Los derechos de Borges: cuando el arte ataca

Para Borges, su obra no era suya porque todos los escritores del mundo lo habían influenciado. Tras la muerte de su albacea, se encuentran en disputa los derechos de autor

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Tras la muerte de María Kodama, no está claro a quién pertenecen los derechos sobre la obra de Jorge Luis Borges (Gustavo Gavotti)
Tras la muerte de María Kodama, no está claro a quién pertenecen los derechos sobre la obra de Jorge Luis Borges (Gustavo Gavotti)

“Hablar de mi obra es un error. Mi obra, ¿qué es? Un conjunto de fragmentos, citas, plagios –¿por qué no?–. Lo demás es una ilusión tipográfica, nada más, creada por la editorial Emecé”. Eso decía Borges, y las últimas noticias parecen darle la razón. No se sabe de quién es su obra.

Justo a él, que en el prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia escribía: “Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson y de Chesterton”. El subrayado es mío: para Borges la subjetividad era un concepto romántico y la originalidad no era un valor estético. Borges escribía, sí, pero escribía lecturas: citas, versiones, repeticiones, variaciones. Por eso para él su obra no era suya: todos los escritores del mundo lo habían influenciado. Y ahora no se sabe, pero ya en los juzgados, de quién es esa obra. A estos momentos yo los llamo: cuando el arte ataca. Cuando se lanza sobre la realidad. Sucedió con el Quijote, sucedió con el disco conjunto de Spinetta-Páez y sucede ahora con los derechos de la obra de Borges.

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Cervantes publicó la primera parte del Quijote en 1605, y le dedicó una o dos páginas a Alonso Quijano, un cincuentón al que le gustaba mucho leer novelas de caballería, y todo el resto a don Quijote, el personaje que Quijano decide encarnar para salir a vivir las aventuras que viven los caballeros andantes.

Unos años después, en 1614, apareció en Tarragona el famoso Quijote de Avellaneda: como la primera parte había sido un éxito, alguien cuya identidad se desconoce escribió y publicó una segunda parte. “Alonso Fernández de Avellaneda” fue el seudónimo que utilizó. Cervantes puso el grito en el cielo y se apuró a terminar y publicar la verdadera segunda parte de su creación inmortal. Esta apareció en 1615 y a los pocos meses, ya en 1616, Cervantes murió.

En la primera parte del "Quijote", Cervantes presenta a Alonso Quijano, lector de novelas de caballería, y a don Quijote, el personaje que Quijano encarna para buscarse aventuras como caballero andante
En la primera parte del "Quijote", Cervantes presenta a Alonso Quijano, lector de novelas de caballería, y a don Quijote, el personaje que Quijano encarna para buscarse aventuras como caballero andante

Es en la segunda parte que pasa lo increíble. Quijote y Sancho van a Barcelona, ven el mar (“hasta entonces dellos no visto”) y caminando por la calle ven una imprenta. A Quijano, que todavía vive dentro de don Quijote, le gustaba mucho leer, y por eso se entusiasma: “de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese”.

Entran y don Quijote empieza a mirar los libros que se están tirando, corrigiendo, componiendo y enmendando. Se pone a charlar con los imprenteros sobre cuestiones de traducción, sobre derechos de autor, sobre linajes literarios: es un hombre culto. Va caminando y va viendo qué libros se imprimen hasta que llega el momento cúlmine: se acerca y pregunta qué libro es ese. “Le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas”.

Ese, precisamente, es el Quijote de Avellaneda, del que don Quijote dice: “Ya yo tengo noticia deste libro, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Entonces quien resucitara y volviera al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería agrega algo más y el narrador nos cuenta que inmediatamente sale de la imprenta “con muestras de algún despecho”.

