La “batalla cultural” es incompatible con el liberalismo

Se trata de un término que fue utilizado durante un largo tiempo por el marxismo o la izquierda y que puede ser engañoso, cualquiera puede caer en la trampa y por eso es importante entenderlo

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Para Antonio Gramsci, aquella batalla debía ser encabezada por la izquierda como un mecanismo para vencer y acabar con los paradigmas del «bando de enfrente»
Para Antonio Gramsci, aquella batalla debía ser encabezada por la izquierda como un mecanismo para vencer y acabar con los paradigmas del «bando de enfrente»

La llamada “nueva derecha”, gravemente confundida con el liberalismo (porque nada tiene de liberal), está obsesionada con algo que llama “batalla cultural”, un término que fue utilizado durante un largo tiempo por el marxismo o la izquierda. Este peligroso término puede ser increíblemente engañoso, cualquiera puede caer en la trampa y por eso es importante entenderlo.

La idea de la “batalla cultural” es una contradicción en términos, una gran deshonestidad intelectual y un mecanismo de creación de pureza interna que divide a la sociedad en dos: los impuros y los cruzados.

El punto de partida es que la cultura se desarrolla de manera espontánea a través de los millones de decisiones y acciones humanas que la hacen. Por ende, hablar de esta batalla es una contradicción: las culturas evolucionan, se desarrollan, avanzan cuando las personas sintetizan valores en discusiones abiertas, en una sociedad libre, sin coacción y sin imposiciones.

Hacer uso de un término bélico o militar como batalla cuando hablamos de culturas es algo completamente incompatible: la cultura no se desarrolla combatiendo a los que piensan diferente, como pretenden la izquierda o la derecha, tampoco se desarrolla combatiendo a los que tienen valores o tradiciones diferentes, y menos se desarrolla con las cruzadas morales y religiosas que pretenden los movimientos de derecha. Por este motivo, la “batalla cultural” es incompatible con el liberalismo.

La cultura tampoco tiene vida propia, y analizarla es simplemente observarla como fenómeno agregado, no hay nada en ella de contractual o prestacional que deba ser obedecido. Cualquier cambio en la cultura pasa a ser parte de la cultura. Cualquier cosa que no se permita cambiar no es cultura, es disciplinamiento social, ingeniería social. Cuando hablamos de «nuestra cultura», estamos hablando de nuestras limitaciones. Si hablamos nuestro idioma es porque lo conocemos, pero tratamos de aprender otros para aumentar nuestra cultura. Es parte de nuestra cultura ampliar nuestra visión con otras, incorporándolas o conociéndolas. Nuestra cultura es nuestra limitación.

Para Antonio Gramsci, comunista italiano que hizo énfasis en el concepto de hegemonía cultural, aquella batalla debía ser encabezada por la izquierda como un mecanismo para vencer y acabar con los paradigmas del «bando de enfrente». Para Gramsci, hegemonía era el término con el que se podía identificar o describir el dominio de una clase sobre la otra, cuando la «clase subordinada» acepta de manera natural el orden del mundo o la cultura de la «clase dominante». Sin embargo, Gramsci pretende programar la lucha de clases por su versión marxista, porque interpreta que los obreros deberían ser marxistas, pero han sido colonizados culturalmente. La visión de lucha de clases del marxismo es equivocada, la única forma en que el marxismo se expande es promoviendo sus ideas, los obreros nunca han respondido al modelo de clases de esta concepción. De esto se sigue que al marxismo también se lo combate rebatiendo sus ideas, no programando al revés la cultura de lo que pretenda hacer un espíritu gramsciano.

