El que apuesta al dólar pierde, o el fundamentalismo intransigente

La intransigencia ideológica de la clase dirigente es la causa principal de que nuestra nación se haya convertido en una usina de pobres. Pasan los gobiernos y seguimos sin resolver los problemas que nos llevaron a estar como estamos

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El presidente de Argentina, Alberto Fernández, saluda al ministro de Economía, Martín Guzmán, antes de asistir a una conferencia de prensa en Casa Rosada. Buenos Aires. Argentina. Foto de archivo Aug 31, 2020. Juan Mabromata/Pool via REUTERS
El presidente de Argentina, Alberto Fernández, saluda al ministro de Economía, Martín Guzmán, antes de asistir a una conferencia de prensa en Casa Rosada. Buenos Aires. Argentina. Foto de archivo Aug 31, 2020. Juan Mabromata/Pool via REUTERS

“El que apuesta al dólar pierde” es una expresión del ex ministro de Economía Lorenzo Sigaut, dicha en 1981 poco antes de una gran devaluación. Se convirtió en una frase icónica que ejemplifica la falta de credibilidad de la política.

En 2002 el entonces presidente Eduardo Duhalde dijo: “El que depositó dólares, recibirá dólares”, todos sabemos cómo terminó esa historia también.

En septiembre de 2020, nuestro actual ministro de Economía señaló: “El dólar blue no es un tipo de cambio de referencia para los precios”. En ese momento el dólar blue cotizaba a 145 pesos, llegó a tocar los 200, y actualmente ronda los 160 pesos por billete de la divisa americana, con una inflación en alza.

Los fundamentalismos suelen ser intransigentes. Solo tiene valor su propio relato. Es importante entender que tanto los “unos” como los “otros” coinciden en no estar dispuestos a cuestionar sus posiciones dogmáticas. La militancia agresiva desprecia a los que discrepan con ellos.

Ese tipo de fundamentalismo es en la actualidad el yunque que nos impide salir del pozo en el que nos encontramos. La intransigencia de los fundamentalistas es la causa principal de la usina de pobres en que se ha convertido nuestra nación, porque seguimos sin resolver los problemas que nos llevaron a estar como estamos.

La credibilidad de los que nos gobiernan -que es una condición necesaria pero no suficiente para salir del pozo- es, en mi opinión, el activo más importante de la política. Le siguen los votos. La credibilidad de la clase dirigente está hoy devaluada. Sabemos que el que apostó al dólar no perdió, que no se devolvieron los dólares del 2002, y que el dólar blue es un tipo de cambio que sí impacta en los precios.

No podemos desconocer que venimos de ocho años de estancamiento de la economía. A los tres meses de asumir el actual mandatario, se declara la pandemia mundial. La tragedia nos hizo caer en la trampa de nuestra propia historia. Al no tener “resto” en las arcas públicas, no quedó otra alternativa que emitir, emitir y emitir. El resultado fue la montaña de billetes que se “tiró” al mercado durante la cuarenta extra large que tuvimos.

El modelo intervencionista actual desprecia las condiciones necesarias para que nuestro país se acerque a la economía globalizada y sea una opción de inversiones que nos rescaten del naufragio económico en el que estamos inmersos. Necesitamos dólares pero no generamos las condiciones para que vengan, y encima nos damos el lujo de sacar a las patadas a los que los tienen, otra clara demostración del fundamentalismo intransigente.

Argentina es un país sin respaldo económico. No podemos colocar bonos para financiarnos, mientras nuestros vecinos de la región pueden hacerlo a tasas del 3%. Los argentinos que tienen dólares “billete” los guardan bajo siete llaves, ya que invertir en nuestro país es toda una aventura y por ende no es una opción.

En términos de PBI, nuestro país descendió a niveles similares a 1990, con una calidad de vida muy desmejorada. Se perdieron varios millones de puestos de trabajo entre formales e informales. Cuando pase la tormenta, y baje el agua, nos vamos a encontrar con la peor Argentina que hemos visto en la historia.

