Fue guardavidas, actor de Hollywood y presidente de un sindicato: la vida de Ronald Reagan antes de provocar el fin de la Guerra Fría

Salvó la vida de 77 personas, filmó más de cincuenta películas de las denominadas de “Clase B” y dirigió el sindicato de actores, pero la historia lo recuerda como el presidente de los Estados Unidos entre 1981 y 1989, que aceleró el cese de la Guerra Fría. La vida y la obra de un acérrimo anticomunista que sobrevivió a un atentado y que extremó su política conservadora y militarista

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"Siempre tenía una grata sonrisa, hablaba con suavidad, era cálido y parecía protector. Creía que, de esa forma, las ideas conservadoras que proponía no resultaban ni desagradables, ni malas”, lo describió el historiador Julian Zelizer (Diana Walker/Getty Images)
"Siempre tenía una grata sonrisa, hablaba con suavidad, era cálido y parecía protector. Creía que, de esa forma, las ideas conservadoras que proponía no resultaban ni desagradables, ni malas”, lo describió el historiador Julian Zelizer (Diana Walker/Getty Images)

Gobernó a los Estados Unidos durante dos mandatos, ocho años, en los que puso a aquel país patas arriba, o casi. Y al mundo también. O casi. Ni bien asumió, el 20 de enero de 1981, y sin mover un dedo, solucionó un conflicto internacional: las huestes del poderoso imán Ruhollah Khomeini pusieron en libertad a cincuenta y dos rehenes a los que había retenido durante cuatrocientos cuarenta y cuatro días en la tomada embajada americana de Teherán. A casi dos meses de asumir salvó su vida de milagro cuando un desequilibrado mental, John Hinckley, le vació el cargador de su pistola a la salida de un hotel de Washington. Intentó reactivar, y lo logró en parte, la alicaída economía de Estados Unidos en los años 80, inició una feroz campaña contra el comunismo, aliado al Papa Juan Pablo II y a su alter ego británica, la implacable Margaret Thatcher, con la que jugó codo a codo durante la guerra de Malvinas de 1982. Ideó un improbable escudo universal de misiles, clave de su visión de la defensa estratégica, invadió la isla de Grenada para acabar con un gobierno comunista, vendió armas a su anterior enemigo, Irán, para usar el dinero en el financiamiento de la guerrilla antisandinista nicaragüense, en 1986 bombardeó el palacio presidencial de Libia para terminar con la vida de Muamar el Gadafi, al año siguiente se plantó frente al Muro de Berlín para exigirle al líder soviético Mikhail Gorbachov: “¡Tire abajo este Muro!”. Y encarnó finalmente la imagen de una revolución conservadora que tuvo más de lo segundo que de lo primero, y que influyó en las economías de muchos otros países, en especial de las llamados “en vías de desarrollo”.

Y todo lo hizo Ronald Reagan, que nació el 6 de febrero de 1911, hace ciento doce años, con un aire casi de bonhomía, de placidez casi, con un humor a prueba de balas y una voz de locutor de radio de los años 40, que lo convirtieron, junto con una buena dosis de publicidad, en “el gran comunicador”.

Sin embargo, siempre que se habla de Reagan y de sus dos gobiernos, entre 1981 y 1989, casi nunca se menciona entre sus logros, algunos discutibles, ese rasgo vital y cuidado de su personalidad, ni el también dudoso mérito de haber metido de cabeza en la política estadounidense el veleidoso y siempre imprevisible mundo del espectáculo. Fue Reagan el que metió a Hollywood al lado de Abraham Lincoln y de Thomas Jefferson. Su ejemplo, si lo había, cundió veloz por el mundo con resultados dispares. Reagan tuvo imitadores, los tiene todavía en la ancha banda del ridículo, pero no iguales. Tal vez su estilo, corregido y mejorado, subyace hoy en algunos discursos del presidente de Francia, Emmanuel Macron, que en sus años mozos estudió teatro.

Reagan tenía unos andares, unos decires y unas miradas que habían sido diseñadas y perfeccionadas en Hollywood, donde nunca fue una gran figura y donde le tomó el gusto a la política. En especial, su manera de hablar, mejor, su modo de emitir la voz, casi en un susurro, en un suspiro, con pausas exactas e intencionadas, sin tropiezos, sin urgencias, le daban a lo que dijera un aura de extraña santidad. Lo ayudaba el tono de voz, suave, casi como con una carraspera permanente, un delicado papel de lija que hasta le daba inmunidad.

