Para quienes disfrutaron de su humor, su muerte marcó el final de una era: la del humor artesanal, íntimo e improvisado, nacido en la privacidad de un teléfono de línea y multiplicado en los casetes que circularon de forma clandestina durante décadas. Para otros, fue la despedida de un artista popular que había logrado algo casi imposible: hacer reír a todos, desde oficinistas aburridos hasta taxistas, adolescentes, hinchas de fútbol y figuras de la cultura. El 26 de diciembre de 2013, a los 97 años, la voz de Julio Victorio Tangalanga De Rissio se apagó para siempre.
Su arte tenía algo de seriedad, travesura y un diccionario de insultos que, más que hacer enojar a quienes lo escuchaban (porque no era bien visto hablar de esa manera), los hacía estallar de risas. ¿Qué hacía? Llamaba por teléfono de línea a un número que elegía, ponía voz seria, primero, y luego fingía enojo, sorpresa, incredulidad o indignación. Del otro lado estaba la reacción genuina de personas que jamás sospechaban que estaban a segundos de convertirse en protagonistas involuntarios de un clásico del humor. El resultado: esos intercambios se convertían en una radiografía social del país donde la conversación iniciaba con cordialidad y respeto, pero se convertía en una muestra de picardía, bronca y hasta agresividad.
Detrás de ese humor explosivo, había un hombre de gestos mínimos, reservado, casi tímido. De Rissio nunca buscó la fama. De hecho, la evitó durante años. Su personaje nació en la intimidad de un chiste entre amigos y terminó convertido en un fenómeno cultural que sobrevivió a tecnologías, modas y generaciones. Fue un hombre silencioso que se transformó en la voz más estruendosa del humor argentino.
El origen de un personaje memorable
Para entender a Tangalanga hay que volver a Julio Victorio De Rissio. Hijo de inmigrantes italianos, nació en 1915 en el barrio porteño de Balvanera y fue el menor de siete hermanos. Se casó joven, a los 25 años, y llevó durante décadas una vida tan discreta como previsible: trabajó como empleado administrativo y también en un taller de zapatos, siempre lejos del espectáculo y de cualquier ambición artística. Era un hombre de perfil bajo, más observador que protagonista, con un humor fino que encontraba su lugar natural en la charla íntima, no en los escenarios.
El nacimiento de Tangalanga no respondió a un plan ni a una vocación, sino a un gesto amistoso y profundamente humano. En 1958, un amigo muy cercano, Sixto, atravesaba una enfermedad que lo obligaba a pasar días enteros en cama. Para distraerlo y levantarle el ánimo, Julio comenzó a grabar bromas telefónicas caseras y se las hacía escuchar. No pensaba en un público ni en la risa ajena sino en una forma de acompañarlo, ofrecerle alivio y de sostener con humor lo que la vida imponía con dolor.
Aquellas grabaciones se interrumpieron en 1965, tras la muerte de ese amigo. Durante años, el personaje quedó en silencio. Recién en 1980, mientras le tocaba a Julio recuperarse de una hepatitis que lo obligaba a guardar reposo, fueron sus propios amigos quienes lo empujaron a retomar las llamadas bromistas. Para eso, le llevaban los avisos clasificados —que salían en los diarios— y lo desafiaban a llamar a desconocidos. Era casi como un juego para ellos. Así, sin proponérselo, el bromista volvía a nacer.
Ese personaje tenía tres elementos imprescindibles: un teléfono, una agenda y un grabador. Con eso en mano, lo que siguió fue un fenómeno tan artesanal como imparable. Cada llamada era grabada en casetes, que comenzaron a copiarse con la llegada de los grabadores de doble casetera (un hito tecnológico) y a circular de mano en mano: primero entre amigos, luego entre desconocidos, hasta construir un circuito informal que recorrió todo el país. Cada persona que recibía uno de esos casetes, los grababa y así, continuaba el recorrido. Durante años, su voz fue omnipresente y su rostro, invisible. Se convirtió en “el más famoso de los desconocidos y el más desconocido de los famosos”.
En ese proceso también nació el nombre. No buscó algo elegante ni sofisticado, sino deliberadamente absurdo. Así apareció el “Doctor Tangalanga”, identidad que durante años convivió con otros apellidos que él mismo inventaba —Tarufetti, Tahretti, Rabufetti— y que le permitió moverse con libertad entre lo pomposo y lo ridículo. El apellido no escondía ninguna genealogía ni un mensaje cifrado: era, simplemente, un sonido destinado a hacer reír. Y para De Rissio, eso bastaba.
El humor telefónico
El arte de Tangalanga se sostenía sobre una premisa tan simple como difícil de ejecutar: la improvisación absoluta. No había guiones ni frases preparadas. Cada llamada era una construcción en tiempo real, basada en la escucha atenta y en la capacidad de detectar, con rapidez notable, el punto exacto en el que una conversación cotidiana podía deslizarse hacia el absurdo.
