
La Amazonia brasileña atraviesa una fase ambiental crítica, mientras científicos y autoridades alertan sobre el crecimiento del 163% en la degradación de sus bosques en los últimos dos años.
Así lo informó un estudio divulgado por la Fundación de Apoyo a la Investigación del Estado de São Paulo (FAPESP) y publicado en Global Change Biology. Aunque la deforestación alcanzó su nivel más bajo en una década, el fenómeno de la degradación —menos visible, pero igual de peligroso— se consolida como uno de los mayores desafíos para Brasil.
Auge de la degradación: el alcance numérico

El trabajo, dirigido por el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) y la Universidad de São Paulo, señala que entre 2023 y 2024 se han degradado 25.023 kilómetros cuadrados de selva amazónica, un área similar a la de Israel.
El 66% de esta superficie sufrió el impacto de incendios forestales, resultado de sequías prolongadas, temperaturas récord y actividades humanas como quemas agrícolas y tala selectiva. Además, el déficit de lluvias y el aumento de temperatura han debilitado la estructura de los árboles, lo que facilita el daño y la pérdida de vitalidad del bosque.
En el mismo periodo, la deforestación disminuyó un 54%, alcanzando 5.816 kilómetros cuadrados. Esta caída se relaciona con mejores políticas de fiscalización, pero no garantiza la salud del ecosistema: una parte significativa del bosque que aún permanece ha perdido funcionalidad ecológica. El paisaje, aunque parece intacto desde lejos, revela degradación al analizar la composición de especies, el estado del suelo y la salud general de los árboles.
Degradación forestal: qué es y cómo se identifica

A diferencia de la deforestación, la degradación forestal no implica la eliminación total de la vegetación, sino la pérdida progresiva de su integridad a causa de daños internos. Incendios, sequías extremas y tala selectiva erosionan los bosques, fragmentan hábitats y reducen su capacidad de regular el clima y albergar biodiversidad. Los datos del estudio indican que la degradación genera entre 50 y 200 millones de toneladas de CO₂ al año, volumen similar al producido por la deforestación en la región.
Esta transformación altera el papel del bioma como sumidero de carbono. Un bosque degradado absorbe menos CO₂ y facilita la emisión de gases de efecto invernadero. La alteración de los ciclos de lluvia agrava las consecuencias, influyendo en la producción agrícola y complicando el suministro de agua en extensas zonas urbanas y rurales de Sudamérica.
Biodiversidad en riesgo y daño persistente
La degradación también se refleja en una pérdida notoria de biodiversidad. Las selvas afectadas experimentan disminución de especies emblemáticas como jaguares, delfines de río, aves y anfibios. Algunas zonas requieren décadas para comenzar a recuperarse y, en ocasiones, jamás recuperan su composición original.
Según Guilherme Mataveli, investigador del INPE, el fuego produce un “daño persistente” y la recuperación de las especies más sensibles resulta incierta: “El fuego deja un daño persistente. Pueden pasar años sin que los árboles más sensibles o grandes animales regresen”, explicó Mataveli.

El monitoreo de la degradación representa un reto tecnológico y logístico. Mientras la deforestación puede identificarse fácilmente mediante imágenes satelitales, detectar la degradación exige herramientas de alta resolución, análisis del follaje y observación en campo.
Obstáculos para la respuesta ambiental
La degradación suele quedar fuera de los registros oficiales, lo que entorpece la elaboración de políticas públicas efectivas. Según los especialistas, es imprescindible priorizar la restauración y el manejo de áreas degradadas junto con la reducción de la tala para salvaguardar la Amazonia, ya que el daño se traduce directamente en la vida de miles de comunidades indígenas y ribereñas, cuya subsistencia depende de un ecosistema sano y resiliente. Estas poblaciones ven amenazados sus recursos para la alimentación, la medicina natural y la protección frente a eventos extremos, además de enfrentar riesgos crecientes de desplazamiento y vulnerabilidad.
En el ámbito internacional y en vísperas de la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático de 2025, en Belém, (COP30), Brasil deberá mostrar resultados ante los compromisos asumidos: reducir entre 59% y 67% las emisiones netas de gases de efecto invernadero para 2035 y restaurar millones de hectáreas de bosques.

Estrategias para revertir el daño
Expertos coinciden en que frenar la degradación requiere un enfoque integral: reforzar la prevención de incendios, restaurar áreas dañadas, adoptar prácticas agrícolas responsables e incluir a las comunidades locales en las labores de vigilancia y gestión. Los mercados de carbono bien implementados pueden aportar incentivos económicos reales para la conservación, siempre que aseguren beneficios efectivos y equitativos a quienes protegen la selva.
La experiencia reciente demuestra que las medidas ambientales inconsistentes y los controles insuficientes han facilitado el avance discreto de la degradación. Por eso, el desafío actual es mantener este problema en el centro de la agenda ambiental y reforzar la cooperación tanto nacional como internacional.
La degradación forestal representa una amenaza silenciosa para la Amazonia, que avanza sin radares, ni comunicación por radio, debilitando el equilibrio ecológico aún donde la deforestación parece bajo control. El futuro de la región está condicionado por la capacidad de invertir en ciencia, fortalecer la gobernanza ambiental y transparentar las estrategias de restauración. Actuar ahora resulta imprescindible para preservar un patrimonio natural que sostiene a Brasil y al mundo.
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