La batalla cultural es fundamental en el liberalismo

Una respuesta a la crítica de Antonella Marty, quien sostiene que ese concepto es incompatible en el ámbito del liberalismo

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Grafiti de Gramsci
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Recientemente se publicó en este diario una crítica de Antonella Marty al término “batalla cultural” y a su utilización en el ámbito del liberalismo por resultar, según la autora, incompatibles. Entre otras afirmaciones, Marty entiende que la expresión “batalla cultural es engañosa y contradictoria, ya que la cultura evoluciona mediante discusiones abiertas, en una “sociedad libre, sin coacción y sin imposiciones”, a la vez que sostiene que se trata de una distinción entre “puros” e “impuros”, propia de la derecha conservadora.

Sin embargo, cabe oponer desde el propio liberalismo, y a la vez sin negar la preeminencia conceptual del orden espontáneo, que también son expresiones de la cultura la política y el Estado, que concentran los medios de coacción que en los hechos permiten propagar las condiciones fácticas e ideológicas para la amplificación del colectivismo y el estatismo en todas sus formas, produciendo el mayor asedio posible al liberalismo, en tanto este representa una manifestación escéptica y crítica de la autoridad política, y en la medida en que los liberales no se comprometan con la acción política, postura que la autora parece defender.

Esta suerte de idealismo liberal en el que los medios políticos y su intervención en la cultura son tachados de ilegítimos sin más debido a que atentan contra el orden espontáneo, y donde parece que apenas cabe rendirse a las imposiciones propagandísticas de los estatistas, no solo descarta la práctica política liberal sino que evidentemente facilita la entrega del “campo de batalla” a los socialistas de todos los partidos. Si de verdad queremos que triunfen las ideas liberales, es menester ocupar todos los lugares que resulten necesarios bajo la premisa incluyente de “esto y aquello”, y no bajo la excluyente de “aquello o esto”.

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Si “la cultura no se desarrolla combatiendo”, entonces ¿cabe aguardar que las ideas liberales predominen alguna vez en el ámbito social y político por efecto de una suerte de conversión social espontánea, o acaso se espera que tal prodigio se produzca únicamente por medio de las obras y el discurso de los intelectuales liberales? ¿Por qué estos últimos estarían habilitados como parte de la “cultura”, y en cambio no así los provenientes de referentes, publicistas y militantes políticos del liberalismo? Una vez más, ¿los medios políticos no son parte de la cultura? No obstante, admitir esto no supone desde luego legitimar la coacción política sino remitirse a describir de forma más acabada la realidad existente.

Esta visión mutilada de la cultura que incurre en el error de identificar el ser con el deber ser, revela además una grave limitación que minimiza los mecanismos del poder político y su verdadera influencia social. Más allá de las auténticas distinciones teóricas dentro del liberalismo, es necesario en la práctica que este se reconozca como un realismo comprometido si pretende ampliar sus alcances y transformar la realidad sin confundirse con el conservadurismo, tal como lo hicieron los liberales del siglo XIX empezando por el propio Alberdi y los demás miembros de la generación del ´37, que no dudaron en asumir posiciones comprometidas involucrándose en la acción política con el urgente e ineludible fin de vencer a la dictadura rosista. Sin Caseros ni Pavón, no hubiera existido constitución liberal en 1853 ni la emergencia de un orden político y cultural que, en el contexto de un país pobre y atrasado, sentó las bases locales del capitalismo y el crecimiento que en menos de medio siglo convirtió a la Argentina en el país más rico del mundo.

En cambio, los liberales académicos en exclusividad que tratan con desconfianza y descalifican cualquier intento de otros liberales de involucrarse en la acción política concreta e influir desde este ámbito en la cultura —como si estos últimos fuesen iliberales—, se muestran como solipsistas indiferentes a las consecuencias infames del avance del colectivismo estatizante, y se refugian en un purismo meramente intelectual y aséptico que se asimila en este sentido al purismo esencialista de la derecha conservadora que pretenden impugnar.

Más aún, si la acción política liberal es a priori ilegítima y su propio contraataque cultural debe permanecer reprimido, entonces por estas únicas razones y a fin de sostener su supuesta coherencia, a la hora de las elecciones estos liberales no deberían votar la opción liberal eventualmente disponible, contradiciendo también de esta manera a buena parte de la tradición liberal que rechaza la separación ideológica entre acciones e ideas.

La ética de la convicción, propia de la ciencia y la teoría, se erige para estos liberales como la única alternativa válida, descartando por completo la ética de la responsabilidad —según la conocida distinción de Max Weber—, comprometida a partir de las ideas con el barro de la lucha, lo que a la luz del liberalismo, entendido asimismo como filosofía política práctica, resulta notoriamente dudoso.

El desinterés por las consecuencias concretas que acarrea el repliegue liberal en la esfera política es apenas un ejercicio que pueden permitirse algunos liberales ciertamente aventajados en otros aspectos, quienes prefieren contemplar con espuria placidez el derrumbe desde su torre de marfil. Tampoco pueden acusarnos válidamente, por lo ya explicado, de utilitaristas o finalistas a quienes sostenemos lo contrario por el solo hecho de inclinarnos por la ética de la responsabilidad como medio para que las ideas liberales procuren una verdadera influencia política y social, antes de terminar consumidos por la expropiación de los estatistas.

Si como afirma Marty la estrategia gramsciana es un “plan delirante”, esto no significa necesariamente que no merezca respuesta alguna, sino todo lo contrario: el discurso de la llamada “nueva derecha”, en el que el liberalismo queda por momentos mezclado y confundido con el conservadurismo reaccionario, en el caso de resultar el inicio de una vía política efectiva contra la batalla cultural socialista, en lugar de apartarse escandalizados, los liberales deben asumir las limitaciones de sus actuales fuerzas y al mismo tiempo proponerse la misión de incidir en la mayor medida posible en este incipiente movimiento alternativo a la izquierda, a fin de terciar en las tendencias conservadoras retrógradas y bregar también en este espacio por el predominio de las ideas de la libertad.

*Roberto Campos es abogado, profesor universitario y secretario parlamentario de La Libertad Avanza en la Legislatura porteña.

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