Recurrir a la ficción para entender la caída de Perón

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En febrero de 1968 yo tenía veintitrés años y desde los dieciocho ejercía el oficio de periodista. Por circunstancias de la profesión, aquel invierno boreal yo estaba en Londres, en la casita que mi prima Julia Polak y su marido Daniel Catovsky alquilaban en la zona de Barons Court. Los dos ya eran médicos, ya eran brillantes y poco antes habían emprendido su aventura inglesa.

El servicio meteorológico (y los termómetros) marcaban menos de cero grados, pero yo no tenía frío, o el frío no me importaba. Vivía fascinado y excitado. Fascinado por mi primer viaje a Europa y por el reencuentro con seres queridos. Y excitado porque a través de un contacto que nunca esperé tan eficaz, me habían concedido una entrevista con Juan Domingo Perón en la residencia de Puerta de Hierro para los primeros días de marzo.

La entrevista era mía. Para mí. Se me había concedido a mí. Es cierto que no a mí solo, porque iba a haber otros dos periodistas, pero también a mí. Y esa entrevista iba a ocurrir pronto, en los primeros días de marzo. Yo parecía y me sentía demasiado joven para tamaño desafío. Era trece años menor que Tomás Eloy Martínez en su clásica entrevista. Los días se sucedían interminables, y no pasaba hora del día sin que me lanzara a mi cuaderno para revisar una y otra vez el esquema del reportaje. Tenía miedo. Miedo de no estar a la altura, miedo al ridículo, y también miedo a que un día cualquiera me avisaran por teléfono que el reportaje se cancelaba. Tenía miedo.

Una mañana cualquiera el teléfono sonó y el reportaje se canceló. No lo canceló desde Puerta de Hierro la oficina de prensa de Perón. Lo canceló la sombra de la muerte. El llamado era de mi tía Rebeca para avisarme que mi madre estaba muy grave y que yo debía regresar a Buenos Aires. Fue lo que hice. Con esa llamada el reportaje se esfumó, pero en aquel momento me importó poco. Quizás sentí el alivio de quien se descarga de una pesada responsabilidad. No me importó ese día, ni en los días siguientes, ni después de la muerte de mi madre a principios de abril, y terminó no importándome en los años posteriores. Alguna vez, como recogiendo un hilo que había quedado suelto, intenté retomar el contacto y reavivar lo que había quedado trunco, pero fracasé. Y en verdad tampoco me importó mucho el fracaso de ese último intento. Yo era periodista, pero estaba experimentando un cambio de piel. Me estaba convirtiendo en un economista, y después en un historiador económico, y después en un historiador. Desde 1972, justamente el año en que Perón retornó del exilio, el periodismo había pasado a ser un recuerdo, una época hermosa de mi vida de la que guardaba anécdotas y amigos.

Eso que había quedado como recuerdo era tan solo un álbum de fotografías: el que se recorre de vez en cuando y que reconstruye una historia. La historia había tenido un principio. Apenas terminado el secundario Lany Hanglin, compañero del colegio, nos llevó a Pepe Eliaschev y a mí a hacer una prueba para el semanario Todo, que estaba por salir a la calle. El director era Bernardo Neustadt, pero fue Enrique Raab quien nos tomó la prueba. "Te doy un tema y escribís dos carillas", nos dijo el maravilloso Enrique. Dos horas después Pepe y yo éramos periodistas. Lany y Pepe siguieron en ese camino por el resto de sus vidas. La mía fue una experiencia breve, de menos de una década, que en la historia de la profesión dejó rastros más bien escasos y olvidables.

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Con el tiempo, el recuerdo del reportaje que nunca fue se volvió nostalgia. Puede parecer que no, pero la diferencia es radical. Los recuerdos son ocasionales y movilizan las emociones tan solo superficialmente; la nostalgia es un estado permanente del alma. No sé exactamente cuándo ocurrió, pero cuando el periodismo quedó en el pasado, la entrevista a Perón se escapó del altillo mental, salió de la zona oculta para volverse una presencia cada vez más molesta. Por bastante tiempo, poco pude hacer más que lamentarme por la oportunidad perdida. Perón seguía siendo una enorme presencia política, pero desde julio de 1974 estaba muerto sin remedio. No podía retrotraerme en el tiempo hasta el invierno londinense de 1968. El hecho es que no podía hacer nada.

