Feminista en falta: el legado de Blackie y el valor de no tomar partido en tiempos de binarismo

Gourmet Musical acaba de reeditar con nuevo prólogo la biografía de Paloma Efron (1912-1977) por Hinde Pomeraniec y es un momento ideal para reflotar su figura pionera y a contramano de lo que se suponía que tenía que hacer una buena chica judía de su época. Sobre todo porque fue una “periodista pura sangre” que profesaba con rigor la premisa de no asumir ni un lado ni el otro de las historias

Compartir
Compartir articulo
Blackie una de las figuras más importantes del periodismo argentino (Captura de video)
Blackie una de las figuras más importantes del periodismo argentino (Captura de video)

Hinde Pomeraniec, la autora de Blackie, una voz insumisa, el libro sobre la vida de Paloma Efron (1912-1977) que acaba de reeditar con nuevo prólogo y correcciones Gourmet Musical, me dice que el legado de la artista, cantante, productora y “periodista pura sangre” es que “mostró lo que podía hacer una mujer judía en la Argentina en el siglo XX”. También que ejerció el oficio con “amor y respeto”, una muletilla que encerraba una de las premisas más básicas que –como tantas– hoy parece haber quedado en el olvido: consultar a todas las voces, no asumir ni un lado ni el otro de una historia, sino dejar que la audiencia sacara sus propias conclusiones.

Hinde es una heredera de la tradición de Blackie, una chica (judía) que se abrió paso en una redacción de hombres, con las herramientas que teníamos antes, bancándonos los chistes machistas para ser parte y bancándonos sobre todo entre nosotras para hacernos más fuertes. Blackie murió antes de que yo naciera pero reconozco en ella ese feminismo que se ejercía aún sin conciencia: ella decía que era “un varoncito” –y tuvo que disfrazarse de vieja y de hombre para hacerse un lugar–, estaba ahí porque quería hacer las mismas cosas que los tipos, sin darse cuenta de que era pionera ni de que –sin proponérselo– nos estaba abriendo camino a todas las generaciones que seguimos.

Es un buen momento para repasar la biografía de Blackie, por muchas cosas. Una es que a través de su figura se puede hacer –como hace con maestría mi amiga Hinde– un recorrido por la historia de la comunidad judía argentina de la que ella fue un símbolo y entender una vez más por qué nos pega tan cerca y tan de lleno el horror que ocurre ahora a miles kilómetros.

Se sabe que el 10% de los secuestrados por Hamas son argentinos, que hay compatriotas entre las víctimas fatales y es imposible no emocionarse con las repatriaciones, sobre todo de chicos que participaban de programas de intercambio estudiantil. Es difícil ser porteño y no conocer al menos a alguien que viva en carne propia la angustia de tener familiares atrapados en la guerra.

El libro de Hinde Pomeraniec sobre la vida de Blackie
El libro de Hinde Pomeraniec sobre la vida de Blackie

A la vez, todos toman partido como si entendieran el conflicto: en los medios y las redes se opina con una liviandad pasmosa, la distancia de aquella máxima de Blackie y su búsqueda de la ecuanimidad –ni más ni menos que lo que antes se esperaba de este oficio, como mínimo– da ganas de llorar. El respeto se perdió hace rato (y del amor ni hablar).

La periodista y consultora en estrategias digitales Elizabeth Spiers dice esta semana en una columna de The New York Times algo que parece obvio y que sin embargo merece repetirse: que no hacer declaraciones sobre lo que ocurre en Israel y la franja de Gaza no necesariamente es silencio o complicidad como insinúan muchos. No debería descartarse que sólo se trate de respeto, de mirar con tristeza y perplejidad algo sobre lo que la mayoría conoce poco, de correrse del prejuicio y las opiniones tercas. Spiers se había encontrado, después de varios días sin abrir su cuenta de X (ese engendro de las redes al que seguimos llamando Twitter), con decenas de demandas (y acusaciones) de desconocidos para que se expidiera sobre la cuestión en Medio Oriente.

