El fuego de los márgenes, según María Sonia Cristoff y Hernán Ronsino: qué significa escribir, leer y arder desde la periferia

Los escritores participaron de la primera edición del Festival del Libro de Chivilcoy (FLICH), donde abordaron cuestiones como el territorio, la tradición y la vanguardia

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(Foto: Santiago Cantero / FLICH)
(Foto: Santiago Cantero / FLICH)

En la Diagonal Santilli, ciudad de Chivilcoy, a 160 kilómetros de Buenos Aires, la idea de periferia se aprecia mejor. Pasto, piedra caliza, la gente va y viene, algunos toman mate, otros cerveza, otros leen ensimismados, los stands de libros —tablones de madera sobre caballetes— ofrecen novedades y clásicos, hay chicos corriendo, perros callejeros, todo bajo un sol estridente que anuncia la pronta llegada de la primavera y obliga a los anteojos de sol. El sábado pasado, desde las once de la mañana, se hizo el Festival del Libro de Chivilcoy: la FLICH. Con entrada libre y gratuita, la organización estuvo a cargo de Maximiliano Gesualdi y Samantha San Romé con apoyo del Ministerio de Cultura de la Nación y el Centro Activo de Chivilcoy. A mitad de camino, un escenario: subieron editores, autores, poetas, músicos. Juan Solá fue el encargo del discurso de apertura. También hubo charlas, lecturas, presentación de libros, talleres, choripanes y baile.

En la Diagonal Santilli, esa tarde, cuando el sol descendía lento, María Sonia Cristoff y Hernán Ronsino protagonizaron una conversación titulada El fuego de los márgenes. Leer, escribir y arder desde la periferia, moderada por quien escribe. La idea de periferia resuena en estos dos autores por dos puntos. Uno es el territorio. Cristoff nació en Trelew, Chubut, estudió Letras en la UBA y desde entonces vive en Capital. Ronsino nació en Chivilcoy —rompiendo la máxima de que “nadie es profeta en su tierra”—, estudió Sociología en la UBA y desde entonces vive en Capital. Ya empadronados, aún se sienten extranjeros y provincianos. Ese tópico —el pueblo, lo rural— aparece fuertemente en ambas obras. El otro punto estético: ninguno escribe literatura de moda. Al contrario, sus búsquedas narrativas bordean la centralidad, son más bien personales y por eso más originales, más auténticas. En esa doble concepción de la periferia se enmarca esta conversación.

—¿En qué piensan cuando leen o escuchan la palabra periferia?

—María Sonia Cristoff: Estaba pensando que quizás la primera percepción que tuve que afrontar de la periferia fue el hecho de ser precisamente provinciana. El hecho de tener de entrada una condición muy fuerte con la literatura: saber que iba a querer dedicarme a eso durante toda la vida y haber nacido en un pueblo. Ahí ya había una percepción política de la literatura. En mi caso significó huir de una ciudad y manejar cierta forma de la extranjería. Y después la otra forma de la periferia que concienticé una vez en Buenos Aires es el tema de ser mujer. No quiero subrayar demasiado el asunto porque está muy en la agenda y no hace falta agregar demasiado. Me parece interesante hablar de cómo cada escritora vivió ese fenómeno. En una época yo empecé a moverme en el mundillo porteño, a finales de los ochenta y principios de los noventa, donde había una idea de que el feminismo había sido de alguna manera corrido del canon. Había algo muy de gueto que a mí no me interesaba. Para gueto venía del pueblo. Ahí también hay una cosa extraña que pasa con cómo podés atravesar la experiencia de escribir siendo mujer en determinada época. En los activismos feministas de los últimos años, con los cuales tengo muchos puntos de contacto y algunas diferencias, veo cómo han cambiado realmente esa escena. Ahora yo no veo ninguna periferia en el hecho de ser mujer. Pero de alguna manera, para combatir esa periferia de ser provinciana en un país con una literatura que es muy porteñocéntrica me mudé de ciudad para batallar contra la segunda forma que era ser mujer: hice una estrategia de androginia, o algo parecido. Tenía muchos amigos escritores varones y yo trataba, en mi imaginario, por supuesto, de compartir: si había que tomar, yo tomaba más que ellos; si tenían el pelo corto, yo lo tenía más corto. Tengo la impresión que en mi vida hice como una estrategia como de polizonte para batallar contra esas formas de la periferia que yo notaba que iban a conspirar contra la escritura. La escritura y su batalla contra el canon: para potenciar, para dejar de pertenecer, para correrse, para armar un proyecto que no vaya por los carriles centrales, pero que tampoco sea tan autónomo. Mientras hacía eso en la vida, mientras me tomaba el barco para ir a la gran ciudad armada de androginia polizonte, pude empezar a escribir cuando encontré una forma para la periferia en la literatura misma. Me interesa el tema de la periferia porque ahí hay una relación entre obra y vida mucho más compleja de lo que se cree. No es que si alguien nace así, entonces tal y tal.