Hoy esta “batalla cultural” también reivindicada por la derecha, busca imponer sus propios valores y paradigmas. En parte disfrazan su proyecto de intento de revertir la estrategia gramsciana, que, como señalé, no merece respuesta alguna de ese tipo porque es un plan delirante. Si no toman como referencia la Escuela de Fráncfort, que en su primera versión partía de la base de que el nacionalsocialismo había seducido al obrero por condicionamientos culturales más etéreos, como si aquellos intelectuales fusilados en la Unión Soviética llevaran un siglo reconfigurando la cultura para que se hiciera marxista. Lo curioso de esta tesis conspirativa es que lo que interpretan que el marxismo quiere cambiar de la cultura es aquello en lo que la cultura ha cambiado por sí misma: aumento de la tolerancia de distintas formas de vida, fin de la persecución estatal de la homosexualidad y su posterior aceptación como parte de la realidad, ampliación de la libertad y dignidad de la mujer. Todo lo que la derecha alternativa actual pone en esta conspiración coincide con lo que las Iglesias cristianas han querido mantener prohibido por considerarlo pecaminoso. Es ahí cuando los supuestos planes marxistas se convierten en un insumo de una cruzada en pleno siglo XXI contra todo aumento de la tolerancia hacia aquello que los cristianos han perseguido hasta el homicidio en su historia.

Esta «batalla cultural» reúne los modelos más iliberales que se observan en la derecha actual, también llamada nueva derecha, con el pretexto de la «defensa de Occidente». Juan José Sebreli reflexionó en Dios en el laberinto acerca de que el conservadurismo tiende a definirse como occidental y cristiano, suponiendo que ambos conceptos son uno solo. Pues, a pesar de rechazar la modernidad, los católicos consideran al cristianismo como el punto de origen del pensamiento occidental, cuando en realidad la raíz última de los occidentales no es cristiana, puesto que el cristianismo tiene sus raíces en la religión judía, en la mitología egipcia y en un sinfín de ramificaciones y creencias más.

Todo parece quedar bajo el marco de una «cultura occidental» que ha dado, recordemos, tanto a Jefferson como a Torquemada. Pues la cultura es apenas un resultado del intercambio, de manera que, con el artilugio de esa batalla cultural, el agua y el aceite son hermanados por medio de un recurso dialéctico que sintetiza el liberalismo con el antiliberalismo.

Desde un punto de vista individualista, la cultura no otorga legitimidad alguna al uso de la fuerza, y no debe ser objeto del debate político, pero es, como tantas otras abstracciones usadas para manipular identidades y sentimientos, un instrumento útil para facciones populistas. Ni siquiera hay algo en nosotros que haga que hablemos en español, es la gente con la que hemos estado en contacto, se trata de un resultado y no de una identidad. Aunque hablemos el mismo idioma, tenemos acentos distintos en cuanto nos movemos unos cuantos cientos de kilómetros, como consecuencia de modos de hablar que se fueron separando en épocas de menor comunicación. Nuestra cultura es producto de nuestras limitaciones geográficas, porque, si hubiéramos tenido internet y aviones antes, tendríamos más códigos comunes, pero se utilizan las diferencias falsamente como método de identificación política para generar una división y unos «otros» amenazantes, sólo porque raza ya no queda bien y nacionalidad remite a los verdaderos orígenes de este discurso, algo que no quieren demostrar. Pues queda claro que la batalla cultural es otra forma de crear una pureza interna, unos impuros y unos cruzados.

Mediante esta «batalla cultural», se pretende ejecutar una especie de control moral sobre el desarrollo de la cultura, avivando el famoso «miedo al cambio» o «miedo a lo nuevo», para proceder con una agenda de estilo conservador, religioso, proteccionista, antiinmigratorio y antiglobalización.

Al final del día, la batalla cultural es otra invitación vacía al estilo de la Revolución cultural de Mao, ellos que se creen tan opuestos al marxismo, en la que hacer flotar en el aire una culpa y habilitar a lo peor de la sociedad para hacer pedazos al mérito. Simplemente, todo lo que suene a moderno es declarado sospechoso de ataque a la cultura, y todo lo que suene retrógrado es tratado como el antídoto. Los guías, los que señalan los símbolos a derribar, concentran el poder de la cruzada.

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