Era un político del Partido Demócrata pero a comienzos de los años 50 giró a la derecha, convencido de que era imprescindible un gobierno federal más chico, más limitado, y se pasó al bando Republicano (MPI/Getty Images)
Era un político del Partido Demócrata pero a comienzos de los años 50 giró a la derecha, convencido de que era imprescindible un gobierno federal más chico, más limitado, y se pasó al bando Republicano (MPI/Getty Images)

Por ejemplo, hacía chistes terribles sobre el comunismo. Contaba: “Un día se encuentran tres perros, un perro americano, uno soviético y otro polaco. El perrito americano dice: ‘Muchachos, yo no sé ustedes, pero cuando yo ladro dos o tres veces, alguien me da de comer’. El perro soviético pregunta: ‘¿Qué es ladrar?’ Y el perro polaco pregunta: ‘¿Qué es comer?”. El chistecito, que hoy desembocaría de cabeza a un escándalo diplomático, era festejado y perdonado en la voz de Reagan. Un día le pidieron un aprueba de micrófono y anunció su intención de bombardear la Unión Soviética. Se supone que era una broma. La grabación salió a la luz y mereció una protesta formal de la URSS, pero no mucho más.

Reagan desplegó todo su arsenal escénico y su caudal vocal en la campaña que lo llevó a ganar las elecciones de noviembre de 1980 con más de cuarenta y tres millones de votos, el 50,75 por ciento, contra los treinta y cinco millones de James Carter que buscaba una reelección imposible. El actor Reagan grabó spots de campaña al mando de un carrito de supermercado para hablar de la alta inflación y de la desocupación de la época. El aviso terminaba con un gesto dramático del candidato: empujaba con suavidad el carro hacia la cámara, hacia el espectador, hacia lo desconocido. Ese fue la médula de su mensaje electoral: la política y la economía de Estados Unidos. Una vez en la Casa Blanca, se metió a patear el tablero de la geopolítica mundial.

Nació en Tampico, Illinois, hijo de un padre, John Edward, vendedor de zapatos y afecto al alcohol y de Nelle Wilson, devota de los Discípulos de Cristo, que templó el carácter del chico Reagan. Vivieron casi a salto de mata en diferentes ciudades y pueblos de Illinois, hasta que en 1919 de instalaron de nuevo en Tampico, en el piso superior de una tienda, H.C. Pitney Variety Store. De modo que cuando Reagan llegó a la Casa Blanca y se instaló en el piso superior, la zona reservada a la vida familiar del presidente de Estados Unidos, se permitió otro chispazo de su humor típico: “Ahora vuelvo a vivir en el piso superior de la tienda…”.

Estudió en el Eureka College y se dedicó a los relatos deportivos porque su voz ya cautivaba a los oyentes y Reagan tenía una extraordinaria habilidad para convertir en relato los cables de agencia que le llegaban sobre los encuentros disputados en otras ciudades. Era un muchacho deportista que también trabajaba como guardavidas y aseguraba haber salvado a setenta y siete personas.

Una postal del 4 de noviembre de 1980, Ronald Reagan celebra con su familia la victoria presidencial. Se convirtió en el presidente de los Estados Unidos número 40 (Paul Harris/Getty Images)
Una postal del 4 de noviembre de 1980, Ronald Reagan celebra con su familia la victoria presidencial. Se convirtió en el presidente de los Estados Unidos número 40 (Paul Harris/Getty Images)

Probó suerte en California y la tuvo: en 1937 lo contrató la Warner Brothers. En Hollywood filmó más de cincuenta películas de las denominadas de “Clase B”, lo que no presupone nada fantástico. Reagan bromeaba también sobre su destino y sus películas: “Los productores no querían películas buenas… Querían una película para el jueves”. Se casó a los veintinueve años con la actriz Jane Wyman, una de sus parejas en el cine. Tuvieron dos hijos, Maureen, que murió en 2001 y Christine, que murió al nacer en junio de 1947. Adoptaron otro hijo, Michael, que nació en 1945. Tres años después, Wyman pidió el divorcio porque sintió que las ambiciones políticas de su marido habían enturbiado la relación.

