Mi viejo, el audio de Verbitsky y la modesta felicidad de la salud

La inesperada exhibición de la discrecionalidad del poder llegó justo cuando muchos manotéabamos el teclado para conseguir una vacuna para los mayores de 80. Una organización esmerada y una atención amable es algo que merecemos todos, sin distinciones ni favoritismos. Este artículo es el newsletter de Cultura de la semana

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"Crepúsculo", de J. M. W. Turner (1835).
"Crepúsculo", de J. M. W. Turner (1835).

Hola, ahí.

La imagen vuelve cada tanto. Estoy adentro del Citroën, esperando a mi papá, que es médico. Soy una nena todavía, lo acompañé a hacer un domicilio por el barrio, en San Justo. Hay cielo de tormenta y el silencio de la hora de la siesta apenas se interrumpe cuando pasa otro auto o por algún murmullo que se desprende de alguna ventana. La calle en la que estacionamos está en bajada, papi está demorando, no sé cómo distraerme. Manoteo el volante un rato, juego a que soy la conductora y, sin querer, destrabo el freno de mano y el auto empieza a moverse: entro en pánico, no puedo gritar. Y entonces llega justo mi papá, maletín en mano, y me salva.

Creo que esto no pasó, no estoy segura; tal vez pasó algo similar alguna vez, la verdad es que no lo sé pero sí sé que cada tanto sueño con esta escena. Con mi miedo adentro del auto, sola; con mi miedo por los riesgos de estar sola y con mi papá llegando sobre el borde de mi angustia, salvándome justo a tiempo.Hay otra historia que sí ocurrió en el auto y de la que tampoco me olvido.

Imaginemos que estamos en abril de 1976, sábado a la noche. Mi papá conduce y nos lleva a mí y a unas amigas a un cumpleaños. Tenemos 14 años y estamos viviendo el comienzo de la dictadura más sangrienta que vivió este país. En medio del viaje nos detiene un retén militar, mi viejo se baja del auto y mientras nos iluminan con una linterna el responsable del operativo le pide que bajemos también nosotras. Mi papá dice no, lo veo decir no. Dice no mi papá, que dice también: las chicas no bajan. Nosotras seguimos enmudecidas adentro del auto cuando el viejo nos pide que le demos nuestros documentos. Los muestra, muestra los suyos, ¿revisan el baúl? y nos dejan ir. Todavía siento las palpitaciones y el silencio de todos cuando reanudamos la marcha. No puedo recordar si él también estaba nervioso, solo pude sentir que nos había salvado a las tres.

Una imagen de la hermosa película chilena "El agente topo"
Una imagen de la hermosa película chilena "El agente topo"

Septiembre de 2006, también sábado, pero a la mañana. Mi marido está de viaje por trabajo, hace dos días que tengo alterado el gusto y empiezo a sentir algo raro en el lado derecho de la cara. En un par de horas voy a salir en vivo por la tele, como todos los sábados. Llamo a mi papá y le cuento, aterrada, que se me está paralizando la mitad de la cara. Al otro lado del teléfono el viejo me hace preguntas, atento y cariñoso pero sin mostrarse alterado. De pronto me dice “salgo para allá” y en un rato está en casa, mirando mi ojo derecho y haciéndome unas pruebas neurológicas para despejar dudas. Está casi seguro del diagnóstico que van a confirmar otros médicos por la tarde: lo que tengo es una parálisis de Bell provocada por un virus. Me dice que, si me siento bien, vaya a hacer el programa, sabe que después de ese día no voy a poder hacerlo por varias semanas. Me abraza y deja sobre la mesa las órdenes para que me haga unos estudios en cuanto salga de la tele. Se me venía la noche pero yo estaba tranquila porque mi viejo estaba tranquilo.

En unas semanas el doctor Pomeraniec cumplirá 85 años. Atendió por décadas en el Hospital Italiano y en diferentes consultorios y todavía es nuestro médico de confianza, al que llamamos para lo serio y para las pavadas. Aunque este año no vamos a poder celebrar el cumple todos juntos, no perdió el humor y tiene ganas de estar bien, se las rebusca para eso. Sigue leyendo, sigue llevando su diario favorito bajo el brazo y mira películas y series, en algunos casos más de una vez. Sigue, también, los temas de la pandemia y de la vacuna desde el vamos. Ni él ni su mujer, también médica, también jubilada, quisieron usar su matrícula para vacunarse contra el coronavirus en calidad de profesionales de la salud. No están en el campo de batalla y saben que hay colegas que precisan esa inmunidad más que ellos. Encerrados en su casa desde hace un año, monitorearon el arribo y la distribución de las vacunas a la espera de su momento, que comenzó a llegar por estos días.