—Hernán Ronsino: Me pone un poco nervioso estar acá mirando los escenarios que también fueron modelándome en la formación, no sólo de una mirada cotidiana y de vida, sino también de una mirada literaria o narrativa, que me parece que ahí es donde se define esta idea de la periferia: en la mirada. En mi caso empecé a escribir estando en Buenos Aires pero fue con una mirada que ya estaba formada por escenarios como estos que miramos hacia el fondo, con calles de tierra que se pierden hacia ningún lugar, escenarios que bordean la ciudad y que son periféricos geográficamente. Esos bordes periféricos que a mí me gusta siempre ejemplificarlos con el comportamiento de los perros. Los perros de calle de tierra y de quinta que, cuando vos vas por estas calles hacia el fondo en bicicleta, tienen la actitud de salirte a torear a los tobillos. Buscan los tobillos desesperados. Pero cuando entrás al asfalto el perro empieza a tener un comportamiento más disciplinado: no se atreve a buscarte en la calle. Hay algo de ese perro que sale a buscar el tobillo que constituye una mirada, una estética periférica, que para mí es fundamental a la hora de escribir, y que me lo dio no sólo el paisaje, sino el haber hecho de este lugar, de esta zona, mi territorio de formación: mi infancia, mi espacio donde iba y venía permanentemente. Está por un lado esa mirada, que para mí es esencial a la hora de pensar la periferia, pero después hay otro tema que para mí también articula algo de la idea de periferia y es escribir con cierta lógica anacrónica. Suele decirse que son libros complejos para leer. Esa idea de anacronismo, de estar como con cierta distancia del presente y poder mirarlo desde los costados con una mirada crítica a mí me parece vital para pensar un texto. Tener una mirada periférica no sólo porque responda a una geografía, sino porque pueda responder a pensar críticamente un centro apelando a estéticas, a formas que no están de moda y que pueden producir algo nuevo si uno la pone en práctica en el presente. En ese sentido, la escritura es un laboratorio que tiene que pensar permanentemente con distancia, con perspectiva, los usos de la lengua, los comportamientos. Buscar una estética desde ese lugar. Lo podemos pensar en conceptos pero en la práctica se vuelve una búsqueda permanente.

(Foto: Santiago Cantero / FLICH)
(Foto: Santiago Cantero / FLICH)

—MSC: Estaba pensando: a mí no me pasa eso que decías con el presente. Justo ayer estaba reunida con dos escritores hablando de cuentos porque somos y fuimos jurado de un concurso, y entonces se armó un discusión sobre qué pasa con el presente. Ellos dos los convertían en agenda: “este es un cuento de agenda”. Y yo decía: no necesariamente tocar el presente tiene que ser de agenda. Lo que pasa es que hay una complejidad mayor que es una trampa mortal. Me parece bárbaro que cada cual haga su estética, pero como escritora me pasa que me convoca mucho el presente y a la vez hay algo de lo que me convoca mucho y es a lo que yo más atención le presto y a lo que más sigo cuando escribo. De hecho Derroche es una novela que acaba de salir, una novela sobre el mundo del trabajo y el exceso de productividad permanente. Entonces digo: es un tema de súper presente.

—HR: Totalmente. Siempre estamos atravesados por el presente en algún sentido. El punto que planteo es cómo uno lo aborda. ¿Lo aborda siendo arrastrado por la urgencia del presente o tomás cierta distancia, tratás de pararte en un lugar donde puedas pensarlo críticamente? Ser anacrónico es estar en línea permanente con el presente.

—MSC: Urgencia. Es buena esa palabra que usás. Creo que mi manera de seguir la pulsión e interrogar al presente y de batallar contra la urgencia es trabajar mucho la forma. Pensar excesivamente en términos formales. Y ahí sí, en términos formales, me veo un experimento. De hecho, hay un escritor, de esos grandes escritores que te hacen clic una vez en la cabeza y es del siglo XIX: Joris-Karl Huysmans. Un discípulo de Zola que hace estallar la novela. No sé si rupturista, pero hoy sería una novela experimental, más de dos siglos después.

