El hombre que nadó en aguas heladas para unir las islas Malvinas: “No le podía fallar a mis amigos que estuvieron en la guerra”

Guillermo Sivori cruzó el estrecho San Carlos que separa las islas Soledad y Gran Malvina. “Mi objetivo era recordar la gesta de 1982″, explica

Así nadaba Guillermo Sívori en el estrecho San Carlos, Malvinas

Guillermo Sivori, ingeniero y nadador, nunca pisó las trincheras de las Malvinas durante la guerra de 1982, pero hizo del recuerdo su forma de batalla. Desde la serenidad de su casa en Cariló, afirma: “Diez de mis mejores amigos participaron del conflicto en el Atlántico Sur. Yo quedé como reservista y no haber estado en las islas fue una frustración”.

Allí comienza la historia de un hombre que eligió el Atlántico Sur como escenario para honrar a quienes dejaron todo en la guerra. “Quiero dejar bien en alto la gesta de Malvinas. Tanto los veteranos sobrevivientes que volvieron como los 649 soldados que dieron su vida por la patria”, explica Sivori.

Años después de aquel conflicto que marcó una generación, Guillermo —al que en el Liceo Militar todos llamaban Willie— decidió unir las dos islas de Malvinas en un solo gesto físico y simbólico: nadar el estrecho San Carlos, ese canal gélido que separa las orillas de Soledad de Gran Malvina.

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Guillermo Sivori se hidrataba cada media hora para poder cumplir la travesía en Malvinas

Entre la historia y el agua helada

Su motivación tiene rostros y nombres propios. “Uno de mis amigos combatió en Gran Malvina y los otros en Soledad, en las cercanías de Puerto Argentino. Entonces, mi idea es unir ambas orillas. Además, la importancia del estrecho San Carlos que en 1982 sufría el asedio de las tropas inglesas. No se podía cruzar nada. Ni provisiones ni armamento”, detalla Guillermo.

Sobre sus hombros cayeron los relatos de aquel estrecho bloqueado, la división física y espiritual entre los combatientes. Al lanzarse a cruzarlo, Sivori buscaba algo más que una hazaña deportiva: “Es un aporte a la batalla cultural, para que el tema no quede en el olvido”, insiste.

No estuvo solo. Su hijo Martín viajó con él y cumplió allí 25 años, un detalle simple pero cargado de peso simbólico. El día señalado, el acceso a San Carlos era imposible por tierra para alguien que quiere nadar: hay que llegar por barco, saltar al agua desde una piedra en la isla Soledad.

Guillermo Sivori en el arranque de la travesía por el estrecho San Carlos

Los minutos previos tienen sabor a rito de paso. Guillermo mira el horizonte, siente la presión del viento y el mar, y piensa en los amigos que, más de cuarenta años atrás, enfrentaron la guerra. Luego, se zambulle junto a otros cinco nadadores. El frío los recibe como una bofetada.

El estrecho como campo de batalla íntimo

“Me tocaba hacer unos 4.500 metros en las aguas heladas del Atlántico Sur. El mar estaba a 7 grados centígrados y el ambiente en 5 grados”, rememora Guillermo, con una calma que parece ajena a las cifras.

Allí, rodeado de esa vastedad, el nadador entra en trance. Nada importa más que la siguiente brazada, la regularidad de la respiración. Todo lo demás —el calendario, la historia, las expectativas— se disuelve en el oleaje.

“Estaba en una situación de trance. Concentrado en lo que estaba haciendo —explica—. El mar es de un color muy transparente, pero por su profundidad no tiene un color tan claro. Eso sí, es mucho más salado que en nuestra costa atlántica bonaerense”. A su alrededor, el agua lo envuelve, lo aísla. Las referencias de tierra se borran hasta quedar solo el nadador y el océano.

Guillermo Sivori cerca del inicio de s aventura con la isla Soledad de fondo

Cada treinta minutos, la realidad irrumpe bajo la forma modesta de una taza humeante. “Me daban un té caliente, algo de hidratos de carbono y sal”, narra. Pequeños anclajes contra el avance del frío.

Sivori reconoce que este cruce fue su máximo desafío, incluso para alguien acostumbrado a enfrentarse al mar. “Hay momentos en que estás en el medio del océano sin referencias de tierra en el horizonte. Eso nunca me había pasado”.