¿No había nada que hacer? Le confesé mi malestar a un amigo. Me contestó: "Escribí historia". Naturalmente ese consejo brutal me fastidió. No me estaba comprendiendo. Era una respuesta práctica, e inútil. Pero ocurrió que después de cumplir sesenta y cinco años, la edad del varón jubilado, me di cuenta de que la vejez da libertades y da derechos, esa libertad y esos derechos que solo si de verdad son talentosos los jóvenes toman "antes de tiempo" y por asalto. Yo no me sentía un viejo, pero crecía en mí esa sensación de que con un poco de desprejuicio, sí podía hacer algo con Perón y el periodismo. Cuando me atreví al desprejuicio, se empezó a incubar este libro.

¿Qué es La caída? Es un ejercicio de periodismo imaginario. Pero con fundamento documental. Con el máximo de fundamento documental al que pude llegar para "aplacar" al historiador que hay en mí (o a los historiadores que me lean y que en voz alta o en silencio me juzguen). Si la entrevista se hubiera materializado en aquel marzo de 1968, yo le habría preguntado a Perón sobre la realidad de la época. Sobre Onganía, sobre por qué había que desensillar hasta que aclarase. Sobre Augusto Timoteo Vandor y sobre el sindicalismo participacionista, para quienes Perón se había convertido en una molestia; sobre los neoperonistas, sobre si los leales al viejo caudillo lo eran de verdad. En la entrevista imaginaria, situada deliberadamente en Puerta de Hierro y fechada entre el 14 y el 16 de febrero de 1973, el foco está puesto exclusivamente en la decadencia y caída del segundo gobierno de Perón: los sorprendentes diecisiete meses que transcurrieron entre las elecciones de renovación legislativa de abril de 1954 y el pronunciamiento militar de septiembre de 1955. Fue el periodista imaginario quien en un intercambio de cartas previo había pedido a Perón –y Perón había concedido– que las conversaciones entre ellos respetaran ese recorte temático.

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Hace unos meses leí en la página web de una librería española que mi hijo mayor iba a coordinar un taller sobre algunos autores de ficción que ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que se proponía "mezclar y contaminar géneros". Yo estaba escribiendo este libro y me sobresalté. Tomé nota. De eso se trataba, de mezclar y contaminar géneros, de mezclar periodismo e historia: de contaminar al periodismo con la historia y a la historia con el periodismo. Pocos días después comprendí, sin embargo, que era más complicado. Durante las últimas décadas ha habido en todo el mundo un aluvión de libros de historia escritos por periodistas, con mucho de la profesionalidad del periodismo y poco de la profesionalidad de los historiadores; a la zaga de ellos, muchos historiadores han hecho a un lado el formato clásico de los textos de historia y adoptado otro tomado del periodismo, en busca de un público más amplio. Todo ello es legítimo y, si tiene calidad, atractivo. Que florezcan mil flores. Este libro difiere porque incluye la dimensión de lo imaginario. Son conversaciones imaginarias que intentan transmitir una interpretación creíble de la historia. Creíble es la palabra clave.

En un libro publicado en 2014, La historia es una literatura contemporánea, Iván Jablonka defiende una tesis provocadora. Las ciencias sociales pueden –y más bien deben- ser literarias: solo existen transmitidas por la palabra. Y la palabra carece de sentido si no es comprendida por el lector. Con sus licencias, con su concesión franca a la imaginación, hasta con una mentira que en el trazo panorámico puede, paradójicamente, reforzar la verdad de la historia, la buena literatura es parte de la cientificidad de toda investigación. Este libro es un experimento en esa dirección. Un intento por recurrir a la ficción para hacer inteligible la historia.