—HR: Me gustó algo que dijiste: encontrar la forma de la periferia en el proceso de escritura. Si bien uno tiene una mirada porque viene de un lugar de la provincia de no sé qué, pero el trabajo de construir esa forma periférica estéticamente es un trabajo que no es un mero reflejo de lo que uno vivió, sino que precisamente es una búsqueda permanente.

—MSC: Totalmente. Por eso digo que es mucho más complejo. La gente cree que porque naciste en la Patagonia entonces tenés una historia con el viento. ¡No!, ¡no quiero saber nada con el viento!

—HR: Me quedé tildado con esto que estás planteando de la forma de la periferia y a veces me pongo extremo con algunas cuestiones, pero me parece que en última instancia de lo que estamos hablando es de lenguaje. No hay ningún territorio posible que no sea el territorio que constituye una lengua. No importa de dónde venga uno, importa en sus formaciones, importa en las marcas que recibe, importa en la experiencia que tuvo o en la conformación de una mirada. Uno pudo haber nacido en Avellaneda y ser un escritor periférico; o en el centro de Caballito. En definitiva, de lo que estamos hablando no es de cómo contamos lo que vivimos sino de cómo construimos una lengua que diga cosas y que interrogue en el campo literario. Digo esto estando en la Glaxo, pero creo que es eso: cómo construimos una lengua, más que cómo reproducimos una experiencia.

—MSC: Siempre que sea complejizando la cuestión me interesa hablar de la vida. Por supuesto que lo que vivimos tiene algo que ver pero no miméticamente. Incluso la relación con la experiencia. Si alguien quiere narrar algo que vivió también es muy complejo cómo eso va al texto. Al texto lo que va es, como vos decís, lenguaje. Pulso y pulsión convertidos en lenguaje. Hoy hay novelas que tienen una intención rupturista a nivel de contenido que terminan siendo novelas con todas las de la ley de la novela del siglo XIX, entonces ahí se me cae ese rupturismo. Cuando una novela se convierte en contenidismo digo: hablá con tus amigos, hablá con tu analista, pero eso no es novela. O es una novela que no me interesa, de formas gastadas. Esa es una discusión con el presente: tenemos muchas novelas cargadas de contenido. Hemos vuelto a una cosa didactizante. La novela no es un género inocente, es un género del siglo XIX, es Europa, la burguesía, la colonización, el patriarcado. Metámonos ahí a batallar, a morderle los tobillos a esa forma. Para mí, la cuestión de la forma es una cuestión política.

—HR: Hablando de modas, hay una gran cantidad de novelas autobiográficas que trabajan en el borde de una vida vivida y un relato bajo la forma de novela. Ahí me parece que esta discusión que estás planteando trae espejada una idea que puede transmitir la sensación de que todos podemos contar nuestras vidas, de que todos tenemos una vida para contar. Pero como decía un amigo: hay técnicas que uno tiene que aprender antes de pegar el salto. Todos podemos escribir porque usamos el lenguaje cotidianamente, pero si te dan un violín y te piden que toques una notas te vas a enfrentar con un serio problema si no sabés música. Hay técnicas para tocar ese violín, para intervenirlo, para sacarle sonidos. Lo mismo sucede con el lenguaje, con el uso de las palabras. Hay un texto de Fabio Morábito en El idioma materno que es precioso. Un escritor está escribiendo una carta de despedida. Se va a suicidar. Tiene la soga, todo preparado. empieza a redactar la carta y se empieza a calentar con el texto, a tachar. Busca la forma para que esa carta sea perfecta. Y cuando termina de escribirla está cansado, tiene hambre, lo que menos quiere es suicidarse y entonces descubre que el estilo le salvó la vida. Y en un momento dice: una cosa es anotar lo que vivió, la lista del supermercado, y otra cosa es narrar, pasar al acto de la narración. Ahí es donde nos enfrentamos a un montón de herramientas técnicas que estamos buscando permanentemente. Cuando uno publicó un libro o dos se aproximó a manejar algunas técnicas para escribir ese libro, pero no es que las aprendiste de una vez y para siempre. El próximo libro te envuelve en una búsqueda nueva. Un tema de moda que puede estar muy instalado es la novela autobiográfica a lo Knausgard, que lo hace muy bien, sus novelas me sacudieron, creo que interroga la idea de gran novela. Y otra cosa es pensar la técnica de la novela, un artefacto muy complejo.