La desinversión estructural en todo el país es una realidad actual y palpable, la caída de los servicios públicos, internet, telefonía, energía, más un largo etcétera, generan una economía inviable. La desinversión es más y más pobreza para el laburante de a pie. Con el agravante de que hoy contratar un trabajador importa tanto como no poder despedirlo. Consecuencia, no se contrata trabajo formal.

El pobrismo de nuestra nación, pese a que desde el 2000 a la fecha el gasto asistencial subió 15 puntos del PBI, aumenta año tras año. Una clara demostración que a mayor asistencia social del Estado se evidencia aún más su fracaso como generador de empleo genuino.

Perú, Paraguay, Bolivia, Chile, Uruguay, entre otros, tienen hoy mejores condiciones económicas que nuestra nación. Más no sea por orgullo, se deberían generar las bases para que nuestro país pueda crecer en forma genuina. Discutir la plataforma impositiva y los impuestos al trabajo es hoy una necesidad que no se puede seguir demorando. Las consecuencias de no hacerlo son muy claras: más ciudadanos tirados a la pobreza.

El mayor problema que tenemos para el crecimiento económico es la imprevisibilidad y la falta de credibilidad como país, frente al resto de las naciones. Eso se genera porque no tenemos un “norte” como nación, con independencia de quien ocupe el sillón de Rivadavia.

Ese norte es una autopista, se podrá ir más al centro, a la izquierda o a la derecha, pero siempre en una dirección determinada. Esto es lo que nos diferencia de los países serios y que crecen.

El contrato social de la Argentina modelo 2021 resulta paradigmático, y a la vez un tanto indescifrable. Por estas tierras el todo vale con tal de ganar una elección de medio término, que siempre toca en los años impares (para los amantes de la Kabbalah), nos ponen en el límite de la indignación ciudadana, sin importar aquí las cuestiones de partidismo político, porque si algo nos dejó en claro la crisis de las cinco pandemias (salud, economía, seguridad, instituciones y educación) es que estamos frente a un cambio de paradigmas.

Ya no es bien visto por la sociedad el político que “afana”, el que besa los senos de su compañera en plena sesión de la Honorable Cámara de Diputados, la que pretende “colocar” a su empleada doméstica en un trabajo pago por todos, con tal de no afrontar de su propio peculio las consecuencias que el derecho del trabajo le impone.

La ciudadanía se encuentra, antes que nada, inmersa en una sensación de hartazgo, donde se confrontan sentimientos duales respecto de la clase dirigente, dependiendo de la “espalda” económica que tenga. Me explico. Si el ciudadano indignado tiene un resto, se hace escuchar, protesta, dice lo que siente y piensa. La democracia es para eso entre otras cosas, sin que implique que los criticados deban ofenderse. Todo lo contrario, deberían estar agradecidos de los críticos, porque eso los hará superar sus errores y ser mejores.

Por el contrario, si el ciudadano indignado y harto es “pobre”, lo cual no implica estigmatizarlo, sino reconocer su realidad, no le queda otra que apostar el asistencialismo social, donde se manifiesta el fracaso del Estado, que le asegura una “teta” donde prenderse.

La marginalidad de una inmensa mayoría de nuestra población los deja necesitados de la asistencia del Estado, incapaz de generar puestos de trabajo genuino, que suple con limosnas asistenciales que le aseguran un caudal de votos importante para sostener el proyecto político. Es la versión argentina del perro del hortelano.

El dilema “asistencialismo estatal” vs. “generación de empleo genuino” es precisamente la discusión que debemos dar. El asistencialismo lleva implícito mayor déficit fiscal, y con él mayor inflación y peores condiciones para los ciudadanos marginales que si o si deben ser rescatados de sus miserias. Este movimiento de indignados silente, es el que no se puede hacer escuchar. Pese a que sus necesidades son mayores que las del resto de la población.

Lo que se quiere hacer ver como un proyecto de igualdad social, termina siendo una demostración del fracaso de nuestra nación, que, desde 1945 a la fecha tiene una economía inestable que no para de caer, con la mayor cantidad de defaults, y con un récord de pobres que vamos superando año tras año.

