
El domingo 5 de junio se celebran elecciones en seis estados de la República Mexicana: Aguascalientes, Durango, Hidalgo, Oaxaca, Quintana Roo y Tamaulipas. Desde el punto de vista normativo y organizativo, estos procesos marchan con toda normalidad. El Instituto Nacional Electoral y los institutos estatales correspondientes ejercen sus atribuciones para organizar y regular las contiendas; las candidaturas se registraron conforme a las reglas; las mesas directivas de casilla están integradas por ciudadanos, mujeres y hombres, seleccionados por sorteo y capacitados con imparcialidad y transparencia; la documentación electoral está lista para distribuirse en unos días más a las presidencias de las casillas; la jornada de votación habrá de transcurrir como ya es costumbre; los resultados empezarán a fluir al anochecer del domingo y los conteos rápidos ofrecerán, hacia las 11 de la noche, estimaciones muy aproximadas y confiables de las elecciones de gubernaturas.
Desde el punto de vista de la competencia política, las cosas también marchan con normalidad. Los candidatos y sus partidos y coaliciones despliegan sus campañas con intensidad, ofrecen mejores servicios y políticas públicas, y contrastan sus posiciones con las de los rivales. Abundan las críticas mutuas, y las descalificaciones al adversario a veces suben de tono, pero no han llegado a la violencia. También abundan las quejas por presuntas violaciones a la ley o por intromisión indebida de servidores públicos, y éstas se tramitan conforme a las normas. Hay pasión y encono, como es natural en una disputa por el poder, pero en forma pacífica. En unas entidades más que en otras, hay incertidumbre respecto a los resultados, como es normal en una competencia democrática.
Esa es la normalidad democrática en la que se desenvuelven las elecciones mexicanas desde 1997. Un cuarto de siglo de competencia electoral pacífica -salvo excepciones-, con votaciones organizadas y arbitradas por autoridades autónomas e imparciales, y con resultados aceptados a fin de cuentas por los contendientes -con algunas excepciones notables. El proceso de construcción institucional emprendido desde la década de 1990 y las reformas que le siguieron han dado el fruto periódico de elecciones libres y auténticas. La alternancia en el poder se volvió normal: desde el año 2000, en la presidencia se han alternado tres opciones partidarias diferentes, y en las gubernaturas la tasa de alternancia asciende al 70 por ciento. Desde una perspectiva histórica, no es poco lo que las fuerzas políticas y la sociedad mexicana han logrado en las últimas décadas.
Sin embargo, esa normalidad democrática y su construcción institucional hoy están bajo asedio. Paradójicamente, desde el poder -es decir, por parte de la coalición ganadora- se insiste en denunciar fraudes imaginarios, en descalificar a las autoridades electorales y en promover una reforma que, si prosperase, debilitaría al sistema democrático y lo haría retroceder varias décadas. El sistema electoral mexicano no es perfecto -como nada en el mundo lo es -, pero lo que está en juego es la preservación de autoridades electorales autónomas e imparciales o el retorno del control gubernamental y de un solo partido de la competencia por el poder.
Este domingo 5 de junio se van a refrendar la fortaleza de las instituciones electorales y la confianza ciudadana, a contracorrientes de las pulsiones regresivas que las acosan.
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