“Madama Butterfly”, una ópera profesional con dosis justas de orientalismo y americanismo

La temporada lírica del Teatro Colón cierra el año con una de las piezas más populares de Giacomo Puccini. El drama de Cio-Cio-San. entrelazado con las visiones de un Estados Unidos que pronto se convertiría en imperio, sigue cautivando al público con su conmovedora historia y su brillante fusión de influencias culturales

Compartir
Compartir articulo
Las localidades para las nueve funciones de "Madama Butterfly" en el Teatro Colón están agotadas
Las localidades para las nueve funciones de "Madama Butterfly" en el Teatro Colón están agotadas

“En 1900 Estados Unidos había hecho realidad más que suficientemente las visiones de Herman Melville de medio siglo antes. La nación era ahora un imperio continental, sus ciudades e industrias eran ya tan grandes como las de las mayores potencias europeas, y su poder político se estaba proyectando a otros continentes en forma de un nuevo imperio colonial. En cierto sentido, “las demás naciones” nos “iban ya a la zaga” (…). Los propagandistas y aspirantes a la gloria tenían mucho que celebrar, suficiente para justificar las previsiones de que el nuevo siglo sería estadounidense” (Philip Jenkins. Breve historia de los Estados Unidos).

La indagación histórica es uno de los modos en que puede comprenderse algo de lo que estaba aconteciendo en el mundo y, en particular, con los Estados Unidos, en el paso del siglo XIX al XX. Otro, es asistir a una representación de Madama Butterfly, la ópera del compositor italiano Giacomo Puccini (1858-1924). Esta narra la tragedia de Cio-Cio-San, la geisha japonesa de quince años, quien se casa de modo legal aunque transitoriamente con Benjamin Franklin Pinkerton, un teniente de la marina norteamericana, que luego de abandonarla y reclamarle la entrega del hijo en común para ser educado en América, en cumplimiento de sus preceptos culturales y para salvar su honor, concluye suicidándose mediante el ritual del harakiri.

La ópera fue estrenada en 1904, justamente en aquella encrucijada temporal, y con una puesta en escena con características bien particulares, se trata del título con el que el Teatro Colón decidió concluir la presente temporada. Pese al fracaso de su estreno en el Teatro alla Scala de Milán pero con las modificaciones que en cuatro sucesivas versiones el compositor le haría, este drama pasaría a convertirse en una de las diez óperas indiscutidamente más populares de todo el repertorio. Al punto que solo un desastre en el elenco vocal podría hacer que la emoción y conmoción del público por los sufrimientos de la protagonista dejen de recrear ese mágico diálogo que desde hace más de cien años, se produce entre la melodía que emerge del foso de la orquesta y lo que ocurre en esa casita de Nagasaki, único escenario en el que se desenvuelve el genial drama pucciniano.

La ópera estrenada en Milán en 1904 pasó a convertirse en una de las más populares de Puccini, pese a su fracaso inicial.
La ópera estrenada en Milán en 1904 pasó a convertirse en una de las más populares de Puccini, pese a su fracaso inicial.

El orientalismo como gran novedad

Luego del rutilante éxito que obtuvo con Tosca, Giulio Ricordi, el editor de la más afamada casa editorial de música de Europa, le escribía a su amigo y compositor favorito impulsándolo a descansar un tiempo luego de las exigencias a las que había estado sometido en el último tiempo. Lejos de aceptar la recomendación y obsesionado por su próximo paso creador, Puccini le respondió: “Quiero que sea en todo diferente a lo que he hecho hasta ahora…”.

Efectivamente, el compositor se encontraba ya “a la pesca” de una historia nueva y que le encendiera la chispa de la inspiración. Y la encontraría en Londres, al asistir a la representación, en abril de 1900, de un drama del autor norteamericano David Belasco: Madam Butterfly. Esa misma noche abordó en los camarines a Belasco (quien más tarde volvería a ser quien lo inspiraría para componer La fanciulla del West) y, raudamente, le pidió a su editor que tramitara los derechos de modo de ponerse a componer a la brevedad. El entusiasmo de Puccini por el nuevo argumento fue tal que llevó al propio Belasco a expresar, luego de conceder la correspondiente autorización, que “…era difícil poder hablar de negocios con un italiano impulsivo que te abraza con lágrimas en los ojos”.