(Foto: Santiago Cantero / FLICH)
(Foto: Santiago Cantero / FLICH)

—Hay un libro de Damián Tabarovsky, Fantasma de la vanguardia, donde se hace la pregunta de cómo ser vanguardista hoy, en una época donde las vanguardistas murieron. En ese libro los menciona a los dos como posibilidad de vanguardia. Y al referirse a la literatura de Sonia, habla de la lengua del despilfarro; justo tu nueva novela se llama Derroche. Una lengua del despilfarro es una lengua que no está construida a partir de la inteligencia, de la precisión, de que todo esté en función de algo, de la utilidad, de la acumulación capitalista. El despilfarro como forma de malgastar. Creo que también aplica a la literatura de Hernán. ¿Qué les sugiere esta idea?

—MSC: No lo tenía presente para nada y eso que leí ese libro.

—HR: Se lo pusiste para sostener la teoría de Damián.

—MSC: Quizás inconscientemente porque tengo muchos puntos de contacto estéticos. Creo que los dos nos agarramos de Bataille y de su teoría del gasto, que tiene que ver con una forma de batallar contra la acumulación capitalista. Y la idea del progreso, eso es buenísimo, ¡porque el mundo se está cayendo a pedazos y la gente todavía cree en el progreso! Es algo completamente inverosímil. Una de las cosas que me costó porque lo veía muy de cerca en el pueblo era el sobreentendido burgués. Para una mujer como yo nacida en la década del sesenta, clase media, el estilo burgués era una cinta que yo no veía por dónde escapar. El modo burgués sigue siendo elegido y el sistema sigue sosteniendo, entonces quizás eso existe en Buenos Aires y en todos lados pero yo yendo a Buenos Aires podía hacer una especie de edición de mi propia vida con otro sistema que se parece un poco a una cosa utópica. Una micropolítica para salir de los mandatos del modo de vida burgués. Socavar el sistema de la burguesía, que tiene que ver con la dominación, la acumulación, la forma de actuar. Ahí, en el despilfarro, en el gasto, en el exceso, encuentro una idea que tiene que ver el socavar. Una idea del desarmar. En un momento escribí un texto sobre cómo empecé a trabajar la forma de la novela y hablo mucho de termitas. Las termitas fueron mis musas inspiradoras. Esa cosa que viene, corroe y, si bien hacemos lo que podemos con todo, yo me doy cuenta que hay una necesidad de vivir en ese estado cuando escribo. Por supuesto que estoy inserta en el mercado, salgo en una editorial grande y en un punto soy una burguesa a mi pesar, por supuesto, pero esa contradicción la siento, no miro para otro lado, y escribir de esa manera para mí es una forma de vivir.

—HR: Esa diferencia de Tabarovsky entre literatura utilitaria y literatura que dilapida el lenguaje me parece interesante. Esa literatura que está de moda está más cerca de una lengua utilitaria. Creo que Saer en alguna conferencia sostenía un discurso crítico contra lo utilitario. Sería una prosa simple, sencilla, despojada, que transporta un mensaje claro frente a una literatura, como la que le gustaba él, como la de Onetti, la de Rulfo, la de Guimarães Rosa. Una literatura, no sé si barroca, pero que está enredada, atravesada por una forma del derroche. Se me vino una definición extraordinaria de Daniel Santoro, el pintor, que me parece que es una de las mejores definiciones del peronismo. Lo que el capitalismo no puede tolerar del peronismo, dice Santoro, es el mal uso que hace de los recursos, es decir, que pone primero el goce y desplaza el lugar del sacrificio. Para el capitalismo, el sacrificio es el medio para llegar a un fin ilusorio, un lugar de realización. El peronismo atenta contra esa lógica del progreso donde te tenés que esforzar para llegar ese lugar. Entonces: el goce, el derroche, el mal uso del tiempo y de los recursos. Creo que algo de eso, y lo digo en términos absolutamente personales, no quiero generalizar en la mesa, me parece que se me filtra también en la escritura. Digo: escribir es perder el tiempo, es lo inútil, es ir contra un tiempo de producción, de hiperproducción utilitaria.