El comienzo casi siempre era amable. Una consulta, un reclamo menor, una pregunta formulada con tono educado, distinguido, incluso condescendiente. Esa normalidad inicial funcionaba como una trampa invisible. A partir de allí, Tangalanga hilvanaba lo que el otro decía, exageraba una contradicción, introducía una observación incómoda o lanzaba, de pronto, una palabra fuera de lugar. El quiebre era inesperado. Y una vez producido, ya no había retorno.
El objetivo no era la agresión inmediata, sino el desconcierto. Respuestas ilógicas, nombres sin sentido, números de teléfono interminables, direcciones o referencias absurdas, como “Carabobo del lado de la sombra...”; silencios calculados y cambios bruscos de humor iban empujando al interlocutor fuera de su zona de control. Cuando la conversación entraba en ebullición, aparecían los insultos —muchas veces tan creativos como poéticos; otras, irreproducibles— como remates inevitables de una ficción sostenida hasta el límite.
Lo notable es que el humor nunca estaba en la víctima, sino en él: en su forma de hablar, en la cadencia de la voz, en la seriedad con la que pronunciaba frases que llegaban al colmo, en la invención de parientes, sobrinos, tíos lejanos o reclamos delirantes que partían, muchas veces, de problemas reales llevados al extremo, como quejarse con un peluquero por el corte del pelo de un sobrino cuarentón, fotocopiadoras que copiaban con errores de ortografía, taxis que hacían ruido en todas partes menos en la bocina o placares donde había neblina.
Su obra fue, en ese sentido, profundamente argentina. Tiene algo del humor de café, del lunfardo, de la exageración barrial y de la picardía sin solemnidad. Pero también tenía un rasgo único: la sorpresa. Cada llamada funcionaba como un experimento social irrepetible, sostenido por la improvisación y por la imposibilidad —para quien atendía del otro lado— de anticipar lo que estaba por venir. Y, sobre todo, porque casi nadie lograba frenarlo.
Un éxito clandestino
El fenómeno Tangalanga explotó sin que él lo buscara. En plena era analógica, sus casetes se grababan y regrababan hasta desgastarse. No se vendían: circulaban. Pasaban de mano en mano, de oficina en oficina, de taxi en taxi. De Rissio no ganaba dinero ni fama. Era, literalmente, una voz sin cuerpo, un fantasma cómico que atravesaba talleres mecánicos, universidades, kioscos y sobremesas familiares. En los años 80 y 90, cualquier argentino que tuviera un equipo para reproducir casetes conocía la frase “Habla el Doctor Tangalanga”.
Su popularidad se expandió de manera transversal y silenciosa sin que él mismo lo supiera. Sus grabaciones llegaron a Uruguay, Paraguay, Chile y hasta a España en valijas de emigrantes. Con el tiempo, algunas comenzaron a comercializarse y él, ya mayor, empezó a aceptar presentaciones ocasionales en público.
Lo notable es que el éxito tardó en alcanzarlo de frente. Durante buena parte de su vida siguió trabajando como empleado y llevando una existencia discreta. No se dejaba fotografiar, no daba entrevistas, evitaba exponerse. Era un artista escondido en la vida común. Recién en los años 90 empezó a mostrarse: el país ya lo conocía, aunque todavía no lo conociera. Los medios lo invitaron y él aceptó, siempre con una timidez estructural, con una humildad que contrastaba con la estridencia de su personaje. Para millones era una figura explosiva; para él, seguía siendo un gesto doméstico: levantar el teléfono y llamar.
El vínculo con el público se consolidó en sus presentaciones en vivo. Allí recreaba llamados clásicos, improvisaba nuevas conversaciones, leía algunas de sus frases más celebradas. El público lo ovacionaba como a una estrella de rock. Y él, casi incómodo, agradecía con esa misma voz áspera y rítmica que había hecho historia.
Con el paso del tiempo, Tangalanga dejó de ser solo un humorista telefónico para convertirse en un mito popular. Su obra —primero en casetes, luego en CD, DVD y archivos digitales— generó una cultura propia. Frases, insultos, entonaciones, silencios: todo pasó a integrar un repertorio compartido. Había quienes lo imitaban, quienes memorizaban sus mejores llamados, quienes los repetían en reuniones como si fueran cuentos tradicionales transmitidos de boca en boca.
Pero más allá de la risa, su figura contenía algo más profundo. En sus llamadas había una radiografía mínima de la sociedad argentina: el comerciante desconfiado, el empleado paciente, el vendedor insistente, el portero curioso, el hincha efusivo. En cada intercambio había humanidad, incluso cuando la conversación estallaba en insultos. Había verdad.
El 26 de diciembre de 2013, Julio murió a los 97 años, por causas naturales. Sus restos descansan en el Cementerio del Pilar. Su fallecimiento no apagó el mito sino que lo consolidó. Las nuevas generaciones lo descubrieron en YouTube, donde circulan llamados completos, compilaciones y homenajes. La tecnología solo confirmó lo que ya era evidente desde hacía décadas: su humor era atemporal. No necesitaba contexto político ni modas. Necesitaba apenas una voz y alguien dispuesto a escuchar. En esa simpleza está su permanencia.