Una pasión que incluye como principio la aniquilación del otro

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El problema que nos ocupa estos días tiene varias aristas. Una que no hay que olvidar es que, si todos y todas estamos hablando de esto en los últimos días es porque estamos frente a un acontecimiento que no ha faltado quien diga que es el partido más importante en la historia del fútbol argentino, lo que me parece un poco exagerado. Pero es indudable que estamos posiblemente frente a la mayor mercancía de la historia del deporte argentino.

Pero, por supuesto, eso sería una explicación muy reducida. Hay también una cuestión que tiene que ver con lo afectivo, esto que el mundo se ha acostumbrado en llamar la "pasión". Palabra que a mí, ya a esta altura, después de tanto tiempo de escribir sobre ella, me produce cierto escozor, porque en general esconde más que lo que revela. Esto es, con el argumento de la pasión no se explica absolutamente nada pensando que se explica absolutamente todo.

Sí se trata, sin duda, del mundo de lo afectivo. Lo afectivo implica las historias, las tradiciones, las memorias, las identidades, aquello que lleva a que más de uno diga que es el partido más importante de la historia del fútbol argentino, porque los dos equipos con más seguidores, con más afición, con más tradición, etcétera, van a jugar por primera vez en la historia una final de una copa internacional.

¿Qué ha ocurrido? Ocurre que sobre esta idea de la pasión, de lo afectivo, la cultura futbolística viene, en los últimos treinta años, por lo menos, posiblemente un poco más, haciendo de la cuestión del aguante el eje que organiza toda la cultura futbolística. El aguante significa estar continuamente demostrando que se es más que el otro, pero que se es más "macho" que el otro, que se tiene en consecuencia más potencia, más desgarramiento, etcétera, lo que inevitablemente, en un momento o en el otro, se estructura como conducta violenta.

Es muy interesante que, frente al problema de si van o no los visitantes, el problema no son las barrabravas. Barrabravas que además están tan tramadas con las dirigencias deportivas, políticas, etcétera, que con ellas establecen pactos de otro nivel, pactos que inclusive incluyen transacciones económicas. El ejemplo más cercano: cuando el año pasado la Argentina juega Eliminatorias, se decide que el último partido se juegue en la cancha de Boca, para hacerlo, la dirigencia de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y la dirigencia de Boca hicieron acuerdos con la barra de Boca, con la 12, para que dispusieran entradas, que manejaran el estacionamiento, la venta ambulante, etcétera. El problema no son las barras pe se, que es la explicación habitual de estas cosas, sino que esa cultura futbolística estructurada en torno al aguante, el desgarramiento, a la oposición y a la negación del otro no les pertenece a las barras o a supuestos violentos, que no existen, sino que estructura toda la cultura.

En consecuencia, todos los hablantes de esa cultura, los sujetos que están dentro de esa cultura, actúan de acuerdo con ella. Esto significa que el otro no es el rival al cual vos le querés ganar simplemente por una cuestión de tradición y de memoria, porque a tu papá le gustaba ganarle al rival de turno, sino que es un otro que debe ser suprimido en la medida de lo posible. La idea es que vos no das la vida por la camiseta, sino que lo que hay que dar es la vida del otro por tu camiseta. Eso es mucho más extendido que el simple y fácil argumento de las barrabravas.

Es una pasión que no explica nada porque en realidad es una cultura futbolística organizada en torno del enfrentamiento y la aniquilación del otro como principio. En torno de todo esto se arma una serie de comportamientos, dentro de la cual se encuentran las barrabravas, que sería la que menos debería interesar.

A fin de cuentas, cuando el Estado argentino decidió que no fueran los hinchas visitantes lo que estaba haciendo era confesar que no puede administrar el encuentro de dos rivalidades, de dos parcialidades, en el mismo espacio físico durante un tiempo. Es la peor renuncia que puede hacer un Estado democrático respecto a cómo administra una sociedad.

El autor es licenciado en Letras, magíster en Sociología de la Cultura y doctor en Sociología.