—En ese mismo libro, Tabarovsky habla de la literatura de Hernán. Dice que hay una tradición identificable pero que es llenada de matices. En cada cambio generacional donde nuevos autores toman la posta de los anteriores, donde siempre está la literatura que repite, que replica, también están lo que apuestan por algo nuevo sin perder de vista el contexto, de donde vienen, las influencias, complejizando esa tradición. ¿Cómo se llevan con la tradición y qué significa para ustedes?

—HR: Se me ocurre una frase breve. Borges, en algún prólogo de alguno de los libros que más le gustaban y que formó una biblioteca después con eso y él los prologaba, decía que lo único que se puede hacer con la tradición es cambiarla. Me parece hermosa esa idea, la de no perder de vista que te marcó pero al mismo tiempo tenés que hacer algo con eso, porque si lo replicás no hacés nada: no hay una construcción de algo distinto. Si seguís la huella no estás armando nada.

(Foto: Santiago Cantero / FLICH)
(Foto: Santiago Cantero / FLICH)

—MSC: Siempre me pareció que la tradición argentina, aplicada siempre a la práctica literaria, es un sintagma muy pesado. Es curioso pero siempre estuve muy a contrapelo de la tradición, buscando por otros lugares. Se podría decir que tengo alguna desviación europeizante en mi formación previa, aunque hoy en día lea mucha literatura latinoamericano, porque es lo que verdaderamente me convoca. Creo que tiene que ver con lo que decía al principio: la pajuerana y mujer que llega a la ciudad, y se mete en Puán, uno de los corazones del armado de legitimación, o solía ser, ahora creo que está más abierto el panorama. Estamos hablando de un momento quenchi, divino, años ochenta, apertura, postdictadura, Viñas, Sarlo, Ludmer. Siempre me interesó buscar, buscar otra cosa. Esa tradición argentina para las mujeres no era muy favorable. En ese momento sentía mucho la fuerza de Buenos Aires. Siempre estuve leyendo muy en los márgenes. En la mismísima carrera me encargué de hacer una orientación absurda que nadie elegía. Éramos cinco gatos locos. Dije: así no se van a meter tanto con mi escritura, porque yo sentía que el canon te lleva para un lado, que tenías que hablar de esos temas, que todo se convertía en literatura de tópicos. A mí me fascina Borges hasta la locura pero me molestaba que me tuviera que tragar a todo Borges o adherirme a Borges para abrir la boca. Siempre estuve una cosa de buscar por otros lados. Creo mucho en la apertura al azar, en lo situacionista a la hora de ser escritora. La tradición es algo con lo que uno inevitablemente conversa, pero quizás termine en esa forma de rechazo que yo sentía. Por supuesto que puedo tomar a cierto Borges pero no a todo Borges. Pero después están los tópicos, que me agobia: el campo, el gaucho, el estudio formal en Letras sobre el peso de la gauchesca, el peso de la literatura de Malvinas, el peso de la literatura de desaparecidos...

—HR: Tal vez el problema sea lo que la academia impone por sobre el terreno de la escritura misma.

—MSC: A veces son los agentes que legitiman qué sí y qué no. En esa época Puán era incontestable, ahora es mucho más discutible. En fin, la tradición me parece una corriente de la cual conversar mucho pero nada más que eso.

—La tradición suele tener que ver con la cristalización de un pasado, y en esa cristalización siempre hay un interés específico, donde un montón de cosas se escapan, un montón de autores que quedan afuera.

—MSC: Sobre todo autoras.

—Con el tiempo mucha literatura se recupera, pero hay otra literatura que no se recupera nunca. ¿Qué pasa con eso?

—HR: Por ejemplo, el primer bestseller argentino lo escribió una mujer en 1975 que se llama Emma de la Barra. Publicó una novela que se llama Stella, pero las publicó con el pseudónimo de un varón: César Duayen. Cuando salió un éxito de ventas. Incluso Edmundo de Amicis le prologa la traducción en Italia al año siguiente y se arman concursos en los diarios para ver quién era el autor: nadie lo conocía. Se sospechaba de un político de la provincia de Buenos Aires, un tal Julio Llanos, siempre la sospecha, y no era, era su compañera, la compañera de ese diputado que se llamaba Emma de la Barra. Hay una calle en Puerto Medero que la homenajea. Fue el primer bestseller y siguió publicando, pero siempre con nombre de varón, con César Duayen. Se hizo una película de Stella en los cuarenta, que fue un éxito también. Es una autora que después que muere en los cincuenta cae en el olvido absoluto y total. Marcó, por ejemplo, a Gabriela Mistral, quien le dedica un poema a un personaje de Stella. Además, en esa novela, hay todo un modelo de nuevo rol para las mujeres que influye mucho incluso a Mistral, la heroína de esa novela la marca fuertísima. Incluso Mistral la va a buscar a Emma de la Barra, la va a conocer. Es una autora, una búsqueda estética que se borró en los cincuenta y solo quedó la calle de Puerta Madero que nadie sabe quién es.