Para entonces, Reagan era presidente del sindicato de actores (Screen Actors Guild SAG), donde desarrolló una feroz campaña anticomunista, enancado en la “caza de brujas” lanzada por el entonces senador Joseph McCarthy. Hizo más que campaña: colaboró con el famoso Comité Parlamentario de Actividades Antiamericanas, cuna del “macartismo” y llegó a denunciar a varios de sus colegas a lo largo de un ominoso proceso de acusaciones infundadas, declaraciones forzadas, denuncias, procesos judiciales, listas negras, empleos perdidos y hasta suicidios. Ese pasado, que en cualquier otro caso hubiese sido una mancha en el ascenso político, a Reagan le fue perdonado, u olvidado. En todo caso, no recordado durante su fulgurante llegada a la Casa Blanca.

Era un político del Partido Demócrata y admirador de Franklin D. Roosevelt, el presidente que había sacado a Estados Unidos de la crisis económica de 1929 y había conducido al país durante la Segunda Guerra Mundial, de la que había surgido como potencia global. Pero a comienzos de los años 50 giró a la derecha, convencido de que era imprescindible un gobierno federal más chico, más limitado, y se pasó al bando Republicano con una frase a lo Reagan: “Yo no abandoné al partido Demócrata. El partido me abandonó a mí”.

En 1952 casó con Nancy Davis y fueron pareja por toda la vida. Tuvieron dos hijos, Patti y Ron, que nacieron en 1952 y 1958. Nancy, que era actriz, había ido a pedirle ayuda a Reagan porque su nombre figuraba en una lista de comunistas que manejaba el macartismo y su vida laboral corría serio peligro. Se trataba de otra Nancy Davis. De lleno en el Parido Republicano, Reagan hizo campaña por Dwight Eisenhower en 1952 y 1956, y por Richard Nixon, derrotado por John Kennedy en 1960.

Apoyó a los movimientos anticomunistas de todo el mundo a través de lo que fue conocido como “Doctrina Reagan”, una política de intervenciones militares para derrocar regímenes marxistas en el Tercer Mundo (Dirck Halstead/Getty Images)
Apoyó a los movimientos anticomunistas de todo el mundo a través de lo que fue conocido como “Doctrina Reagan”, una política de intervenciones militares para derrocar regímenes marxistas en el Tercer Mundo (Dirck Halstead/Getty Images)

Desarrolló su oratoria gracias a General Electric. La empresa lo contrató a inicios de los 60 para que recorriera sus plantas y fábricas y adoctrinara, o aleccionara, en el mejor de los casos ilustrara a obreros y empleados con su mensaje político de neto corte conservador. La actividad duró dos años y le dio a Reagan un gran entrenamiento político como orador. Años después, ya presidente, y pese a contar con un equipo de escritores de discursos, Reagan editaba los suyos o reescribía párrafos enteros. Uno de esos discursos se considera hoy como el punto de partida en su carrera a la Casa Blanca. Lo pronunció el 27 de octubre de 1964: “Los Padres Fundadores sabían que un gobierno no puede controlar la economía sin controlar a la gente. Y ellos sabían que cuando un gobierno se propone hacer eso, debe usar la fuerza y la coacción para lograr sus propósitos. Así que hemos llegado a un tiempo de elegir”.

Entre 1966 y 1975 gobernó California, enfrentó la rebelión estudiantil y al movimiento hippie, a la política del “flower power” que se oponía a la guerra de Vietnam y a las rebeliones consecuentes en la Universidad de Los Ángeles en Berkeley. Llegó a enviar a dos mil doscientos soldados de la Guardia Nacional al campus de la Universidad. Bregó en vano por reimplantar la pena de muerte y reformó el sistema de administración de los hospitales psiquiátricos, mientras se postulaba a la presidencia de Estados Unidos. En 1968 fracasó frente a Richard Nixon. En 1976 enfrentó en las primarias a Gerald Ford, que había reemplazado al renunciante Nixon, y perdió por una leve diferencia. Ford perdió luego frente a James Carter. Por fin, en 1980, los republicanos lo eligieron candidato y Reagan eligió como compañero de fórmula a George Herbert Walker Bush, un duro de Texas que había sido director de la CIA en 1976. Juntos, gobernarían Estados Unidos durante doce años, dos períodos de Reagan y uno de Bush.

La política económica de Reagan, centrada en la llamada “economía de la oferta” pasó a la historia como “reaganomics”, desreguló el sistema financiero y rebajó los impuestos, dos medidas que Reagan adoptó ni bien asumió en enero de 1981. Su primera medida oficial fue poner fin al control de precios del petróleo, en procura de aumentar la producción y fomentar la exploración. El galón de gasolina, 3,78 litros, pasó de 28,5 centavos en mayo de 1981 a 65,1 centavos en junio de 1982. Impuso recortes fiscales, redujo el Estado y aceptó una severa recesión para terminar con la inflación, medidas que fueron elogiadas por el Nobel de Economía Milton Friedman.