La diatriba política, el discurso berreta, se queda sin argumentos cuando se contrasta con la simple realidad. Basta con recorrer el conurbano bonaerense, bajar del auto con chofer y caminar las calles de tierra de los barrios carenciados para entender la dura realidad a la cual se condenó a más del cincuenta por ciento de nuestra población para aprehender de primera mano las consecuencias del fracaso de las políticas de Estado.

Los dirigentes, que durante toda la cuarentena siguieron cobrando sus dietas, sin bajar sus ingresos como muestra de solidaridad con el pueblo sufriente que dicen representar, son la cara más “beatona” que nos toca ver. Votan nuevos impuestos, pero sin tocar su propio bolsillo. Perdieron una gran oportunidad, y el respeto de sus dirigidos.

Lo peor de todo este entuerto es que se termina generando una mayor dependencia del Estado en una inmensa porción de nuestra ciudadanía. De allí que los caminos se bifurcan a la hora de gobernar para ganar una elección o gobernar para reparar la nación rota por tantas décadas de desaciertos.

Se termina consolidando como modelo la asistencia pública, los planes, las dádivas estatales, en lugar de generar las condiciones para que esos mismos conciudadanos puedan acceder, no a un plan, sino a un trabajo digno.

Por estas razones, el voto de los más pobres no es un voto libre, sino producto de sus necesidades, a consecuencia de los desatinos de la clase que los ha dirigido por largas décadas. Esto nos termina convirtiendo en un país modelo puerta giratoria, con mucho movimiento, pero sin avance.

Ese cincuenta por ciento de nuestra población es mayoritariamente “carenciado”, con nulo o poco acceso a servicios públicos, con mala alimentación, nula o escasa educación de los niños, psíquicamente debilitados o derrotados por su situación y por su entorno, sufren de inseguridad crónica, y genera a su vez un mayor incremento de inseguridad, por la sencilla razón que no tienen para cubrir sus necesidades básicas. Sus prioridades son el plato de comida del día a día. Todo lo demás queda en un segundo o tercer plano. No importa si sus dirigentes son probos o chorros. Solo importa la limosna del estado que reciben, porque no tienen otra alternativa. No es una discusión de sordos, sino de necesitados.

Si no se entiende ese tipo de necesidad, no se puede entender a la mitad de nuestra nación. En este contexto, el alcohol, las drogas y la inseguridad son la pus que supura de esa herida que no ha curado. Las atención de las necesidades básicas son el único eje sobre el cual giran sus sufrientes existencias. Al momento de votar van a seguir al político o política que les resulta más creíble a la hora de asistirlos.

Todo un dilema para quienes pretendan acceder al sillón de Rivadavia, en cuyo derrotero, el próximo turno electoral tiene una importancia vital. De estas consideraciones se desprende una concepción bipolar de la política, donde las opciones se ven acotadas, no porque no las haya, sino porque el clientelismo político genera un caudal importante de votos que termina distorsionando los resultados electorales.

En medio de todo este entuerto, no se cuida a los empresarios, a los emprendedores, a los que generan empleo genuino. Se los ahoga con más y más impuestos, se castiga al que contrata un trabajador, porque se prohíben los despidos, con la consecuencia lógica de que cayó en picada la contratación de empleados registrados. Ni que hablar del empresario que quiere importar algo, una aventura digna de Misión Imposible.

La presión fiscal sobre el campo termina siendo todo un paradigma de lo que no hay que hacer para dejar de ser un país más pobre. Joan Manuel Serrat escribió Bienaventurados (1987): “Bienaventurados los pobres porque saben, con certeza, que no ha de quererles nadie por sus riquezas. Bienaventurados los adictos a emociones fuertes porque corren buenos tiempos para la gente marchosa. Bienaventurados los dueños del poder y la gloria porque pueden informarnos de qué va la cosa. Bienaventurados los que alcanzan la cima porque será cuesta abajo el resto del camino”.

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