Pero, ¿qué había cautivado tanto a Puccini de la obra de Belasco? Junto con una capacidad compositiva y un genio dramático como pocos, el autor de La Boheme gozaba de una extraordinaria aptitud para interpretar los gustos de las audiencias de su época y operar sobre ellos de un modo más que eficaz. Una cualidad que se vería potenciada por la de su amigo Ricordi, dando origen a una de las duplas más interesantes en la historia de la relación de los editores con sus creadores. En ese marco, Puccini y su editor –lectores sagaces de una época en la que la expansión capitalista estaba llegando irrefrenablemente a los bienes culturales- vieron el atractivo cada vez más creciente por los Estados Unidos y, particularmente en la obra de Belasco, la conjunción de este con la predisposición epocal al exotismo y, en particular, al orientalismo. En su libro de 1978 y aun cuando sus referencias predominantes apuntan al Oriente medio, lo planteado por el gran filósofo Edward Said explica en parte el modo en que “lo oriental” se fue instalando en la cabeza de Occidente: “Oriente es menos un lugar que un topos, un conjunto de referencias, un cúmulo de características que parecen tener su origen en una cita, en el fragmento de un texto, en un párrafo de la obra de otro autor que ha escrito sobre el tema, en algún aspecto de una imagen previa o en una amalgama de todo esto” (Edward Said. Orientalismo).

Puccini concibió para esta obra una partitura plagada de recursos melódicos y ritmos de origen japonés
Puccini concibió para esta obra una partitura plagada de recursos melódicos y ritmos de origen japonés

Ahora bien, la perspicacia de compositor y editor –Ricordi no solo se involucraba activamente en los procesos creativos de su amigo sino que además sumó al equipo de trabajo sobre la nueva obra a los libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa- no se redujo tan solo a combinar los condimentos de americanismo y orientalismo que visualizaba como atractivos para satisfacer el gusto del momento. La lógica de trabajo en equipo, el pleno involucramiento de los diferentes creadores en su tarea y el obsesivo perfeccionismo del compositor daban cuenta también, al igual que aquellos condimentos, de un nuevo modo, mucho más profesionalizante y tal vez menos intuitivo, de concebir la creación, todos ellos signos de un tiempo nuevo. Así como Giulio Ricordi no tenía ya el perfil del pariente que había fundado la dinastía editorial en 1808 (aunque conservaba todavía buena parte de aquella impronta de mecenas que imponía una estrecha cercanía con el autor), por su parte Puccini dejaba de encarnar el romanticismo que había representado Verdi para su abuelo Giovanni o su padre Tito I. Había pasado casi un siglo, Italia y el mundo habían cambiado mucho su fisonomía y el sistema capitalista y, de su mano, la sociedad y los protagonistas de la creación cultural, eran, definitivamente, otros. El tercer Ricordi y Puccini, lo sabían.

Es bajo esa búsqueda de mayores niveles de profesionalización creativa que el editor junto a sus libretistas y en ese marco, Puccini, en tanto indiscutible heredero de la tradición melodramática italiana el músico, supo repicar el entramado entre lo oriental y lo occidental tanto en el escenario como en el foso. Para ello y de modo casi obsesivo en las cuatro versiones que realizó de la obra, concibió una partitura plagada de recursos melódicos y ritmos de origen japonés, llegando a trabar relación con la embajadora japonesa en Roma de quien obtuvo una buena cantidad de fuentes, consejos y sugerencias específicas. Rápidamente, la nueva pieza se sumaría a las de otros compositores que eran ya virtuales adelantados de la intertextualidad en el mundo de la creación musical de entonces. En efecto, en varios momentos de las casi tres horas que dura Madama Butterfly, al oyente le resultará fácil reconocer las pinceladas de la escala pentatónica oriental antes o después de la cita del himno americano, o el particular sonido de algunos instrumentos propios del Japón, mezclados con los indisimulables y siempre atrapantes pasajes propiamente líricos de Puccini.

Expresión emblemática como pocas del tránsito de un siglo a otro, Madama Butterfly podría ser postulada como una obra que junto a sus virtudes intrínsecas, se sumaba al conjunto de creaciones que, en aquel tiempo, eran recibidas con aceptación por parte del público. De un púbico que, en el decir del historiador inglés Eric Hobsbawn, “cuando no era influido por la moda y el esnobismo, murmuraba en tono defensivo que ‘no sabía de arte, pero sabía lo que le gustaba’, o se retiraba hacia las esfera de las obras “clásicas”, cuya excelencia estaba garantizada por el consenso de muchas generaciones” (Eric Hobsbawn. La era del imperio).

Puccini sabía de ambas cosas pero, sobre todo, sabía lo que al público efectivamente le gustaba. Cada representación de Madama Butterfly no hace sino confirmarlo.

*La obra se presenta el martes 14, miércoles 15, jueves 16 y viernes 17 a las 20 hs, en el Teatro Colón c

Fotos: PRENSA TEATROCOLÓN / ARNALDO COLOMBAROLI