Reagan apoyó el llamado “Consenso de Washington”, un término del economista John Williamson, para ayudar, eso se suponía, a los “países en desarrollo azotados por la crisis financiera”, según lo determinaran el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Tesoro de Estados Unidos. Esas medidas recomendaban a esos países, el presidente argentino Carlos Menem adhirió a gran parte de ellas, una reforma fiscal para evitar el déficit y la caída del producto bruto interno; redirigir el gasto público, una efectiva reforma tributaria, la instauración de un tipo de cambio competitivo, tasas de interés determinadas por el mercado, moderadas y en términos reales, favorecer la libertad de comercio y de las importaciones que contemplara la eliminación de restricciones o implantara, sólo si era imprescindible, aranceles bajos; la privatización de las empresas estatales, la anulación de cualquier regulación que impidiera el acceso a los mercados, o limitaran la competencia, y una seguridad jurídica elemental que facilitara las inversiones. En varios de los países que siguieron al pie de la letra, o casi, el consenso de Washington, la experiencia terminó vecina a la catástrofe.

El 30 de marzo, a casi dos meses de asumir la presidencia, John Hinckley le vació el cargador de su pistola a la salida de un hotel de Washington: Reagan se salvó de milagro (Hulton Archive/Getty Images)
El 30 de marzo, a casi dos meses de asumir la presidencia, John Hinckley le vació el cargador de su pistola a la salida de un hotel de Washington: Reagan se salvó de milagro (Hulton Archive/Getty Images)

El primer impulso de su gobierno casi queda tendido en la acera húmeda del Washington Hilton Hotel el mediodía en el que Hinckley le disparó su revólver cargado con balas explosivas. A Reagan lo salvó el Servicio Secreto, pero una bala, casi inadvertida, entró por su costado izquierdo y quedó alojada cerca del corazón. Reagan llegó al George Washington University Hospital en el auto presidencial blindado, bajó y caminó hacia la sala de emergencias. Los médicos lo vieron llegar con paso vacilante, pálido y jadeante y le oyeron dirigirse al doctor Joseph Giordano, jefe de traumatología. “Espero que sean todos republicanos”. Giordano, sorprendido, lo tranquilizó: “Hoy somos todos republicanos, señor presidente”.

El fervor comunista de su juventud se intensificó en sus años de la Casa Blanca. Llamó a la URSS “el imperio del mal”, aumentó el presupuesto de las fuerzas armadas, recortó los fondos en educación, salud y ayudas económicas, y apoyó a los movimientos anticomunistas de todo el mundo a través de lo que fue conocido como “Doctrina Reagan”, una política de intervenciones militares para derrocar regímenes marxistas en el Tercer Mundo. En octubre de 1983 Estados Unidos invadió la isla de Granada para barrer del poder a Hudson Austin, que una semana antes había derrocado y ejecutado al presidente, Maurice Bishop, un militar que tenía diálogo y buenas relaciones con Fidel Castro.

También apoyó a la llamada “contra nicaragüense”, las fuerzas que lucharon contra al gobierno sandinista que había derrocado al dictador Anastasio Somoza en 1979. Este apoyo le costó a Reagan un escándalo internacional, ya en su segunda presidencia. En 1984 se reveló que años antes Reagan había financiado a los antisandinistas a espaldas del Congreso y a través del desvío de cuarenta y siete millones de dólares obtenidos por la venta de armas a Irán, el eterno enemigo de Estados Unidos, en guerra en ese momento con Irak.

Reagan tenía unos andares, unos decires y unas miradas que habían sido diseñadas y perfeccionadas en Hollywood, donde nunca fue una gran figura y donde le tomó el gusto a la política
Reagan tenía unos andares, unos decires y unas miradas que habían sido diseñadas y perfeccionadas en Hollywood, donde nunca fue una gran figura y donde le tomó el gusto a la política

Con la economía recuperada en 1983 y el desempleo en disminución, Reagan fue reelecto en 1984, también por amplia mayoría. En su lucha contra la influencia comunista en el mundo, apoyó a grupos irregulares, financió movimientos guerrilleros, colaboró con dólares, logística y entrenamiento con los talibanes que luchaban en Afganistán contra la soviéticos, una medida que tendría fatales consecuencias para Estados Unidos casi dos décadas después. Enfrentó al gobierno libio de Muamar el Gadafi, a quien consideraba un títere de la URSS, autorizó en abril de 1986 el bombardeo del palacio presidencial, donde murieron ochenta personas, con el propósito no dicho pero evidente de borrar a el Gadafi del mapa. Finalmente, su administración convirtió a Estados Unidos en un país con gran déficit comercial y con la mayor deuda externa del mundo, con sus recursos comprometidos en gastos militares, recursos que menguaron un poco con la crisis que culminó con la caída del régimen comunista en la URSS.