Ahí pasó algo. Porque en la primera parte Cervantes había transformado a Alonso Quijano, el lector que leía demasiado, en don Quijote, el caballero andante. Pero nunca nos lo mostró cerca de sus libros. Solamente nos dijo, en la primera página, que “los ratos que estaba ocioso –que eran los más del año–, se daba a leer libros de caballerías”. Y que lo hacía “con tanta afición y gusto” que se olvidó de la caza y de administrar su hacienda y empezó a vender partes de su terreno para comprar más y más libros. Y que se pasaba las noches leyendo y que, así, “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio”. Es entonces que, “rematado ya su juicio”, tiene la delirante idea de hacerse caballero andante.

Pero nunca lo vimos cerca de un libro de caballerías.

Las aventuras que don Quijote quería vivir eran inexistentes, salvo para él: todos los que lo tenían cerca se daban cuenta de que lo que él veía no estaba en la realidad
Las aventuras que don Quijote quería vivir eran inexistentes, salvo para él: todos los que lo tenían cerca se daban cuenta de que lo que él veía no estaba en la realidad

Ya como don Quijote, la idea era vivir aventuras. Pero las aventuras que don Quijote quería vivir eran imposibles, porque los caballeros andantes sólo existían en el mundo de la fantasía. Por eso sus aventuras eran inexistentes salvo para él: todos los que lo tenían cerca se daban cuenta de que lo que él veía no estaba en la realidad. Y desde la realidad, justamente, es que interviene Avellaneda: escribe una segunda parte que enfurece a Cervantes y, como vimos, a don Quijote. Entonces Cervantes publica una segunda parte y en ella, gracias a la intervención de Avellaneda, nos es dado presenciar una escena increíble: es la única vez, en las dos partes de la novela, que don Quijote está cerca de un libro de caballerías. Y es el suyo propio, el de sus aventuras. Pero como son aventuras apócrifas, escritas por alguien que no es Cervantes, él sabe que lo que se supone que son sus aventuras son, en realidad, aventuras falsas.

(En la contratapa de la primera edición de El último lector de Piglia se nos dice “Sólo vemos una vez a don Quijote leer libros de caballería y es cuando hojea el falso Quijote de Avellaneda”, pero lo cierto es que el único verbo presente en la oración es “ver”: “Vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro”. No tenemos certeza siquiera de que lo tocase).

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La la la, el disco de Spinetta y Fito Páez, se grabó entre agosto y octubre de 1986 y apareció en noviembre de ese año como disco doble: eran veinte temas repartidos en dos vinilos y cada lado de cada vinilo tenía prolijamente cinco canciones. Del total de veinte canciones diez eran de Spinetta, siete de Páez, una de ambos y dos de terceros. El disco, auténtica colaboración entre generaciones, fue grabado en la calle Hipólito Yrigoyen. Quizá por eso destila una argentinidad profunda: siempre tuve la fantasía de escucharlo sentado en un andén de subte debajo del Obelisco a eso de las seis de la tarde, cuando el pueblo hace combinación, en ese culmen de densidad sociológica.

Pero el “siempre” del párrafo anterior es en realidad un “siempre” personal: para cuando yo llegué a la música La la la ya era un CD. El trasvasamiento generacional fue en 1991, y nunca vi los vinilos primigenios. La la la era para mí, entonces, un CD de diecinueve canciones que empezaba con “Folis Verghet”, tema que ubicaba vagamente por haber aparecido en la colección amarilla de la revista Noticias, y terminaba con “Woyseck”, un instrumental de enigmático nombre y sombría hechura.

Fito Páez y Luis Alberto Spinetta compusieron juntos un único tema, “Hay otra canción”, para el disco "La la la"
Fito Páez y Luis Alberto Spinetta compusieron juntos un único tema, “Hay otra canción”, para el disco "La la la"

Así pasaron los años. La la la no era un disco fácil de escuchar. Empezaba con palabras extranjeras, terminaba con otra palabra extranjera y me era extranjero él mismo. Tuve que llegar a cierta edad para hacerlo mío y empezar a disfrutarlo, en su singularidad, como la escuela de música y de poesía que es. Y con el tiempo llegó a lo máximo a lo que puede llegar un disco a mi entender, que es fundar amistades.

