Ainhoa Vila, psicóloga: “Quien necesita demasiadas explicaciones suele no querer respetar el límite que tú le estás poniendo”

Muchas personas sienten miedo a que sus vínculos con los demás se rompan si se niegan a sus peticiones, lo que les lleva a ser demasiado complacientes

Para poner un límite no es necesario justificarse ni dar explicaciones excesivas. (Freepik)

Poner límites parece, en teoría, un gesto sencillo: decir que no a una petición, marcar una distancia, expresar una incomodidad... Sin embargo, en la práctica, para muchas personas es una de las tareas emocionales más complejas y dolorosas. El miedo a decepcionar, a generar conflicto o a ser rechazadas pesa más que la propia necesidad de protegerse. Así, se cede tiempo, energía y bienestar en nombre de una supuesta armonía que casi nunca es real.

No todo el mundo sufre esta dificultad de la misma manera. Las personas educadas en la complacencia, quienes han aprendido que su valor depende de lo útiles o disponibles que sean para los demás, suelen tener más problemas para poner límites. También quienes han crecido en entornos donde el conflicto se castigaba o se vivía como una amenaza. En estos casos, marcar un límite no se experimenta como un acto de autocuidado, sino como una agresión hacia el otro.

Sin embargo, aprender a poner límites no es un capricho, es una cuestión de salud mental. Los límites ordenan las relaciones, previenen el desgaste emocional y permiten vínculos más honestos. Saber hasta dónde llega cada uno es una forma de respeto mutuo. En ese proceso de aprendizaje existe un escollo difícil de salvar, pero necesario: el entendimiento de que para poner un límite no es necesario dar excesivas explicaciones.

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No poner límites provoca un desgaste emocional. (Freepik)

Poner límites genera vínculos más honestos y mejora el bienestar personal

“Cuando tienes que justificar demasiado un límite, tu cerebro no lo está viviendo como símbolo de protección, sino como un signo de ataque”, explica la psicóloga Ainhoa Vila en uno de sus vídeos de TikTok (@ainhowins). En lugar de sentirse a salvo, la persona entra en modo defensivo, como si estuviera haciendo algo mal o dañando al otro. El límite deja de ser un cuidado propio y se convierte en una explicación interminable que desgasta.

Esta dinámica, señala Vila, suele partir de una confusión profunda entre el límite y el conflicto. “Un límite sano no necesita convencer a nadie, necesita una coherencia”. No se trata de ganar una discusión ni de lograr la aprobación ajena, sino de sostener una decisión interna. Cuando el límite se apoya en una convicción clara, no requiere adornos ni argumentos extensos.

Para explicarlo de forma gráfica, la psicóloga recurre a una metáfora muy clara: “Para que te hagas a la idea, esto es como una puerta. No discute con quien quiere entrar, simplemente se cierra”. La puerta no da explicaciones, no se justifica, no negocia su función. Está ahí para proteger un espacio. De la misma manera, un límite sano no entra en debate constante sobre su legitimidad.

El trabajo terapéutico, según Vila, pasa por aprender a reducir el discurso y aumentar la firmeza interna. “Para ello se trabaja muchísimo con los límites claros y breves, porque la seguridad no grita, sino que se sostiene”. Gritar, insistir o alargar las explicaciones suele ser una señal de inseguridad, no de fortaleza. La calma, en cambio, transmite coherencia y solidez, aunque al principio resulte incómoda.

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Ese inicio, por tanto, no suele ser fácil. “Al principio obviamente da miedo exponerse tanto y no dar tantas explicaciones”. El silencio después de un límite claro puede generar ansiedad, pero ese miedo forma parte del proceso y no indica que el límite esté mal puesto, sino que se está rompiendo un patrón antiguo de sobreexplicación.

Con el tiempo, algo cambia: aparece una sensación de orden interno, de alivio. Las relaciones que se sostienen lo hacen desde un lugar más honesto, y las que no, revelan una verdad incómoda pero necesaria: “Quien necesita demasiadas explicaciones suele no querer respetar el límite que tú le estás poniendo”. Aprender a poner límites no garantiza que todos los vínculos sobrevivan, pero sí asegura dejar de traicionarse a una misma en el intento de agradar a los demás o complacer a todo el mundo.

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