Por Domingo Boari
Hace unos cuantos años, en el bautismo de uno de mis nietos, fui testigo de unas escenas grotescas. Sucedieron en un santuario importante, en una ceremonia colectiva en la que se bautizaban unos treinta chicos. Había mucha gente y para la mayoría era más un acontecimiento social que un acto religioso. El jolgorio se imponía sobre la voz del cura que, para colmo, hablaba lejos del micrófono y no se le oía. Salvo cada tanto, cuando gritaba: ¡silencio, respeten el templo! Como si eso fuera poco, tres o cuatro mujeres sexagenarias, a las que el cura se refirió como las "encargadas de la liturgia bautismal", se peleaban entre ellas con disimulo por rol que les tocaba a cada una.
Cuando comencé a darle forma a Pablo, el cura en crisis que es protagonista de la novela El aguijón (Leviatán), me lo imaginé frente a esos hechos caricaturescos, irritado y con vergüenza por la institución de la que formaba parte.
También por esa época, tuve una experiencia penosa con un amigo al que volví a ver después de treinta años y con el que me llevé una desilusión enorme. Y enseguida lo pensé a Pablo sufriendo en mi lugar. Así, con la intención de presentar un personaje con el que fuera fácil identificarse, fui enchufando escenas que yo había vivido o de las que había sido testigo.
Los amigos que elegí para que leyeran los borradores, y sobre todo Sebastián Politi y Laura Galarza, fueron coincidentemente implacables: la primera parte era confusa; no sé sabía a dónde quería llegar; etc. Consejo: empezá la novela por la página treinta y pico porque lo que está antes no aporta mucho, el drama arranca después. Fue así que tras sucesivas correcciones, lo que era un libro de unas ciento setenta páginas terminó reducido a una novela corta de ciento quince.
Me costó resignarme y no dejo de mirar con cariño aquellos fragmentos amputados. Primero porque tal vez algunos cobren vida propia y terminen dando lugar a un cuento o se inserten en otra historia. Y segundo —y creo que este es el motivo principal— porque me doy cuenta de que todas esas páginas inútiles en las que injertaba anécdotas personales me familiarizaron con Pablo. Sirvieron para que se metiera adentro de mí —o yo dentro de él— y se hiciera un personaje verosímil, vivencial, encarnado.
Yo había escrito mucho como psicoanalista, siempre incluyendo relatos de pacientes, pero eran textos para debatir entre colegas. Y aunque a mí me gustaba darles un sesgo narrativo, había un límite: podía deformar un poco los hechos, pero la ética profesional me impedía inventarlos.
Cuando migré del ensayo a la novela me creí libre, en el nuevo territorio podía dejar correr la fantasía sin restricciones. Pero mis amigos correctores me enfrentaron la con realidad: hay otras libertades, pero hay otros límites. La estética no es menos exigente que la ética profesional. Y tuve que pagar el precio, toda migración lo tiene.
Y con esto de haber migrado, a mí mismo me surge una pregunta: ¿Qué se me dio, ahora, pasados los sesenta y cinco años por saltar a la narrativa? Me contesto que en realidad no me mudé, solo estoy agregando una habitación de trabajo y recreo a mi vieja casa del psicoanálisis. Y también pienso que le estoy dando vida a una veta primigenia: el gusto de contar me viene de familia.
Un poco me habrá llegado a través de los genes, si es que una inclinación así puede transmitirse escondida en algún resquicio cromosómico. Otro poco lo absorbí de chico: el menor en una familia muy numerosa, rodeado de hermanos adultos; en el campo, sin televisión ni luz eléctrica, la noche y los relatos comenzaban temprano. Y solían prolongarse aún más allá de que yo terminara dormido con la cabeza apoyada en la mesa o en el regazo de mi mamá o alguna hermana. O sea, mil y una noches me arrullaron las narraciones familiares. Así que si se trata de pulir cualidades en bruto otra vez estamos con que el desafío ahora es la estética.
Una vez, paseando por Italia, tuve la suerte de subir a la cúpula del Duomo de Florencia. Era en abril, a la media tarde de un día soleado y tibio. Allá arriba me detuve una hora a contemplar, girando, en silencio sacramental, los trescientos sesenta grados de ese panorama de asombro. Recuerdo que en aquel ámbito sublime se me cruzó un pensamiento prosaico: viendo los múltiples perfiles de otros templos, muchos de ellos posteriores a la construcción del Duomo, me pregunté qué ilusión habría impulsado a los arquitectos a levantar nuevas iglesias en la certeza de que quedarían opacadas por la belleza insuperable de semejante obra maestra.
Fue una idea estúpida, pero fugaz: todavía allá arriba, recordé cuánto me había impactado la sencilla armonía de una blanca capilla colonial enclavada en las serranías cordobesas. Por suerte el universo de la estética es muy amplio, casi infinito. También hay lugar para pequeñas cosas.
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