Imagen del vacunatorio montado en La Rural
Imagen del vacunatorio montado en La Rural

El viernes pasado a las 14 se abrió la inscripción para mayores de 80 años en CABA y lo que debía ser un trámite online para proteger a nuestros viejos se convirtió en un suplicio. En nuestro caso, tardamos siete horas en conseguir un turno para mi papá, que llegó luego de sortear la angustia de ver cómo la página de la Ciudad colapsaba al toque y de insistir frenéticamente durante toda la tarde. ¿No se podía prever que la desesperación nos iba a llevar a todos a querer conseguir el turno como si se tratara de un salvoconducto en medio de la Segunda Guerra? ¿Por qué pusieron en juego los turnos para ver quién llegaba primero, como si fueran las entradas para un concierto de rock? Son nuestros viejos, los cuidamos porque antes ellos nos cuidaron a nosotros.

Mientras le dábamos al F5 con desesperación y angustia, un viejo periodista algo pasado de cinismo contaba por radio que, pese a su desconfianza inicial, había decidido vacunarse ya que el coronavirus se había ensañado con su familia. Entonces, el mismo periodista que durante décadas se adjudicó el rol de fiscal de la República y a quien mi padre admira mucho contaba, risueño, que le había bastado un llamado a su amigo, hoy un ex ministro, para conseguir la primera dosis y también contaba cómo le habían facilitado el trámite aplicándole la vacuna en el mismísimo Ministerio de Salud. 

El perro ladraba pero nadie sabía a quién.

Todavía el país entero le da vueltas al asunto: por qué lo contó, qué quiso conseguir con su relato, a quién estaba dirigida esa flecha envenenada. Te ahorro detalles escandalosos e indignantes, seguramente los leíste y los seguís leyendo en todos lados. Solo quiero decir que mientras escuchaba el audio de Horacio Verbitsky y veía crecer el escándalo de las vacunas del privilegio, hubo un momento en el que tuve ganas de salir a romper todo y a los gritos. Lo que me enfureció fue la radiografía de la discrecionalidad del poder pero también -y mucho- el relato obsceno y autocelebratorio de alguien que se creía excepcional y, como tal, merecedor de una excepción mientras la mayoría manoteaba el teclado mendigando una vacuna.

Al tiempo que Verbitsky, ya vacunado, hablaba de sus luchas junto a los trabajadores del Hospital Posadas como si eso justificara su avivada, mi viejo, que luchó y les ganó a las secuelas del ACV que tuvo a los 62, me preguntaba si había noticias del turno y me decía que buscara tranquila, que él se daba la vacuna ahí donde le tocara. “En fin, me vacuno donde haya”, me escribió por whatsapp. 

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Cecilia Absatz (Thomás Khazki)
Cecilia Absatz (Thomás Khazki)

”Hasta el día de hoy no siento que me haya puesto grande, es la verdad. Es una sensación muy rara porque uno es siempre el mismo y en todo caso yo creo que tuve 60 años desde que nací”, me dijo en estos días por radio Cecilia Absatz, la periodista y escritora que me alegra los domingos a la hora del crepúsculo con su maravilloso newsletter Viejo Smoking. Cecilia dijo 60 y convocó a mi gong emocional. ¿Cómo puede ser que mis 60 estén a la vuelta de la esquina si todavía soy la nena que espera a su papá el doctor en el auto?

Me gustan los viejos, bah, me gustan algunos viejos. Me gusta adivinar en la mirada de hombres y mujeres grandes a aquellos que fueron o se sintieron ser. Me gusta sobre todo esa gente muy mayor que por momentos se olvida de su edad y actúa más allá del DNI, lo que permite disfrutar una inteligencia, una belleza que trasciende las décadas, una intensidad. Los viejos tienen otros tiempos porque vienen de otro tiempo. El problema es nuestro, que no nos permitimos escucharlos porque seguimos corriendo quién sabe hacia dónde.

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Te recomiendo un libro que se llama Dime una adivinanza. Quedé alucinada por la fuerza que conservan los relatos de Tillie Olsen, esta autora norteamericana que admiraron las grandes como Alice Munro o Margaret Atwood y que, como señala Jane Lazarre -la autora de El nudo materno- en el prólogo, buscaba la justicia social -económica, racial y de género- a través de su literatura.