Y después, en un momento, llegó YouTube para la resurrección luminosa de todas las cosas. Y fue ahí, y no antes, que supe de la existencia de “Hay otra canción”. El tema, hermoso, era el único que habían compuesto Spinetta y Páez juntos, y había quedado afuera de la edición en CD (la única, en mi ecúmene) porque dada la extensión original del álbum, y en virtud de los cálculos comerciales, había sido más conveniente sacar la última canción y editar un solo CD que hacer una edición con dos CDs.

Y lo curioso es que la amputación resultó, increíblemente, una edición. Por un lado porque que la otra canción que hay se llame “Hay otra canción” tiene lo suyo. Y por otro porque “Woyseck” es un final inmejorable para el disco. Además al ser la última canción, y no la penúltima como en el diseño original, es la que mira al futuro. Y es una marcha fúnebre. Y lo que pasó inmediatamente después del disco fue el asesinato de la familia de Fito. Spinetta declaró alguna vez: “En su momento creí que La la la había provocado lo que sucedió después, porque además Fito le había dedicado un tema a Woysceck, que es un film de Werner Herzog espantosamente violento”.

Solamente en una ocasión pude ver cómo La la la salía de ese pasado inalcanzable y fuera del tiempo desde el que filtra su luz íntima. Fue en el recital de Spinetta en Vélez en 2009. Cuando subió Fito y lo primero que cantaron juntos fue “Las cosas tienen movimiento” temí que la cosa, como en recitales anteriores, quedara ahí. Pero después empezó a sonar algo raro, unas cuerdas que eran “Retrato de bambis” (yo no lo sabía), y después, sí, “Asilo en tu corazón”, como una de esas semillas que los faraones dejaron adentro de las pirámides durante miles de años y todavía sirven porque tienen vida adentro.

(En 2007 se hizo una reedición del álbum en dos CDs y ahí sí se incluyeron todos los temas. Uno de ellos se llama “Cuando el arte ataque”).

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Hace unos días, en Twitter, Pablo Maurette escribió sobre los derechos: “Creo que van para Katchadjian”. La ocurrencia me hizo recordar un texto de Hernán Vanoli titulado “Como los agrotóxicos, Borges puede alimentar al mundo”; ahí Vanoli conceptúa el juicio de Kodama a Katchadjian como “una intervención artístico-legal”. Santiago Llach le respondió a Maurette: “Sería genial que haya dejado eso en el testamento”. Y es cierto: hubiese sido de una belleza inconmensurable.

Maria Kodama le decía a su abogado que ya tenía "todo arreglado" acerca de quién la sucedería en la administración de los derechos de la obra de Borges. EFE/Carlos Díaz/Archivo
Maria Kodama le decía a su abogado que ya tenía "todo arreglado" acerca de quién la sucedería en la administración de los derechos de la obra de Borges. EFE/Carlos Díaz/Archivo

No pasó eso, pero la situación actual tiene visos de poesía. Fernando Soto, el abogado de María Kodama, afirmó: “Más de una vez hablamos sobre el futuro de la obra de Borges cuando ella ya no estuviera, y me decía que ‘tenía todo arreglado’, que quien la iba a suceder iba a ser ‘más estricta aún que ella’ en la defensa de la obra de Borges”. ¿Y si eso “más estricta que ella” fuera el Tiempo? De hecho, Kodama tenía fama de estricta y no hubiese sido tan fácil superarla.

Si así fuera, la fuerza de Borges se manifestaría una vez más. Literato insuperable en la década del cuarenta y ciego nómade en los setenta, su figura irradia encanto en todas las direcciones. Ya Bioy Casares figura en la historia grande del arte universal por haber estado cerca de él: su mejor libro, titulado Borges, es mejor que el mejor libro de Borges. Y ahora María Kodama, cuya figura parecía agotada, aparece enriquecida por la complejidad.

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