Cómo prevenir la corrupción

No es la enfermedad, sino el síntoma; por ello las autoridades del área deben estudiar la cadena de valor de cada actividad estatal para reducir los nichos de oportunidad

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Hace un tiempo vengo sosteniendo que, contrariamente a lo que parece creer la dirigencia política en la Argentina, la corrupción no es un asunto esencialmente moral ni cultural y que no puede resolverse con propuestas vinculadas al sistema penal pues éste, por naturaleza, siempre llega luego de ocurridos los hechos y los daños. Dado que la corrupción no es la enfermedad sino el síntoma (de déficits de diseño y gestión institucional en cada área del Estado), sólo puede ser atacada con cierta efectividad resolviendo esos problemas estructurales subyacentes. Por ello, sugerí que la ciudadanía debía aprovechar la ventana de oportunidad que ofrecían las elecciones presidenciales, exigiéndole a las candidatas y candidatos ideas concretas para superar las denuncias y la acumulación de proyectos de reforma al Código Penal y comenzar a trabajar desde una visión preventiva.

La corrupción ni siquiera logró convertirse en tema de campaña

Lamentablemente, la corrupción ni siquiera logró convertirse en "tema de campaña". Los candidatos del Frente para la Victoria no la mencionaron, mientras que los de Cambiemos y el Frente Renovador apenas arañaron su superficie con propuestas vinculadas al sistema penal, tales como la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción (idea que he defendido aquí), la ley del "arrepentido", la extinción de dominio o la promesa de garantizar la independencia del Poder Judicial. En cuanto al enfoque preventivo, se destacó la sugerencia de Margarita Stolbizer de constituir fideicomisos ciegos que administren el patrimonio de los funcionarios, idea que el periodista Luis Majul viene defendiendo en las últimas semanas. Por su parte, Mauricio Macri hizo algunas referencias al gobierno abierto y a la transparencia, en el marco de un discurso general de campaña que subrayó de modo recurrente la necesidad de reconstruir el respeto a la ley y a "las instituciones", garantizar la independencia de los poderes y rescatar los valores republicanos.

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En este contexto, la definición de las elecciones permite preguntarnos qué hará el gobierno entrante con el problema de la corrupción y, en todo caso, si ello nos acercará al cambio o a la continuidad. Es decir, si habrá cambios a nivel de la política anticorrupción, no si habrá más o menos corrupción. Por supuesto, habrá que esperar un tiempo para evaluar la política de la nueva administración en esta materia. Pero las decisiones anunciadas a partir del 22 de noviembre y las declaraciones de los futuros funcionarios permiten deducir cuatro puntos significativos que vale la pena analizar y, por lo demás, es un momento oportuno para sugerir algunos cambios fundamentales.

Lo primero que se puede decir es que, en términos de discurso, el gobierno entrante ha adoptado una posición de fuerte compromiso con el tema: (a) el presidente electo señaló que será implacable con la corrupción y dijo textualmente "funcionario que roba, funcionario que lo echo" (sic); (b) la futura titular de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso, dijo que Macri le pidió "impunidad cero, para atrás y para adelante"; y (c) el futuro Ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca, Ricardo Buryaile, indicó que el presidente electo le dijo expresamente que "no toque un peso ajeno ni permita que nadie lo haga". Puede parecer menor, pero el discurso forma parte de la política. En este sentido, el cambio que se advierte es una primera buena señal, que establece las bases para una política anticorrupción eventualmente distinta (lo que en inglés se denomina "tone at the top"). Es crucial que el gobierno logre mantener este tono y que lo cumpla con rigurosidad, predicando con el ejemplo para no incumplir las fuertes expectativas sociales.

El gobierno parece pensar que tiene un rol importante que cumplir para el avance de las causas por corrupción

El cambio a nivel discursivo permite entrever una segunda señal: el gobierno parece ser de la idea de que tiene un rol importante que cumplir para el avance de las causas judiciales por hechos de corrupción. Esto es cierto por buenas y malas razones. Por un lado, los poderes vinculados al sistema penal suelen activar estos procesos cuando un cambio de gobierno genera indicios de querer avanzar, aunque en general vuelven al letargo cuando se trata de investigar a los nuevos funcionarios. Esa es la mala razón. La buena es que las profundas reformas que se requieren para mejorar la efectividad del sistema penal en causas de corrupción (y en procesos de criminalidad económica compleja en general) dependen de un fuerte impulso político. A esto debería apuntar el gobierno de Macri para atacar la corrupción desde el punto de vista penal. Para ello debe negociar las leyes que propuso en la campaña (imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, ley del "arrepentido" y mejoras en materia de recupero de activos). Pero también debe promover reformas estructurales del proceso penal, del Poder Judicial, del Ministerio Público y de la profesión. El nuevo Código Procesal Penal de la Nación y el traspaso de la justicia ordinaria a la Ciudad de Buenos Aires serían avances importantes en este sentido.