—MSC: Y ahora vos la estás evocando. Con Sara Gallardo pasó algo parecido. Ahora la estamos volviendo a leer. En su época fue alguien que pasó inadvertida, pero lo curiosa es que fue al lado de escritoras.

—HR: Exacto. yo pensaba en Beatriz Guido, en Marta Lynch, mujeres muy instaladas en el centro.

—MSC: Ahí es donde digo: qué tiene que ver si es mujer o no. Tenían una narrativa muy convencional. Sara Gallardo realmente es una maestra de las formas, dios mío. Por ahí el encuentro de la tradición es eso: una bala perdida. También es un poco como dice Piglia: “la tradición es el lugar desde el cual leemos”. Hay que sacar la idea de pensarla a nivel corpus. No hay que atravesar determinada biografía para ser escritora.

(Foto: Santiago Cantero / FLICH)
(Foto: Santiago Cantero / FLICH)

—Una pregunta sobre el presente: cuando pasan por la vidriera de una librería, ¿les gusta lo que ven?

—MSC: Soy muy optimista. Sí, me gusta mucho lo que veo. Una de las cosas que me gustan mucho es que haya esa proliferación de editoriales: nuevas, chicas, a contramarcha, como se puede. Hoy, acá, en muchas de las mesas, encontré de todo. Eso ya me parece una buena noticia. Y después, muy de vez en cuando, encuentro textos que valen mucho la pena. De Hernán, por ejemplo, y no es porque comparta mesa, me parece una gran noticia que tenga una nueva novela. Ahora acaba de salir un librito de Cynthia Rimsky...

—HR: La vuelta al perro.

—MSC: Ese. Digo por nombrar un caso puntual de algo recién salido.

—HR: Katchadajián también, ¿no? Hablando de vanguardias.

—MSC: También, también. De búsquedas. Y hay una cosa en esta proliferación, porque antes era muy difícil publicar por fuera del grupo Random, que en ese momento se llamaba Sudamericana, y Planeta. Es muy impresionante cómo las nuevas editoriales están permitiendo búsquedas formales. A veces no y es lamentable que solamente repliquen lo mainstream, pero son lo menos. A mí lo que me más me alucina es este fenómeno editorial argentino. Me parece una gran noticia.

—HR: Sumando a la que dice Sonia me encanta lo que viene sucediendo hace unos años que es la apertura del mundo editorial argentino a lo que está pasando América Latina con, no solo los nuevos y nuevas autoras, también un montón de literatura latinoamericana. Siento que en Argentina, como lectores, y esta es una crítica bien fuerte que hago, nos miramos mucho el ombligo, se lee mucho para adentro y se desconoce lo que está pasando en Latinoamérica. Porque se lee más a un autor europeo a lo que puede estar escribiendo una autora ecuatoriana como Ampuero, Mónica Ojeda, que están publicando una literatura muy potente que está llegando fuerte, pero esto es un fenómeno nuevo. No sólo que se destruye la concentración de estas grandes editoriales y que las independientes permiten filtrar lo que antes no llegaba, sino que también empezamos a encontrar una literatura muy poderosa que se está escribiendo ahora mismo en Latinoamérica. A mí, por ejemplo, me gusta una autora mexicana que se llama Daniela Tarazona; tiene una novela extraordinaria que se llama El animal sobre la piedra. Y Alejandra Costamagna es una autora chilena que nos encanta a los dos. Y Emiliano Monge: recomiendo a un mexicano que está explorando géneros y también, creo, en línea con lo que venimos diciendo, rompiéndolos.

—MSC: Sí. Carolina Sanín, Isabel Zapata, Nona Fernández. Hay cosas muy, muy interesantes. En muchos casos aparecen a partir de editoriales chicas.

—HR: Y también gracias a festivales literarios importantes, como Filba.

—Ahora sí, la última: ¿son buenos tiempos para escribir?

—HR: Puede ser un seminario ese.

—MSC: Yo creo que sí.

—HR: Siempre que haya deseo serán buenos tiempos.

—MSC: Tal cual.

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