Último tango en el país de Maia

En el país de Maia la mitad de sus habitantes es pobre, hay una violencia en las calles constante

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Acá vive Maia con su madre
Acá vive Maia con su madre

Aquí estamos, sin tango, o en todo caso el último porque hacen falta dos, sin barbijo y con distancia herética en el tema. No se puede. El país donde ya no se puede bailar el último tango tiene como marcas de hierro la desorientación y el desconcierto. Es el país de Maia, la chiquitina de siete años que vivía en uno de los grupos de agujeros de plástico como chozas subhumanas o en la perra calle hasta que se la llevó un delincuente y depredador sexual. Los vecinos, escuché y veo, dicen que no es el primer caso. Casi no hacía falta. Hay muchas Maia.

A la espera de un destino, Maia nació desde la primera hora a sobrevivir junto a la madre con muchas adicciones y en el barro. De cualquier modo. Y de cualquier modo es de cualquier modo.

En el país de Maia la mitad de sus habitantes es pobre, hay una violencia en las calles constante -desde barras, pandillas, bandas, hasta conductores de coches importantes que bajan y se trenzan a golpes como si explotaran- y el 80% de los caminos y calles son de tierra. Grandes basurales, arroyos imposibles, fiestas clandestinas como negocio organizado con ferocidad garantizada y drogas con la entrada incluidas. Muchos perros se ganan la vida como pueden y en la burbuja de Maia no faltan caballos atados con una soguita, tal vez robados y vendidos a frigoríficos que no reparan en los modales o para meterlos entre las varas para el cirujeo o lo que haga falta hasta reventar.

El detenido
El detenido

Ocurre, hace falta decirlo, que en el país de Maia donde se ha bailado el último tango, hay unas cuantas realidades superpuestas y entreveradas. El espacio es el mismo, pero las realidades son muy distintas. Todos han de llamarse argentinos pero no es lo mismo. No hablo de los discursos sobre desigualdad, o la importancia del mérito, asunto, el último, hasta entonces inaudito. Sería inútil frente a la pandemia de descreimiento y debilidad que exponen los líderes junto al COVID-19.

Para hacerlo útil y rápido, está la realidad donde se lleva adelante la lucha contra la Justicia de manera tan desnuda y clara que por momentos resulta incómodo. No hace falta ser de uno o de otro, estar agrietado: alcanza con mirar.

Claro que en la burbuja Maia no hay un interés ardiente por seguir ese proceso político. Es el mismo sitio y es uno diferente. Con ese ejemplo se ven las diferencias, a pesar de que allí, con los perros, los arroyos que se hacen basurales, saben que hay un número importante de presos tirados en alguna parte sin que nadie se ocupe de lo que pasa. No es para esa Justicia ni para esa guerra. A ella aportan los ecos lejanos pero no apagados del proceso Mani Pulite en 1992 a un lado y por la embestida del lawfare y sus clamorosos perseguidos al otro. Pero allí, en el lugar de donde Maia se llevó un hombre, no es nada que importe.

La unión, la posible, es la pegajosa descompostura de palabras que han perdido el sentido. No solo no se cree en la descompostura verbal sino también se ignora, se pasa de largo. Tiene que haber en algún lugar de este territorio desunido una minúscula chispa de felicidad, junto con las vacunas y la increíble ineficacia de su distribución. Algo puede cambiar. Tiene que cambiar mientras se corre a cazar al lobo en bicicleta con una niña a la espalda.

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