Pero, debido a la incapacidad intrínseca del sistema penal para resolver el problema de la corrupción, lo que más debe importarnos es qué señal ha dado el gobierno entrante en materia preventiva. Ello se vincula con el futuro de la Oficina Anticorrupción (OA). La OA fue creada en 1999 por el art. 13 de la Ley N° 25.233. Su objetivo es elaborar y coordinar programas de lucha contra la corrupción en el sector público nacional y, junto con la ex Fiscalía de Investigaciones Administrativas, realizar investigaciones preliminares respecto de agentes del Estado y de asociaciones o instituciones que tengan como principal fuente de recursos el aporte estatal, así como efectuar denuncias cuando la conducta investigada pueda constituir delito. Además, el Decreto N° 102/99 (reglamentario de la ley) le otorgó competencia para recibir denuncias, para constituirse en parte querellante en los procesos en que se encuentre afectado el patrimonio del Estado y, en materia preventiva, para llevar el registro de declaraciones juradas, evaluar y controlar su contenido, elaborar programas de prevención y promoción de la transparencia y, finalmente, asesorar a los organismos del Estado en la implementación de este tipo de políticas.

La OA tiene, pues, dos tareas cruciales: prevenir e investigar. Para ello cuenta con la Dirección de Planificación de Políticas de Transparencia (realiza estudios, planifica políticas y asesora a organismos del Estado) y con la Dirección de Investigaciones (recibe denuncias, investiga, promueve sumarios administrativos y acciones judiciales civiles o penales) que, a la vez, dependen del titular del organismo, denominado Fiscal de Control Administrativo. Los tres funcionarios son designados y removidos por el presidente de la Nación a propuesta del titular del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Se trata, en consecuencia, de un organismo dependiente del Poder Ejecutivo.

Es impensado que la Oficina Anticorrupción continúe como un órgano dependiente de aquellos a quienes debe investigar

¿Qué señales ha dado el gobierno electo respecto de sus planes para la OA? Por un lado, durante la campaña Mauricio Macri indicó que su gobierno crearía una agencia anticorrupción con competencia para investigar al propio presidente de la Nación. Sin mayores precisiones, no fue posible saber si esto implicaría cambios en la estructura del organismo, pues lo cierto es que ésta ya es una agencia anticorrupción que tiene facultades para investigar al Presidente (del cual depende vía Ministerio de Justicia). No obstante, a aquella declaración podemos agregarle ahora lo que ha dicho la diputada Laura Alonso, quien, según se ha anunciado, será designada titular de la OA. Alonso ha indicado que tiene un proyecto para modificar el organismo y transformarlo en un ente "descentralizado, autárquico y autónomo". Esta señal es claramente positiva. Es impensado que el área continúe operando como un órgano dependiente de aquellos a quienes debe investigar. La OA debe ser transformada en una agencia con autarquía administrativa y financiera, para lo cual ayudaría disponer un destino legal específico sobre los activos decomisados en causas de corrupción.

Por otra parte, nos encontramos con el futuro nombramiento en sí. En los últimos días se ha cuestionado la eventual designación de la diputada Alonso debido a que el mencionado decreto N° 102/99 exige que el Fiscal de Control Administrativo tenga no menos de seis (6) an?os en el ejercicio de la profesio?n de abogado o ide?ntica antigu?edad profesional en el Ministerio Pu?blico o en el Poder Judicial, requisito que ella no reúne. Al respecto, la propia Alonso ha señalado que la norma será reformada, modificándose "el nombre, el cargo y el perfil del titular porque no solo un abogado puede investigar la corrupción, lo puede hacer un sociólogo, un antropólogo, un psicólogo y hasta un especialista en sistemas de información".