Se trata de cuatro relatos muy potentes y emotivos sobre los lazos familiares, la maternidad, la inmigración, el racismo, las parejas y los cuidados y, atravesando todo, el compromiso político y lo personal y familiar vuelto también político. El cuarto cuento, que lleva el nombre del libro, es uno de los textos más conmovedores que leí en mucho tiempo y tiene que ver justamente con la historia de una mujer muy grande, esposa, madre y abuela, ya en el estribo de su vida. Y cómo la ven y cómo se ve. Y cómo los ve ella a los demás.

Tillie Olsen
Tillie Olsen

Tillie Lerner Olsen era hija de judíos ucranianos, nació en Nebraska en 1912 y murió en 2007. Vivió casi siempre en San Francisco.Tuvo cuatro hijos, militó infatigablemente, buscaba rescatar obra de escritoras oscurecidas por la historia y escribió su obra breve y fundamental recién a partir de los 40 años, o sea, cuando pudo. El libro fue publicado por Las afueras y trae un epílogo de la hija de Olsen.

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Te recomiendo también una película chilena que está en Netflix, es precandidata al Oscar para mejor película extranjera y se llama El agente topo.

La inesperada exhibición de la discrecionalidad del poder llegó justo cuando muchos manotéabamos el teclado para conseguir una vacuna para los mayores de 80. Una organización esmerada y una atención amable es algo que merecemos todos, sin distinciones ni favoritismos. Este artículo es el newsletter de Cultura de la semana

Fue dirigida por la documentalista Maite Alberdi y cruza de manera astuta los géneros, al punto de que no terminás de darte cuenta cuánto hay de ficción y cuánto de documental en esta historia que tiene como protagonista a Sergio Chamy (un actor no profesional, encantador y avispado), que a los 83 años y viudo reciente, consigue un trabajo como espía, por lo que deberá infiltrarse en un geriátrico. Ocurre que una mujer que desconfía del trato que le dan a su madre internada contrató a una agencia de investigaciones para confirmar esas dudas. Lo que sigue entonces es la vida de Sergio ahí adentro por unos meses, mandando reportes diarios a pesar de su torpeza tecnológica y mientras se gana el cariño de quienes viven allí -mujeres, en su amplia mayoría-, en algunos casos, desde hace décadas.

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Las cámaras siguen a los internos reales y también a los profesionales que los cuidan y los tratan. La fiesta “de los reyes” y el baile con música de Los Plateros y su Only You estruja corazones. Una poeta que conserva la memoria de sus versos, otra mujer que cree encontrar en Sergio al hombre que esperó siempre, otra que congeló su vida en su infancia y espera que venga su madre a visitarla y una cuarta para quien el pasado es un agujero negro son algunas de las historias que componen una película inteligente y emocionante, que permite espiar cómo son los vínculos reales entre humanos mayores y a veces enfermos y deja también cierta amargura al confirmar hasta qué punto podemos ser ingratos con nuestros viejos en nombre de la falta de tiempo.

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Hace unas horas finalmente acompañamos a mi viejo, que recibió la primera dosis de la vacuna contra el Covid en uno de los centros habilitados para esta campaña, justo enfrente del Ministerio de Salud, ahí donde a unos cuantos se les perdió la vergüenza. Entró solo y muy dispuesto, después de que un muchacho muy atento le hiciera unas preguntas para ver si podía arreglarse sin ayuda de otros. El lugar no era muy grande y de ese modo evitaban aglomeraciones, supuse.Lo esperamos afuera con Mabel, su esposa, unos 40 minutos.

Los 80 no son iguales para todos: había mujeres coquetas y peinadas de peluquería a las que nunca les habrías adivinado la edad, hombres con ropa deportiva y pasito canchero y otros hombres y mujeres con bastones o sillas de ruedas, necesitados de asistencia. Muchos transmitían cuando se reencontraban con sus familiares esa felicidad que solo brinda el alivio a una gran angustia.

Mi viejo salió con una sonrisa y con el mejor certificado que se puede obtener por estos días entre las manos. Les debo la emoción de la foto de mi papá con dedo pulgar en gesto de OK y graduado de Covishield, una foto que esta vez será reserva familiar y no irá a las redes.

Todo lo mal que lo pasamos para conseguir una fecha y una hora se transformó esta mañana afortunadamente en una organización esmerada y una atención amable, algo que merecemos todas las personas sin distinciones ni favoritismos y que cuando sos grande, muy grande, puede ser vivido como una bendición.

Con mi papá, ahí debo tener unos cinco años.
Con mi papá, ahí debo tener unos cinco años.

Después del cortado con medialunas nos volvimos hasta su casa caminando. Fueron ocho cuadras a paso lento y entre bromas por la avenida, con el cielo celeste todo para nosotros y para nuestra modesta y necesaria felicidad de la salud.

Hasta la próxima.

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