Voy a recurrir a las ligas mayores para ilustrar la perplejidad de los lectores (y de los propios autores) cuando exploran la frontera entre géneros que usan la arcilla de la palabra. Un ejemplo es Javier Cercas. En junio de 2011, Cercas publicó esto que sigue en Babelia, el suplemento cultural del diario El País, sobre Anatomía de un instante, su libro sobre la tarde del 23 de febrero de 1981 (cuando un grupo de militares golpistas entró disparando en el abarrotado Parlamento español y solo tres de los parlamentarios se negaron a obedecer sus órdenes y tirarse bajo los escaños): "¿Qué es una novela? Una novela es todo lo que se lee como tal; es decir, si algún lector fuese capaz de leer la guía de teléfonos de Madrid como una novela, la guía de teléfonos de Madrid sería una novela. En este sentido, no hay duda de que mi libro… es una novela. ¿Lo es también en algún otro? No lo sé. Lo que sí sé es que a algunos lectores les ha parecido un libro raro". El libro raro integra una serie que Cercas definió como de "novelas sin ficción" o de "relato real", junto con Anatomía de un instante, El impostor y El monarca en las sombras.

Se puede ir más allá, por ejemplo, con Emmanuel Carrère o con Truman Capote. El primero, a la Cercas, vuelve novela la materia prima de la historia, el segundo lo hace con una materia prima periodística. Se puede extender la muestra hasta Hunter S. Thompson, Tom Wolfe o Norman Mailer. Exponente deslumbrante de la combinación entre periodismo y arte es Ryszard Kapuściński, un clásico del "reportaje literario". Puede detenerse el lector en el examen de la vida de Kapuściński que hace Artur Domoslawski en su Kapuściński Non Fiction, publicado en 2010; y entonces podrá focalizarse en la capacidad del polaco para construir su realismo fantástico con testimonios, con fuentes documentales, pero también con imaginación y hasta con probables pero indispensables falsedades. ¿Fue cierto, como cuenta Kapuściński en El Emperador, que una cadena de acontecimientos cuyo eslabón inicial era la desaparición por unas horas de la perrita pequinesa Lulú, propiedad de Haile Selassie, estuvo a punto de poner fin abruptamente a su visita a Varsovia? Puede ser cierto o no, pero es una pincelada extraordinaria y creíble para describirnos la personalidad del monarca. Ninguna fuente documental lo hubiera hecho mejor. En la misma línea, Svetlana Aleksiévich recogió las voces y memorias de quienes vivieron durante el régimen de la URSS y las puso en diálogo de forma literaria en un hermoso libro: El fin del "Homo sovieticus".

En el área más especializada de la historia profesional, sobresale la obra de Natalie Zemon Davies con Trickster Travels, que reconstruye la historia del viajero Al-Hassan al Wassan en el Renacimiento, y también con El regreso de Martin Guerre, que relata la historia de un campesino del Languedoc en el siglo XVI. Valen también los ejemplos de Maurizio Viroli con La sonrisa de Maquiavelo y de Benedetta Craveri en Amantes y Reinas. En todos estos casos, se construyen historias fascinantes desde los datos del contexto y apelando al truco de la especulación razonada (y así fue que sobre ellos llovieron las críticas).

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Nada tan cercano a las tensiones de este libro, sin embargo, como La novela de Perón, Las Memorias del General y Las vidas del General, trilogía de Tomás Eloy Martínez. En Las vidas del General, versión corregida de Las Memorias, Tomás Eloy Martínez razona sobre la mezcla de géneros: "Lo que sucedió con Las Memorias de Perón plantea en carne viva la división de aguas entre periodismo, historia y novela. La obligación primordial de un periodista es publicar cuanto antes la información que ha conseguido, luego de establecer su veracidad. Pero Las Memorias de Perón no pertenecían al periodista; pertenecían a Perón. Eran veraces si el autor de las memorias, Perón, decía que lo eran. Por lo tanto, para publicarlas, resultaba imprescindible aceptar los límites que el propio Perón quisiera imponerles… El historiador, por su parte, asumirá esas memorias como verdades parciales, las verdades de Perón, y como tales las incorporará a sus investigaciones. Las excelentes biografías de Perón que conozco, las de Joseph Page, Robert Crasweller y Félix Luna, adoptan la información como artículos de fe y no la cuestionan, porque no tuvieron a mano documentos que contrarrestaran la información que el propio Perón dio de sí". Interesante punto de vista. Para Tomás Eloy Martínez todo es historia hasta que se pruebe lo contrario.