Algo parecido le pasó de este lado del hemisferio a la filósofa y escritora Tamara Tenenbaum, con el agravante de la violencia inusitada con la que algunos de esos desconocidos validaron su reclamo, alegando que ella más que nadie debía hacerlo por ser judía e hija de una víctima del atentado en la AMIA. Es un planteo tan básico y falto de correlación que causaría gracia si no fuera igualmente doloroso y agraviante: Spiers y Tenenbaum podrían haber calmado a las hordas de bravucones con wifi apenas posteando una bandera de Israel y un emoji de manitos que rezan. Y causaría gracia si no fuera agraviante; porque no hace falta informarse ni sentir realmente, alcanza con la pose, con sufrir virtualmente. Lo cuenta Spiers en su nota y fue un pequeño escándalo americano: el cantante Justin Bieber posteó en Instagram (para sus 293 millones de seguidores) que estaba “rezando por Israel” sobre una imagen (que luego borró) de la destrucción en Gaza. Así estamos.

La anécdota de Blackie que muestra su actitud frente a la profesión
La anécdota de Blackie que muestra su actitud frente a la profesión

“El impulso de hacer declaraciones ruidosas y reduccionistas refleja el miedo genuino que nos provoca el horror que habita más allá de las palabras –escribe Spiers–. Los razonamientos binarios (por sí o por no, a favor o en contra) implican soluciones simplistas. Y es mucho más agradable decirte a vos mismo que estás parado del lado del bien, contra el mal, que cuestionar lo poco clara que puede ser la línea que separa esos dos mundos”. Es cómoda la superioridad moral, pero no spoileo nada si digo que, en general, los que se sienten mejores suelen tener más razones para avergonzarse que el resto. Es cómodo señalar a otros para no hacerse cargo de los errores propios.

Hay una anécdota de Blackie que tiene la actualidad del anonimato en las redes. La cita que rescata Pomeraniec es del libro del locutor Alberto Thaler, que trabajaba con Efron en radio Belgrano. Dice que llegó enojada al estudio y que le pidió al operador que le diera micrófono directamente, sin poner siquiera la cortina. “Buenas tardes –dijo cuando se encendió la luz de aire–. Estas palabras están dirigidas a usted, señora que me mandó una extensa carta que no se dignó a firmar donde me critica los furcios. Usted me critica los furcios, estimada señora, pero si los cometo es porque tengo una hora y cuarenta y cinco minutos de programa. Y en un lapso tan extenso es lógico que alguna vez se me escape alguno, ¿o usted no comete furcios, señora?”.

De Blackie decían que “siempre estaba donde calentaba el sol” y que “ni siquiera sabía la diferencia entre peronistas y radicales”. Pero en sus programas no había nadie prohibido y nadie se atrevía con ella, ni siquiera los militares. Era liberal en el sentido americano: para ella la libertad de expresión era un principio inclaudicable. Estoy hace ya algún tiempo en una cruzada personal para rescatar del oprobio el sentido que se le da a la tibieza. Es bueno lo tibio en tiempos en que todo quema, es bueno el sol calentito, es más fácil la reflexión y el diálogo con los distintos cuando lo horrible no nos hiela la sangre.

Lo repito hoy, sin inocencia, en tiempos de decisiones: el binarismo rupturista nos deja discutiendo a la intemperie asuntos de convivencia que ya estaban saldados, el corpus de valores sociales que no se compran ni se venden y que, si hoy están rotos, deberían restaurarse en vez de destruirse del todo.

A Hinde Pomeraniec le llevó más de quince años tomar el impulso para escribir la biografía de la que considera con justicia “una Victoria Ocampo plebeya y judía”, que a diferencia de la directora de Sur no tenía dinero para invertir en cultura, sino que buscaba sponsors para invertir en cultura popular. Más de quince años para entrar en los recovecos grises –tibios– de una mujer que había dejado producido de antemano un relato “edulcorado” de su vida. Dice que, cuando empezó a pensar en el libro, el personaje todavía le quedaba grande, que “no tenía la experiencia de vida ni las herramientas profesionales” para ir en contra de esa vida ideal que Blackie había querido que se contara.

El resultado de su obsesión por las fuentes, por esa herencia de oficio –divulgar la cultura, todas las voces de la cultura, y dejar que la audiencia saque sus propias conclusiones–, de su trabajo a contramano del imperio de lo inmediato de las sentencias irreflexivas y dogmáticas, es un retrato contradictorio y lleno de matices, como una verdad sin sentencias. Como es la realidad que no demanda posteos.