
La historia no los absolverá. No se repite como un reloj, pero rima con una crueldad implacable: ignorarla suele salir caro. Hay regímenes que creen haber domesticado el tiempo y se imaginan inmunes a los ciclos, blindados por una narrativa épica, propaganda y miedo.
Pero la historia, esa vieja contadora de cuentos que no perdona, cobra intereses. Y si hay una lección que todo poder revolucionario debería estudiar con humildad es que las revoluciones no solo derrocan enemigos; tarde o temprano empiezan a devorar a los suyos.
Moscú perfeccionó ese mecanismo desde muy temprano, con eficiencia industrial. Primero cayeron los “compañeros” que estorbaban: antiguos aliados que ya no encajaban en el nuevo orden o que, peor aún, recordaban demasiado. Luego llegó el teatro: juicios-espectáculo, confesiones forzadas, acusaciones de “traición” y “desviacionismo”, el paredón. Zinóviev y Kámenev son buenos ejemplos: de la cúspide a la humillación pública, y de allí a la eliminación.
Después vino el recordatorio más cínico de que nadie está a salvo: incluso los ejecutores de las purgas terminaron purgados. Y, en el capítulo final de esa lógica, Trotski, fundador, arquitecto, represor y testigo incómodo, fue asesinado lejos de casa. El sistema no tolera rivales potenciales ni memorias que contradigan la versión oficial. La revolución, para preservarse, se come a sus hijos… y luego pretende que el banquete nunca ocurrió.
Cuba no es la URSS, pero se rige por un manual similar: disciplina interna, lealtad como condición de supervivencia y un Estado que confunde discrepancia con traición. Cuando el poder se vuelve total, el problema no es solo lo que hace con sus enemigos; es lo que termina haciendo con los suyos.
La revolución cubana, como Saturno en el cuadro de Goya, no protege a sus hijos: los devora. En un sistema construido sobre la épica, cualquier figura con brillo propio se vuelve un riesgo: el héroe que no obedece, el cuadro que piensa, el ministro que acumula demasiadas llaves. La consigna no es “lealtad”, sino sumisión. Y cuando la realidad se vuelve insoportable, apagones, escasez, éxodo, el régimen activa su reflejo más antiguo: buscar un culpable útil.

Ahí se enmarca la condena contra Alejandro Gil Fernández. Según la versión oficial, el ex ministro de Economía, durante años rostro técnico del derrumbe, recibió cadena perpetua por espionaje y, además, 20 años en otra causa por corrupción (sobornos, falsificación, evasión fiscal). El tribunal no precisó para quién habría espiado ni qué información entregó. Pero en Cuba el veredicto suele ser menos una explicación que una señal: un mensaje al resto de la nomenklatura.
El objetivo no es aclarar un caso, sino ordenar una élite. Si te conviertes en problema, también puedes convertirte en ejemplo. No importa el rango, ni el pasado, ni las fotos con los “históricos”: si llega el momento, el sistema te reescribe como villano con la misma facilidad con que ayer te imprimió como “cuadro ejemplar”.
Para entender a Gil hay que mirar el patrón. Frank País funciona como prólogo: joven, carismático, organizador del frente urbano. Era útil como mito, pero incómodo como liderazgo real. Su muerte en 1957 quedó rodeada de versiones; precisión aparte, la lección política fue diáfana: un muerto produce unanimidad y un vivo produce competencia.
Luego el guion se vuelve rutina. A los caídos se los canoniza; a los sobrevivientes se los domestica o se los destruye. Camilo Cienfuegos desaparece y deja de ser problema: no hay adversario más dócil que el que no puede hablar. Huber Matos, por disentir, es triturado en un juicio ejemplar: la virtud revolucionaria no es el coraje, sino la obediencia. Y, cuando el sistema necesita una descarga de terror visible, aparece la purga sangrienta: el caso Ochoa, con su teatralidad ejemplar, para recordarle a la élite militar que el uniforme no inmuniza.

Otra variante, comúnmente utilizada, es el borrado. Ahí el paralelo soviético se vuelve casi literal. Tras la muerte de Stalin, viejos pesos pesados como Lázar Kaganóvich y Viacheslav Mólotov fueron apartados, humillados, enviados al ostracismo. Y el propio Nikita Jrushchov, una vez dejó de ser útil, fue desalojado con la misma frialdad burocrática: no hacía falta matarlos; bastaba con expulsarlos de la historia oficial. Un “plan pijama” a la soviética: perder el cargo, el micrófono, el retrato y, sobre todo, el pasado.
En Cuba esa técnica tiene nombre popular: el “plan pijama”. Amaneces sin funciones, sin tribuna, sin biografía. Como les ocurrió a Lage, Pérez Roque, Aldana y otros, la guillotina administrativa no derrama sangre, pero mata reputaciones. En Cuba, la peor condena no es siempre la cárcel: a veces es la desaparición civil.
Y aquí aparece la regla tácita: no todos son comestibles. Por encima del cementerio de comandantes y ministros, sobrevive un núcleo duro, blindado e impune. Con Fidel fuera de escena, el centro gravitacional sigue siendo Raúl Castro y el círculo que garantiza continuidad: mandos militares, seguridad del Estado, gestores del aparato económico. La revolución devora, sí, pero devora hacia afuera: castiga al que puede cargar con la culpa sin alterar el trono. La purga opera como pedagogía interna: disciplina por miedo, cohesión por advertencia.
Con Gil, el mecanismo se actualiza para una Cuba que ya no promete paraísos: administra ruinas. El régimen necesita explicar el desastre sin aceptar su causa real: el modelo. Por eso sacrifica a un tecnócrata y lo convierte en chivo expiatorio. Cuando el hambre no cabe en un parte oficial, la cúpula exige un sacrificio visible.
Por eso la pregunta no es solo por Gil. Es por el próximo. Y es razonable pensar que, si la historia sirve de guía, el siguiente podría ser Díaz-Canel: no porque sea el arquitecto del sistema, sino porque es el rostro administrable del fracaso. En la lógica cubana, la culpa siempre es del otro. Nunca del círculo íntimo que no paga.
Saturno no mata por odio personal: mata para evitar el reemplazo. En Cuba, el poder no se hereda con elecciones: se conserva con purgas. Y cuando el sistema entra en fase terminal, devora con más hambre, no con menos. Gil es la ración más reciente. La mesa sigue servida.
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