El libro que presento usa la materia prima de la historia para construir una ficción periodística. La diferencia con los textos citados en el párrafo anterior no es solo de calidad sino también de intención. Lo que el libro tiene de imaginario no pretende ganar vuelo propio: más bien al revés. En cada renglón el esfuerzo está concentrado en reducir al mínimo el lugar de lo imaginario. ¿Pido la "suspensión voluntaria de la incredulidad" al adentrarme en la mente de Perón? ¿O pido "el rechazo sistemático a la credulidad" porque pretendo que la entrevista ficticia sea el molde en que se vierte la prueba del historiador? No tengo respuestas. El Perón de estas páginas nunca ha existido, es ficticio. Son los documentos, las fuentes, los estudios de mis colegas y por supuesto el "residuo" necesario de imaginación histórica no exenta de arbitrariedad los que hablan por boca de Perón y por boca del periodista.

Si además la entrevista es verosímil lo dirán los periodistas que lean estas páginas. En ese aspecto, conozco las debilidades del texto. Por lo pronto es un reportaje demasiado largo, y no parece que Perón estuviera adornado con la virtud de la paciencia. Afortunadamente vienen a mi auxilio los cuatro días corridos que Perón le concedió a Tomás Eloy Martínez. Por lo demás, para poner en debate interpretaciones en pugna el periodista "se ve obligado" a hablar demasiado, a convertirse más de una vez en un contradictor de Perón. No imagino al Perón verdadero soportando una actitud tan desafiante y aceptando el modo igualitario que por momentos adquiere la conversación. Por último, Perón recurre varias veces a documentos escritos, como si quisiera demostrarle "algo" al periodista, en el tono de un intercambio académico en busca de la verdad. Tampoco imagino a Perón en esa postura.

Valga como absolución parcial de estos pecados del libro que el Perón del reportaje es muy coyuntural, muy difícilmente repetible. Al recibir al periodista en febrero de 1973, después de su fiesta gloriosa de noviembre y diciembre de 1972 en Buenos Aires, recién llegado a Madrid tras su probable visita en Bucarest a la gerontóloga Ana Aslan, poco antes de su viaje a Barcelona donde sería atendido por el doctor Puigvert en una tarde que pudo haber sido la última, Perón es el león herbívoro del regreso. Está más allá del bien y del mal, acaba de ser reconocido como un prócer casi por la nación entera, por sus adversarios, por sus camaradas de armas que lo habían despojado de su rango militar, por la Iglesia católica que lo había combatido y probablemente excomulgado, por los periodistas que habían borrado su nombre y lo habían llamado "tirano prófugo".

Quizás ese Perón suspendido en el tiempo que, en su propia perspectiva, venía a ofrecerle una oportunidad enorme y pacífica a los argentinos y todavía no se enfrentaba al nuevo escenario oscuro que tan pronto sobrevino, estaba más abierto a hablar del pasado con alguna libertad, más tentado que en ningún otro momento de su vida a explorar "la verdad" a riesgo de sacrificar un poco de su capital en el arte de la persuasión. Quizás, en definitiva, el periodista tuvo buena fortuna y encontró una sorprendente ventana de oportunidad en ese Perón magnánimo. A favor de la absolución pesa un último elemento: el esfuerzo (se dictaminará si exitoso o vano) para que Perón hable como Perón y para que los argumentos que esgrime sean –o parezcan– en efecto los de él, sin contrabandos retóricos.

El artículo es una versión condensada y modificada del prólogo del nuevo libro de Pablo Gerchunoff, "La caída. 1955" (Crítica).