Estoy de acuerdo con la diputada. Es muy probable que el requisito haya sido pensado debido a las funciones de litigio que tiene la OA (recibir denuncias, investigar, denunciar, constituirse en querellante). Pero lo cierto es que, tratándose de una agencia y no de un cargo unipersonal (como sí lo es el de un fiscal o un juez), no parece indispensable que su titular sea abogado, sino que bastaría con que contara con personal capacitado. Ello se hace evidente cuando se considera que, desde la visión que defiendo, la OA debería concentrarse mucho más en la elaboración de políticas preventivas que en la investigación ex post. Lo importante es que se trate de una persona versada en la materia y tal parece ser el caso de la diputada Alonso, quien cuenta con estudios en ciencia política y administración pública, así como con el antecedente de haber sido Directora Ejecutiva de la Fundación Poder Ciudadano, capítulo de Transparencia Internacional en la Argentina.

La independencia de la OA reside también en la designación de sus autoridades que debería ser por concurso

Pero, además de la cuestión del perfil profesional, la eventual designación de Laura Alonso nos lleva de vuelta al primer punto: la independencia del organismo, aspecto crucial si se busca crear una agencia con capacidad real de "investigar al poder" y, lo que es más importante, de marcar sin ataduras qué debe cambiar en cada sector del Estado para prevenir hechos de corrupción, pues ello seguramente implicará reducir la discrecionalidad de los propios funcionarios de los que actualmente depende. Y es que la autonomía de un organismo no se asienta únicamente en su ubicación institucional ni en su dependencia económica (a lo que se dirige la autarquía que ha prometido Alonso). La independencia reside también en la designación de sus autoridades: en este caso, del Fiscal de Control Administrativo y de los titulares de la Dirección de Planificación de Políticas de Transparencia y de la Dirección de Investigaciones (o de las áreas que las reemplacen).

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En este aspecto, el nombramiento de Alonso es cuestionable, pues se trata de una diputada del partido de gobierno. El hecho de que el presidente electo le haya pedido "impunidad cero" hacia el pasado y el futuro no obsta a esta crítica, pues el rasgo característico de la independencia es, justamente, que no puede supeditarse a las buenas intenciones de quien la otorga, sino que debe ser garantizada con mecanismos institucionales. En consecuencia, es de esperar que, además de cambiar el perfil de su titular y otorgarle autarquía administrativa y financiera, la reforma de la OA que se ha anunciado incluya la designación de su titular y principales autoridades por concurso público, lo que debería aplicarse para los nombramientos que realice el nuevo gobierno. Por lo demás, es esencial que se designe a personas no sólo calificadas técnicamente, sino también independientes del partido de gobierno. Capacidad técnica e independencia política son condiciones sine qua non. La OA no cambiará con menos que eso y, por lo tanto, tampoco lo hará la política anticorrupción.

Por último, más allá de la estructura que tendrá la futura OA y de cómo se designará a sus autoridades, debemos preguntarnos cuál será la impronta de su tarea. ¿Va a concentrarse en la persecución penal -herramienta ineficaz por naturaleza- o va a poner todos sus esfuerzos en modificar las estructuras del Estado que permiten la corrupción? Habrá quienes estén tentados de contestar: ¡las dos cosas! Pero lo cierto es que los recursos son escasos. El presupuesto de la OA en 2015 fue de $16.955.657 (6,6% del total del presupuesto del Ministerio de Justicia de la Nación, excluyendo lo correspondiente al Servicio Penitenciario Federal) y la cantidad de cargos fue de 51 personas (sobre un total de 2591 en el Ministerio), que representan el 72,83% del total del gasto presupuestario del organismo ($12.349.773). En pocas palabras: no se puede hacer todo. Las nuevas autoridades tendrán que priorizar tareas, como lo hizo (mal) la actual dirección del organismo cuando en su política presupuestaria dispuso cinco metas de las cuales cuatro se corresponden con actividades vinculadas al proceso penal y sólo una puede considerarse preventiva (el control de las declaraciones juradas de los funcionarios). ¿Hará lo mismo la nueva OA o producirá un verdadero cambio orientando su energía a políticas concretas de prevención?

Hay que vencer la resignación que subyace a la aparente tolerancia cultural frente a la corrupción

Desde una visión preventiva, un cambio en serio exige que la OA desarrolle tres tareas cruciales que podrían insumir buena parte de sus recursos. Primero, apuntar a vencer la resignación que subyace a la aparente tolerancia cultural frente a la corrupción, midiendo sus costos a niveles micro y divulgándolos de modos sencillos de comprender y con mayor potencial de impacto en la sociedad. Después de la mal llamada "tragedia" de Once empezamos a entender aquello de que "la corrupción mata". Es hora de que veamos cuánto, cómo, dónde y por qué.

