“Los que leen no roban y los que roban no leen. A por el día... en Mar del Plata”, escribió Juan Florez Estrada en sus redes sociales el domingo 15 de enero a las 10:46 de la mañana. La publicación estaba acompañada por dos fotos: una suya, sonriente y posando con el libro La guerra de los mundos del escritor británico Herbert George Wells, y otra con la novela abierta y billetes de mil pesos haciendo de separador. Ese mismo día, a las cinco de la tarde, se cayó de un acantilado de más diez metros de altura en las playas de La Escondida, sobre el kilómetro 549 de la ruta 11, entre Chapadmalal y Miramar.
Murió por la noche en el Hospital Interzonal General de Agudos “Dr. Oscar E. Alende” de Mar del Plata. La hora del deceso fue a las 21:48 del mismo domingo. Hace cuatro días había publicado una foto de su travesía por Sudamérica. La postal enseñaba la reserva de un pasaje de avión: la ida desde Asunción, capital de Paraguay, a las 2:40 del sábado 14 de enero con destino a la ciudad balnearia y el pasaje de regreso a las 19:35 del viernes 20 de enero. La imagen traía una leyenda que hoy duele: “Preparando la segunda parte del mejor viaje de mi vida”.
Juan Florez Estrada vivió un día y medio en Mar del Plata. Tenía un diagnóstico de epilepsia y había nacido hace 39 años en El Escorial, un municipio ubicado treinta kilómetros al noroeste de Madrid. Tenía un hermano y dos hermanas. No tenía hijos y trabajaba como operario en una empresa que poda árboles. Estaba en una pareja abierta con una mujer paraguaya, que no lo había acompañado en su viaje por la región. Era amigo de Celia Duré, otra ciudadana paraguaya que se había mudado a la capital española hace más de quince años. Desde entonces mantenían un vínculo cercano. Ella fue quien lo convenció a realizar su primera excursión por Sudamérica.
Ella y su nuevo compañero de hogar: un argentino nacido, precisamente, en Mar del Plata que compartía los gastos desde hace tres meses en su casa de las afueras de Madrid. No hay muchos registros de esta relación. Desde Madrid, su familia, ahogada en dolor, se encuentra en tratativas para enviar el cuerpo. Juan Florez Estrada había viajado a Paraguay y a Argentina para perseguir los consejos de dos personas que pertenecían a su círculo íntimo. Llegó a Asunción junto a Celia el 20 de diciembre de 2022. Su viaje concluiría el 23 de enero de 2023, fecha de su vuelo de regreso desde la capital paraguaya. Se instaló en la casa de su amiga. Ella le presentó a Ulises Segovia y Alejandro Fernández, sus amigos de la infancia que actuaron de guía turístico del español. Lo llevaron a recorrer San Bernardino, Caraguatay, Caacupé, y otras regiones más del interior paraguayo.
“Era un tipo alegre, loco como él solo, divertido, aventurero. Una buenísima persona que se daba con todos, hacía amigos por todos lados”, relata Alejandro Fernández. Reveló que Juan estaba maravillado con el trato que había recibido en Paraguay, se sentía exultante y pleno. Esa experiencia habría inspirado la definición que publicó en sus redes sociales: “el mejor viaje de mi vida”. Sus amigos paraguayos le contagiaron un fervor futbolero del que carecía. Lo invitaron a conocer la cancha de Olimpia, el estadio Manuel Ferreira en el barrio Mariscal López de la capital. Era un día de lluvia y los accesos estaban cerrados. Él no quiso quedarse con las ganas de entrar a la cancha, de ver el césped desde una tribuna. Y se filmó.