Derrotados por el frío, vencidos por el cuerpo

La travesía no estuvo exenta de percances. Dos de los compañeros de Guillermo sufrieron hipotermia, y una joven nadadora se descompensó, incapaz de terminar el cruce. El océano no concede treguas y el agua, incluso cubierta por neoprene, muerde hasta el hueso. “Yo estoy acostumbrado al mar, que es muy distinto a nadar en pileta —aclara—. En el océano tenés que hacer la brazada al ritmo de la ola. Si te ponés a pelear contra el mar, listo, perdiste”.

En la superficie, el espectáculo natural despliega formas y sombras inesperadas. Entre los nadadores, lobos de mar, delfines y pingüinos se deslizan cerca de Guillermo. “Fue maravilloso porque pasa todo al mismo tiempo. El plan para cumplir la travesía, lo maravilloso del paisaje y el recuerdo de mis amigos que estuvieron en las islas en 1982”, relata Sivori.

Guillermo Sivori con la bandera de la promoción 37 del Liceo Militar

Pero la naturaleza también es una amenaza constante. “Nadaba con las fuerzas que me quedaban. También sentía que me entraba agua por el traje de neoprene y me preocupaba. Quería terminar el cruce. En esos momentos, pensaba: mis amigos estuvieron en condiciones mucho peores y en medio de una guerra. Yo termino de nadar y me esperan con una comida caliente y con abrigo. No les podía fallar”, se sincera Guillermo.

Las huellas de la guerra

Unos días antes de lanzarse al estrecho, Sivori y su hijo llegaron a las islas para aclimatar el cuerpo y el alma. “Hicimos dos entrenamientos en el mar antes de esperar el día de mejor clima para poder cruzar el estrecho San Carlos”, detalla, como quien enumera los rituales previos al gran salto.

No faltaron las visitas. El cementerio de Darwin, donde yacen 237 soldados argentinos, fue un alto obligado. También sumaron el recorrido de las antiguas posiciones de combate junto a Marcelo Vallejo, un veterano que conoce cada pliegue de la geografía marcada por la guerra.

Durante la travesía, cada brazada es una confesión: “En ese estrecho que estaba cruzando, habían pasado 150 barcos ingleses, algunos hundidos por los aviones argentinos”, subraya Sivori.

Guillermo Sivori visitó el cementerio de Darwin en Malvinas (Matías Arbotto)

La definitiva orilla de Gran Malvina

La costa de la Gran Malvina aparece ya cerca. Desde lejos, las piedras y las rocas dibujan un relieve hostil y hermoso. El bote que acompaña a Guillermo decide que la travesía llegó a su fin a unos pocos metros de la rompiente. Llevar la brazada más allá sería tentar al océano y arriesgarse a que el mar lo arrastre contra las piedras. “Si me iba más a la rompiente, el mar me podía arrastrar contra las piedras. Era muy peligroso”, admite el nadador, el cansancio dibujado en el rostro.

El cruce se da por cumplido y, aunque la orilla parece inalcanzable, la travesía ha reparado metafóricamente la fractura de aquel 1982: la unión de las dos islas, la reivindicación de los que lucharon y de los que murieron.

De regreso a la calma, el eco de los veteranos

El regreso a casa no fue sencillo. “Fueron unas 40 horas sin dormir hasta llegar otra vez a Cariló. Recién ahí pude descansar y caí en lo que había hecho. Me saludaron y me agradecieron muchos veteranos porque se volvió a hablar de Malvinas, de lo sucedido en 1982”, cuenta Guillermo, un alivio casi tímido.

El cruce del estrecho San Carlos, más que un gesto deportivo, se instala como un puente entre el pasado y el presente.

Guillermo Sivori sobre el final de su travesía en Malvinas

Hay imágenes que se repiten: los pies húmedos y el fusil en las manos de quienes combatieron, el frío clavándose en la carne, los ingleses avanzando, el sonido constante del viento. Guillermo Sivori nada, pero lo que impulsa sus brazadas no es solo una causa personal o deportiva. Lleva el mandato de no olvidar lo que sucedió en las islas. Recordar por siempre a los veteranos que después de pisar las rocas del Atlántico Sur, nunca más volvieron a ser los mismos.

El mar es testigo de esta pequeña ofrenda. La travesía de Sivori devuelve a la conversación pública la herida abierta de Malvinas. El sacrificio de los jóvenes convertidos en soldados.

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