Hacia una reducción de la brecha de género

¿Por qué la superficie debería ser inclinada y patinosa para unas jugadoras y no para otros, siendo que es posible revertirlo (aunque pueda ser complejo), si ambos están de acuerdo?

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Creemos que los derechos de que gozamos hoy existieron siempre, pero no es así. Hubo una época en que las mujeres no votaban o no podían tener propiedades, o no podían ir a la universidad. Las sufragistas eran tildadas de “locas” por buena parte de la sociedad de principios de siglo, y ni hablar de las revolucionarias de París en 1791, que pedían que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano también las incluyera. Los derechos civiles y políticos de los que gozamos las mujeres y que nos equiparan a los varones son bastante recientes y -con variaciones entre países-, en la mayor parte de los casos datan de fines del siglo XIX o del siglo XX. Algunos tienen solo unas pocas décadas.

El WEF (Women Economic Forum) calcula que nos llevará 257 años cerrar la brecha de género si no cambian las condiciones de base. Está demostrado que las organizaciones que tienen diversidad en sus órganos de dirección alcanzan mejores resultados económicos y son más innovadoras (basta ver informes de ONU Mujeres, de Catalyst.org, de Women Corporate Directors y de muchas otras usinas de conocimiento). Las organizaciones que entendieron esto empezaron a incorporar la diversidad en sus declaraciones de valores, en sus políticas y procedimientos. Pero como capas de una cebolla, aparecieron por debajo formas más sutiles de discriminación. Costumbres arraigadas y no problematizadas, condicionamientos socio-culturales, estereotipos y sesgos inconscientes. Sabemos, por ejemplo, que el principio de semejanza hace que prefiramos interactuar con quienes son parecidos a nosotros, algo sobre lo que operan los algoritmos de las redes sociales, y de gigantes como Amazon y Netflix. Es lógico que los varones que ya vienen ocupando el 94% de las posiciones ejecutivas en los directorios y el 71% de las gerencias senior prefieran interactuar con otros varones. También sabemos que el estereotipo de género y el de líder se retroalimentan positivamente en los varones y negativamente en las mujeres, lo que hace que nosotras tengamos que optar entre honrar uno o el otro, entre parecer buenas mujeres o parecer buenas jefas. También sabemos que la educación desde la temprana infancia nos prepara para ocupar determinados roles según el género y que esas expectativas de los demás después formatean las propias, porque así se transmite la cultura. Y que esos mandatos terminan por socavar la independencia financiera y la libertad de elección en etapas posteriores de la vida.

Lo cierto es que debido a que estas reglas son invisibles, las pocas mujeres que llegan creen que lo hacen por sus méritos (y sin duda en parte lo hacen), pero eso no es toda la película. Lo hacen gracias a sus méritos, pero a pesar de lo inclinado de la cancha y de lo resbaladizo del suelo. Por supuesto que es atractivo para el ego llegar arriba en una superficie torcida y llena de obstáculos; y por supuesto es un mérito porque requiere perseverancia, resiliencia, capacidad de sobreponerse en muchos casos al estrés de la doble jornada cuando no a la culpa, inteligencia emocional, y muchas otras habilidades genéricas, además de las técnicas. El asunto es preguntarse por qué la superficie debería ser inclinada y patinosa para unas jugadoras y no para otros, siendo que es posible revertirlo (aunque pueda ser complejo), si ambos están de acuerdo. El esfuerzo y las capacidades puestas en triunfar en esa lid desventajosa podrían ser mejor utilizadas en beneficio de la humanidad toda, si el suelo estuviera nivelado.

¿Cómo podría nivelarse el suelo? Una opción es concientizar sobre los sesgos producto de la cultura que naturalizó una división del trabajo que era funcional a la especie en la era de los cazadores recolectores, pero que hoy solo sirve para disimular inequidades al interior de las células familiares y de las organizaciones. Pero como dijimos más arriba, este trabajo nos llevaría 257 años. Y no sabemos si nuestra especie va a estar acá para entonces. Una segunda opción es esperar que las generaciones jóvenes lo hagan, porque “vienen con otro chip”. Esta explicación interpreta el cambio de zeitgest como algo casi místico, pero está por verse qué pasará con estas generaciones cuando llegue el momento de tener hijos: ¿quién de los dos se quedará full time a acompañar el crecimiento de los vástagos en caso de que la pareja decida ese esquema, y quien saldrá a desarrollar su carrera en el mundo exterior?

La tercera opción son los mecanismos llamados de “acción positiva”, entre los cuales están los cupos. Cuando el output de un sistema es inequitativo, hay que ir a mirar las reglas y los incentivos. Puede que cambiándolos, logremos modificar su comportamiento. Los cupos -y en general todos los mecanismos de discriminación positiva- operan sobre el principio de que es necesario un fuerte impulso contrario para cambiar la dirección o el sentido de una fuerza, dada su inercia. Y que son transitorios: una vez logrado ese cambio, ya no serán necesarios y podrán levantarse. En política -donde los cupos están instalados en Argentina desde 1991- ya nadie discute el mérito de las legisladoras para estar allí. Es contrafáctico afirmarlo, pero me juego a decir que si no hubiera sido por esa ley el recinto hoy seguiría siendo un baluarte masculino. Es necesario llegar a los espacios de poder para poder cambiarlos desde dentro.

La resolución 34/2020 de la IGJ es mejorable. Es cierto que sus considerandos son una mezcla de argumentos, no todos con la misma solidez. Es cierto que en la realidad será de escaso impacto porque las empresas grandes, las que cotizan en Bolsa y las que tienen un capital superior a $50.000.000 están exceptuadas. Es cierto que avanza sobre el derecho de libre asociación, aun cuando trate de institucionalizar valores consagrados por la misma Constitución (como los de los artículos 37 y 75). Es cierto que es exagerado impedir que dos o tres varones o dos o tres mujeres constituyan una sociedad si así lo desean. Pero estas imperfecciones, que pueden ser corregidas, no invalidan el argumento de base respecto a las políticas de discriminación positiva, sus resultados donde fueron aplicadas y su impacto en achicar la brecha de género. Y muchas veces los debates se confunden en sus argumentos.

Legislar para imponer restricciones que compensen fallos en el sistema muchas veces puede resultar contraproducente. Esto se conoce en teoría de sistemas como “resistencia a las políticas”, que en criollo tiene su correlato en el dicho “hecha la ley, hecha la trampa”. Cuando los incentivos están puestos para que el sistema opere en una determinada dirección, cualquier acción política que busque corregir esa dirección a través de regulaciones puede hacer que el sistema reaccione sobrecompensando para volver al statu quo anterior. Esto termina por generar el efecto inverso al que se busca remediar. Los movimientos de mujeres conocen bien esta cuestión, pues cada ola de avance desde los tiempos de la Revolución Francesa ha generado una reacción por otro lado.

La autora es directora académica de Fundación FLOR. Co-fundadora y socia de Eveil Consulting

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