Cristina Kirchner y Alberto Fernández, los actores políticos centrales del gobierno (Franco Fafasuli)
Cristina Kirchner y Alberto Fernández, los actores políticos centrales del gobierno (Franco Fafasuli)

Se terminó un año que vivimos en un limbo, detenidos personalmente a la espera de que termine la pandemia y detenidos políticamente a la espera de que el Gobierno declare el comienzo de su mandato. Fue el segundo año consecutivo que vivimos así: atravesados de un lado por las noticias sobre cuarentenas, vacunas y restricciones, sin animarnos todavía a planificar nuestro futuro; y congelados por un gobierno que no logra (ni quiere) salir del estado de crisis permanente en el que se puso a sí mismo.

A pesar de que no genera internaciones ni muertes, la llegada de la variante Ómicron ha contribuido a generar otra vez un clima de presente perpetuo, de trayectorias suspendidas, de que se demora otra vez nuestro deseo de dejar de vivir en pausa y volver a poner play. En lo político y lo económico, esta sensación se ve reforzada por la decisión del Gobierno de seguir viviendo en su propio presente perpetuo, incapaz de poner play a su gestión: atascado en su narrativa de que lo único importante son la pandemia y la herencia, ya lleva dos años, la mitad de su mandato, demorando la resolución de problemas, usando la misma caja de herramientas de 2011-2015, pronosticando una normalidad que no llega nunca.

¿Hasta cuándo viviremos en pandemia? ¿Hasta cuándo viviremos con cepo? Ambas situaciones deberían ser transitorias, pero el gobierno las trata como permanentes. Lo ayuda el recalentamiento de la pandemia, que resucita la sensación de que estamos en tiempos anormales. Y lo ayuda la demora en el acuerdo con el FMI, otro limbo, que cada mes que pasa está un mes más lejos de alcanzarse.

Estas demoras marcaron todo 2021, como antes habían marcado todo 2020: nuestra gestión real todavía no arranca, pareció decirnos el Gobierno (a veces explícitamente), porque nos tocaron esta pandemia mundial y este préstamo con el FMI. No somos un Gobierno, no marcamos una dirección, no ofrecemos un futuro: somos apenas gestores de un estado de excepción.

El presidente de Argentina posa junto a la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva.
El presidente de Argentina posa junto a la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva.

Mientras tanto, a la espera eterna del fin de la pandemia y del acuerdo con el FMI, el piloto automático del gobierno ha sido el mismo de 2011-2015, que no había funcionado pero era el único a mano. En lo político, la promesa del “volvimos mejores” pronto se convirtió en un “volvimos iguales que siempre”, con un gobierno entregado a la agenda disruptiva del kirchnerismo. En lo económico, las medidas que iban cayendo eran las mismas que habían fracasado antes: más cepo, regalar las reservas, tarifas congeladas, monopolio para Aerolíneas, tasas de interés por debajo de la inflación.

Ninguna de estas medidas fue presentada como parte de un modelo económico sino como necesidades temporarias. Cuando se anunció, la prohibición a las exportaciones de carne (otro manotazo a la caja de herramientas del kirchnerismo ortodoxo) iba a durar 90 días. Cuando se anunciaron, los congelamientos de precios a más de 1.000 productos iban a durar tres meses. Nunca fueron presentadas estas medidas como pasos virtuosos en un hipotético camino al desarrollo. Al revés, se nos decía que eran necesarias mientras se terminaba de ordenar la cosa, que estaba desordenada por culpa del estado de excepción: la pandemia y el macrismo.

Pero la cosa no se ordena nunca ni el gobierno hace nada para ordenarla. Sigue comportándose, sobre todo el ministro de Economía, Martín Guzmán, como si su gestión todavía no hubiera empezado. Éste no es nuestro gobierno de verdad, no todavía, nos hacen sentir, estamos esperando a que se ordene lo importante, a que Cristina nos entienda, a que termine la pandemia, a que firmemos el acuerdo con el FMI. Todo lo que hicimos en estos dos años, dice a veces explícitamente el Gobierno, fue atajar penales, sin reconocer que muchos de esos penales los patearon ellos mismos.

Incluso la inflación es explicada como un fenómeno efímero, de corta duración, que se terminará rápido cuando finalmente se terminen la pandemia y el tema del FMI. Ya va a empezar a bajar cuando empiece de verdad nuestra gestión, nos dicen desde Economía, pero los meses pasan y el modo provisorio continúa.

¿Qué va a pasar en 2022? ¿Va a querer el gobierno el fin del estado de excepción, el fin de la pandemia, el acuerdo con el FMI? Más allá de lo que haga o no para conseguirlo, ¿qué es lo que desea? No está tan clara la respuesta. Una persona normal diría que sí, que el gobierno desea el fin del estado de excepción (sanitario y económico) para finalmente tener un vida normal, marcar algún tipo de huella: nadie quiere ser sólo un paréntesis.

Sin embargo, no tenemos un Gobierno normal ni estos tiempos han sido normales. El estado de excepción le ha puesto un montón de restricciones al gobierno, pero también ha sido un bálsamo, una forma de consolarse ante su debilidad o su incapacidad. El día que se termine la pandemia y el día que firme su acuerdo con el FMI, Alberto Fernández quedará enfrentado, sin la niebla que le daba el carácter provisorio de estos años, a los problemas reales de la Argentina y a la necesidad de ofrecer un futuro a los argentinos, algo que todavía no ha hecho. Y no lo ha hecho porque su única caja de herramientas, como ya dije, es la de 2011-2015, que era un modelo aguantador, guerrero, pero ya entonces sin futuro.

Trabajadores de la salud toman muestras de hisopados en un centro de testeos de COVID-19 en Buenos Aires.
Trabajadores de la salud toman muestras de hisopados en un centro de testeos de COVID-19 en Buenos Aires.

Por eso es posible dudar de los deseos del Gobierno de dejar atrás el espíritu provisorio de estos dos años: porque ha sido, a su manera, algo que le permitía evadir las preguntas más difíciles sobre sus planes y sobre la identidad de su coalición. Con pandemia y “herencia”, todas las definiciones pueden patearse para adelante. Sin ellas, será más difícil.

En la calle, el símbolo de la anormalidad residual de 2020 y 2021 es la persistencia del barbijo. En la economía, ese símbolo es la persistencia del cepo, la señal más clara de que no vivimos tiempos normales. En la política, esa señal es la indefinición sobre quién ofrece futuro en la coalición oficialista. No hay vida normal con barbijo, no hay economía normal con cepo, no hay política normal sin la sensación de que, equivocados o no, al menos estamos yendo hacia algún lado. Es posible, aunque creo que no muy probable, que en este 2022 recién iniciado tengamos respuestas a estas preguntas.

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