Reagan hirió de muerte al comunismo, siempre en alianza con el Papa Wojtyla y con Margaret Thatcher apoyó en Polonia al dirigente sindical Lech Walesa y a su sindicato “Solidaridad”, que pondría en jaque al régimen sostenido por la URSS y llevaría a Walesa a la presidencia. Cuando Mikhail Gorbachov abrió en la Unión Soviética un proceso de transparencia y apertura, Reagan olvidó su recelo hacia el comunismo soviético y se mostró a favor de un acercamiento, hasta entabló diálogo con el primer ministro ruso, esforzado por modernizar aquel imperio que todavía se regía por el alma de los zares y de Stalin, camino que retomó Vladimir Putin.

Entre 1985 y 1988, Reagan se encontró cuatro veces con el líder soviético para firmar un tratado de reducción de armas nucleares: lo hicieron recién en diciembre de 1987. El 12 de abril de 1987 de visita en Berlín Oeste y de espaldas a la puerta de Brandeburgo y a dos altos paneles de cristal blindado que lo protegía de eventuales francotiradores de Berlín Este, Reagan dio el primer puntazo sobre el cemento del Muro que dividía a la ciudad desde 1961. Dijo entonces en referencia a Gorbachov: “Damos la bienvenida al cambio y a la apertura; porque creemos que la libertad y la seguridad van de la mano; que sólo el avance de la libertad humana puede fortalecer la causa de la paz mundial. Hay una señal que los soviéticos pueden hacer que sería inequívoca, que avanzaría dramáticamente hacia la causa de la libertad y la paz. Secretario General Gorbachov, si usted busca la paz, si usted busca la prosperidad de la Unión Soviética y de Europa oriental, si usted busca la liberalización, venga aquí a esta puerta. ¡Señor Gorbachov, abra esta puerta! ¡Señor Gorbachov, derribe este muro!”.

El presidente de los Estados Unidos de 1981 a 1989 fue un actor de Hollywood en su pasado

Reagan dejó el gobierno en enero de 1989 en manos de George H. W Bush. En noviembre de ese año, la impotencia soviética y los berlineses derribaron el Muro de Berlín. En diciembre de 1991, la URSS dejó de existir y abrió paso a la Federación Rusa y a nuevas repúblicas en el Este europeo.

En 1994 Ronald Reagan fue diagnosticado con Alzheimer. Escribió entonces una carta a los ciudadanos estadounidenses en la que, entre otras cosas, decía: “Hace poco me han dicho que voy a ser uno entre los millones de estadounidenses que se verá afectado por la enfermedad de Alzheimer. Solo desearía que hubiera alguna forma de evitar que Nancy pase por esta dolorosa experiencia”.

El actor que había llegado a la presidencia, también la había actuado a su modo, y mejor que en las producciones B de Hollywood. El cine no lo ignoró, al contrario, se rindió a sus pies. En una escena de la película Volver al futuro, el joven protagonista tiene que demostrar en 1955 que él viene del futuro. El científico le pregunta quién es el presidente de Estados Unidos en 1985 y el chico, en la piel de Michael Fox, responde: “Ronald Reagan”, y el otro le contesta: “¿Ronald Reagan? ¿Y quién es el vicepresidente? ¿Jerry Lewis?”.

El historiador Julian Zelizer, profesor en la Universidad de Princeton y autor de varios libros sobre la historia política estadounidense sostuvo: “Lo principal de la actuación de Reagan y de su imagen pública fue su fe en que podía vender el conservadurismo al gran público y de manera amplia. Siempre tenía una grata sonrisa, hablaba con suavidad, era cálido y parecía protector. Creía que, de esa forma, las ideas conservadoras que proponía no resultaban ni desagradables, ni malas”.

Ronald Reagan murió en Bel Air, Los Ángeles, el 5 de junio de 2004. Tenía noventa y tres años.