Mi niño se fue

“Sentí un leve roce en la mano derecha. Como si un pájaro me hubiera tocado en pleno vuelo, pero no era un pájaro”, describe la autora de este cuento que Infobae Cultura publica en exclusiva

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Ilustración de Verónica Martínez Castro para el cuento "Mi niño se fue"
Ilustración de Verónica Martínez Castro para el cuento "Mi niño se fue"

El agua de la laguna está quieta. Nosotros permanecemos echados, también inmóviles. El bochorno nos asfixia. Marcelo yace boca arriba. Chupa el tallo de una flor silvestre. Ambos estamos desnudos. Yo jugueteo con mi ombligo y trato de sacarme la mugre que se me mete en los pliegues de la piel. Las cigarras ensordecen. Su rechinar es lo único que me impide quedarme dormida, aunque no estoy lejos del reino del sueño. El sopor me envuelve. Tengo sed y sólo bastaría hacer un cuenco con mi mano para tomar agua, pero la laguna es barrosa. No me tienta. Más bien aumenta mi hastío. ¿Cuánto tiempo hace que estamos así? Él tiene la barba crecida, muy crecida. Es barba de varios días, pero no tengo noción de tiempo. Parece que no pasara o que se moviera lento, también agobiado.

En busca de entusiasmo, aspiro e intento identificar los aromas. Espero hierbas, flores o plantas, pero huele a leche. Es la leche que brota de mis pezones a destiempo porque el niño ya se ha ido. Sólo recuerdo sus berridos. Ni su sonrisa ni su cara. Nada. Cierro los ojos para evocar su imagen, pero no lo logro. ¿O es que no quiero traerlo para no volver a perderlo?

Mi niño se fue. Sentí un leve roce en la mano derecha. Como si un pájaro me hubiera tocado en pleno vuelo, pero no era un pájaro. Era la mano de mi niño que se escapaba de la mía. Y él no volaba si no que corría, sonriente, feliz, al encuentro de su papá que no pudo frenar a tiempo. Ni siquiera venía rápido, pero la aparición fue tan repentina que no le dio tiempo. Marcelo no lo vio. ¡Era tan chiquito! Sólo sintió el impacto que aún lleva tatuado en su cara y en su cuerpo. Y nuestro niño se murió. ¿O será que lo matamos? Esa es una pregunta que nunca podemos contestar. Nos la hacemos hasta el infinito. Nos quedamos eternizados ahí, como hoy.

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Al principio, todavía veíamos a otros, aunque ya no nos entendíamos. Ellos hablaban sus idiomas, trabajaban, estudiaban, mendigaban. Sostenían el ritmo de los días y llegaban a la noche cansados, pero había día y había noche, sol y luna, viento y calma y hasta existía el frío. Se cansaban de repetirnos que el tiempo nos iba a curar. No sé si tendrán razón. No nos vamos a quedar aquí para averiguarlo. De cualquier forma, ya no los vemos. Supongo que pertenecen a un mundo que nos es ajeno.

Marcelo comienza a reírse a carcajadas. Dice que son las hormigas que lo muerden y le provocan cosquillas. Aun así, no se mueve, pero la tierra sí. La tierra vibra. Creo distinguir un galope que viene hacia nosotros, pero no son caballos sino perros. Se nos abalanzan. Nos atacan. Nos despedazan y con cada pedazo de carne que se llevan, se me ensancha la boca en una sonrisa eufórica. Sé que por fin falta poco para terminar nuestro suplicio.

[Ilustración: Verónica Martínez Castro]