Cristina no habla pero convalida los escraches

Al odio y la violencia que se expresa en un escrache hay que agregarle algo propio de la cultura kirchnerista que también se emparenta con el nazismo y el fascismo: la idea de cierta superioridad moral que le daría derecho a insultar

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Cristina Kirchner
Cristina Kirchner

Ayer sufrió el último el ministro de Educación, Alejandro Finocchiaro, en la inauguración de la Tercera Conferencia Regional de Educación que se celebró en Córdoba.

Finocchiaro no pudo realizar en paz su discurso de cierre, porque estudiantes y docentes que se identificaron como "pankirchneristas" lo abuchearon con fuerza, que es una manera de insultar.

Días atrás hizo lo mismo una militante kirchnerista en el exterior, a la salida de una oficina pública en Nueva York, contra el jefe de gabinete Marcos Peña, a quien le regaló el título de "gorila del año" y lo persiguió con una banana en la mano, mientras un pequeño grupo de apoyo gritaba y su alrededor terminaba la faena con el canto "adonde sea los iremos a buscar".

Algo parecido hicieron durante la inauguración de la Feria del Libro docentes y estudiantes contra los ministros de Cultura de la Nación, Pablo Avelluto y de la Ciudad, Enrique Avogadro.

Todas estas acciones, igual que el último escrache al presidente Mauricio Macri en Tandil, en mayo de 2017, organizado por La Cámpora, fueron convalidadas por la expresidenta Cristina Fernández, con su aprobación en silencio.

Los escraches siempre son cobardes, porque se disparan de manera sorpresiva, no consensuada y configuran invitaciones para el ataque masivo, la mayoría de las veces no identificado, contra una persona, que, en general, no está en condiciones parejas para defenderse.

Quizá el antecedente histórico más adecuado para comprender la mecánica del escrache se remonta a abril de 1931, pocos días después de que Adolfo Hitler asumiera como canciller. Se trató de una serie de acciones para señalar casas y comercios de profesionales judíos, a los que pintaban la estrella de David con los colores amarillo y negro. Lo protagonizaron los grupos paramilitares denominados SA. Estos escraches son considerados, por algunos historiadores, como la primera de un conjunto de iniciativas que terminaron con la llamada Solución Final.

No hay escraches buenos y escraches malos. No hay escraches mejores o peores. Son tan repudiables los que sufrieron en su momento Axel Kicillof, cuando estaba con su hijo en brazos a borde del Buquebús, como Domingo Cavallo, cuando lo atacaron a huevazos en el medio de una conferencia.

Al odio y la violencia que se expresa en un escrache hay que agregarle algo propio de la cultura kirchnerista que también se emparenta con el nazismo y el fascismo: la idea de cierta superioridad moral que le daría derecho a insultar, atacar y denigrar al otro, solo por considerarse superior, sin la más mínima base científica ni lógica que lo justifique.

Cristina Fernández y Hugo Moyano introdujeron variantes a los escraches clásicos que son tan generadores de violencia como los más tradicionales.

La variante de la última hora es señalar con nombre y apellido, en sus discursos públicos y masivos, a contribuyentes y ciudadanos, a quienes luego sus seguidores atacarán, para congraciarse con su líder mesiánico.

Lo hizo Cristina con el abuelito que compró 10 dólares para regalarle a su nieto y también el líder camionero, cuando me insultó, ante la excitación de sus custodios y guardaespaldas. Por ese tipo de conductas es que la mayoría de los argentinos los repudia y los rechaza.

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