Segundo, la OA debe asesorar al gobierno para que este negocie algunas leyes generales e implemente programas básicos de transparencia y control, tales como: (a) ley de acceso a la información pública; (b) ley de compras públicas y sistema de compras públicas electrónicas; (c) gobierno abierto y datos abiertos; (d) nueva ley de ética pública que recupere criterios comprehensivos de declaraciones juradas y supere el fracaso de la nunca conformada Comisión Nacional de Ética Pública; (e) ley que regule la Auditoría General de la Nación de conformidad con el art. 85 de la Constitución Nacional; y (f) creación de una agencia anticorrupción que reemplace a la OA en los términos ya indicados de autarquía, independencia, prioridades; etc.

El organismo debe estudiar la cadena de valor de cada actividad estatal para reducir los nichos de oportunidad

Tercero, no se debe confundir la transparencia con la lucha contra la corrupción. Las normas y programas generales de transparencia son tan sólo el punto de partida. La tarea más importante que debe desarrollar la OA es la generación de políticas preventivas sectoriales. El organismo debe estudiar la cadena de valor de cada actividad estatal (educación, salud, energía, defensa, fuerzas de seguridad, etc.) para reducir los nichos de oportunidad (los "agujeros" por los que se cuela la corrupción) e incrementar los incentivos y capacidades de control público y social de cada área. Este análisis es esencial, pues la corrupción tiene particularidades sectoriales que demandan enfoques "customizados", como lo demuestra el transformador estudio Las múltiples caras de la corrupción: aspectos vulnerables por sectores, elaborado en 2009 por especialistas del Banco Mundial. El enfoque sectorial también puede ser adoptado directamente por cada cartera de gobierno, como se hizo en 2012 con la experiencia piloto del Ministerio de Seguridad.

El área más sensible es el sistema de compras públicas

La última señal que quiero analizar se vincula con el área que, desde el punto de vista del enfoque sectorial de la corrupción, aparece como la más sensible, (especialmente en países en vías de desarrollo) y sobre la cual, por tanto, el gobierno entrante debería poner toda su atención. Me refiero al sistema de compras públicas y, más específicamente, a la obra pública, que en los últimos años concentró buena parte de las causas de corrupción. Durante la campaña, el futuro ministro del Interior, Rogelio Frigerio, señaló que el gobierno tiene un plan de inversión de 120 mil millones de dólares, para el cual se propone dar el ejemplo con "una política de extrema transparencia con las licitaciones de infraestructura". El mensaje es contundente y muy positivo. Sin embargo, lo cierto es que será imposible contar con una ley de compras relativamente decente antes de que comience a implementarse el programa de infraestructura y un plan transparente es impensado bajo el precario régimen de adquisiciones vigente. En consecuencia, si quiere generar un piso básico de transparencia y prevención de la corrupción el gobierno debería dictar un decreto de autolimitación, disponiendo mecanismos tales como: (a) elaboración participada de pliegos generales y particulares; (b) testigos sociales; (c) acceso irrestricto, en línea y en tiempo real a los expedientes completos de compra por parte de cualquier ciudadano; (d) publicación de datos en formato abierto y promoción de su reutilización por parte de la sociedad civil; (e) mecanismos transaccionales de compra electrónica; (f) declaraciones de integridad; (g) cláusulas anticorrupción fundadas en prueba indiciaria; (h) participación ciudadana directa de los beneficiarios de cada obra pública en todo el proceso; y (i) conducto eficaz de denuncia ante el área competente del Ministerio Público Fiscal, la Auditoría General de la Nación y la Sindicatura General de la Nación.

El gobierno entrante ha dado buenas señales a nivel de discurso, pero deberá trabajar mucho para cumplir con las expectativas sociales. Además de negociar las reformas penales que propuso durante la campaña, tendrá que garantizar que la OA opere con capacidad técnica e independencia política. Y, lo que es más importante, deberá priorizar un enfoque preventivo serio basado en estudios sectoriales que permitan reducir la corrupción en cada área del Estado. El ambicioso plan de infraestructura que se ha anunciado es una excelente oportunidad para demostrar con hechos concretos el compromiso de producir un verdadero cambio en materia de corrupción en la Argentina.

La autora es especialista en criminalidad económica, control de la corrupción y compras públicas. Master en Derecho (Universidad de Yale)

Este artículo fue publicado originalmente en Bastión Digital