“Hemos venido al estadio de Olimpia y parece ser que no podemos entrar. Aunque solo lo parece…”, dijo a la cámara antes de correr, trepar una valla y meterse a las entrañas del estadio. El video dura 45 segundos y enseña dos cosas: la agilidad y rebeldía de Juan y lo fácil que es entrar al estadio Manuel Ferreira cuando no hay partidos. Se publicó en Twitter el 3 de enero y desde entonces ya acumula cerca de 90 mil visualizaciones. El documento de un español que se asume desconocer de fútbol, que dice -con una tonada inconfundible- que no visitar el estadio de Olimpia en Asunción es como ir a Madrid y no conocer el Santiago Bernabéu, que comete una acción prohibida y que se filma ufanándose de su desacato alcanzó la categoría de video viral.
Sus vacaciones por el cono sur prosiguieron cuando las de su amiga Celia concluyeron. Ella regresó a Madrid. Él continuó su viaje destino Mar del Plata. Alejandro le contó a Infobae que había elegido pasar seis días en la costa argentina por la sugerencia de su compañero marplatense, quien le había devuelto la gentileza de haberlo hospedado en su hogar invitándolo a dormir en la casa de su madre, cerca de las playas del sur de la ciudad. Allí se instaló Juan. Allí, en las playas de los Acantilados, quedó maravillado con el paisaje agreste, virgen. Como cuando se infiltró en la tribuna del estadio de Olimpia, también quiso retratarse al borde de una barranca del sur marplatense.
La tarde del domingo 15 de enero, según constan los registros de las autoridades locales, le pidió a un turista procedente de la ciudad de Buenos Aires, que le sacara una foto. Estaba parado sobre la línea del abismo, de espalda al mar. Cuando posó, las piedras cedieron y cayó por un acantilado de más de diez metros. Quedó atrapado entre las rocas, en estado consciente. Los gritos de horror y de pedido de socorro de los turistas alertaron a Marcelo Serafini, un guardavidas de cuarenta años que trabajaba en Playa Escondida, el balneario nudista ubicado sobre la ruta 11, a la altura del kilómetro 552, a 250 metros del hecho. El guardavidas acudió en auxilio: lo hizo a través del mar, mientras le pedía a la gente que contuviera sus esfuerzos solidarios.
Lo encontró entre las rocas. Le habló. Comprobó que estaba consciente y procedió a implementar el protocolo de primeros auxilios. El herido le respondió: “Me llamo Juan, soy de Madrid, tengo 39 años”. El guardavidas intentó mantenerlo lúcido, despierto e inmovilizado. En diálogo con el portal local La Capital, contó que no pudo precisar cuánto tiempo pasó hasta que llegó personal policial del destacamento El Marquesado. Las horas pasaban, el sol se escondía y un turista le arrojó una toalla blanca para abrigar al ciudadano español.
Aparecieron dos gomones de Prefectura Naval del destacamento de Miramar. Un prefecto se tiró al mar y llegó nadando para contribuir en la asistencia. La zona donde había caído era de difícil acceso. Se alternaban, el prefecto y el guardavidas, para recoger elementos de una playa cercana que ayudaran a mantener con vida al hombre de 39 años. Pudieron subirlo a una camilla rígida y colocarle un collarín en el cuello. Él, sumergido en el frío y el dolor, repetía el mantra “me llamo Juan, soy de Madrid, tengo 39 años”.
Intervino personal de Riesgos Especiales que trabajó para subirlo a la superficie. Acudió personal del SAME para rescatarlo ya de su estado de inconsciencia. Le realizaron reanimación cardiopulmonar: había entrado en un paro cardíaco. “Llegué nadando, nunca pensé en más nada que en ir para adelante y ayudarlo. Se fue de la playa con vida, hicimos todo lo que pudimos”, dijo, compungido, Mariano Serafini. Al hombre que se llamaba Juan, era madrileño y tenía 39 años lo trasladaron al Hospital Interzonal General de Agudos “Dr. Oscar E. Alende”, donde falleció minutos antes de las diez de la noche.
Juan, dicen quienes lo conocieron, era un hombre aventurero, arriesgado. Intentó sacarse una foto sobre el precipicio de un barranco, cayó al vacío, sobre las rocas y falleció. Estaba transitando el mejor viaje de su vida. Una muerte absurda. Otra víctima más del peligro silencioso de los acantilados.
Seguir leyendo: