Más rituales y menos rutinas en la escuela

Es necesario enseñar con la decisión docente y el aval institucional para dejar de plantear cuestiones memorísticas y mecánicas y dar lugar a lo singular que tiene cada estudiante

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Sería interesante educar con el asombro, que los niños y niñas vuelvan a sorprenderse frente a un nuevo desafío escolar y tengan siempre ganas de aprender (Foto NA)
Sería interesante educar con el asombro, que los niños y niñas vuelvan a sorprenderse frente a un nuevo desafío escolar y tengan siempre ganas de aprender (Foto NA)

La escuela siempre está apurada. En realidad, los niños y niñas no, somos las/os docentes y directivos quienes corremos para llegar a tiempo con la planificación, para cerrar las notas, para cumplir con los mandatos ministeriales y para poder enseñar y que los estudiantes aprendan de la mejor manera posible. Sin embargo, la pregunta que continúa sería o debería ser: ¿estamos educando bien? ¿Estamos formando personas que puedan afrontar el mundo de hoy? ¿Estamos ayudando a que las relaciones sean más humanas?

En estos tiempos, el apuro parecería ser un sinónimo de estar ocupado. Y en ese correr cotidiano educamos no sólo en el aula, sino también en casa. Vamos y venimos, resolvemos problemas que no siempre son fundamentales en nuestra vida. Entonces, educamos -necesitamos- alumnas/os sensatas que puedan concretar en menos tiempo posible diversas situaciones que les permitan afrontar los avatares diarios y que aprendan a ser productivos para la vida de hoy. En consecuencia, enseñamos a resolver problemas en el menor tiempo posible, premiamos a quien entrega primero y pocas veces aprenden a disfrutar de esa actividad o de esa disciplina que – comúnmente- estudian mecánicamente para afrontar el reto escolar.

En relación con esto, Catalina L´Ecuyer hace una interesante distinción entre rutinas y rituales en la escuela: “La rutina, como una repetición monótona de actos mecánicos inconscientes, aburridos y sin sentido, puede alienar a los niños, niñas y personas adultas. En cambio, el ritual es una rutina con sentido, humanizada y consciente”.

Las hermanas Cossettini, reconocidas maestras que llevaron una experiencia novedosa en Rosario entre los años ‘35 y ‘50, señalaban la importancia de educar en la sensibilidad más que en la sensatez. Es por eso que las clases de arte estaban entramadas en las horas de clases, en las que la música, la plástica, la danza y el teatro se imbricaban con lengua o ciencias sociales y fomentaban la educación de niños sensibles.

En este sentido, sería interesante educar con el asombro, que los niños y niñas vuelvan a sorprenderse frente a un nuevo desafío escolar y tengan siempre ganas de aprender.

En Filosofía, el concepto de asombro surge en Grecia. Por un lado, Platón plantea que es lo que nos permite que se revele la verdad, es lo que hace desaparecer la sombra encontrando la luz, y, por otro, la postura de Aristóteles, quien sostiene que es una concientización de la necesidad de investigar y esto lleva a indagar para resolver todas las dudas que aparecen a partir de la realidad. Siglos más tarde, Heidegger plantea que es una consecuencia de la investigación, en la que todos los objetos se encuentran cubiertos de una niebla que los vuelve indiferentes u opacos y cuando dicho objeto se revela, nos asombra.

Si tomamos este concepto filosófico y lo llevamos a nuestra vida cotidiana en el aula, en esta irrupción de lo imprevisible, se produce el aprendizaje. Y es allí, cuando los/as docentes sentimos una gran plenitud ya que nuestros alumnos y alumnas disfrutan del proceso.

Para ello, hay que permitir que vuele la imaginación en las clases, que los/as estudiantes formulen hipótesis, que desarrollen un pensamiento divergente, que puedan resolver problemas a los que no están acostumbrados, que puedan extrapolar, codificar, decodificar y comparar. Pero esto es necesario enseñarlo y necesita de decisión docente y aval institucional, dejando de plantear cuestiones memorísticas y mecánicas para dar lugar a lo singular que tiene cada una/o.

El español Hoyuelos Planillo sostiene que invadir el espacio infantil, entrar por la fuerza en su mundo, violentar su quietud o silenciar agresivamente su ruido, son formas de relación deseducativas. Por más que pensemos que es por su bien o para responder a sus necesidades, esa forma de intervenir quebranta el necesario respeto a su dignidad, especialmente si se tiene en cuenta que, a edades tempranas, se carece de respuesta a nuestras invasiones.

La escuela y sus docentes tenemos que plantearnos más rituales y no tantas rutinas, en las que los pequeños gestos cotidianos estén basados en el respeto y en el buen trato; donde los niños lleguen con ganas de seguir aprendiendo cada día y sientan que allí encuentran la felicidad.

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