Antonio Scurati continúa su saga sobre la vida de Mussolini en “M. Los últimos días de Europa”

Tras haber publicado “M. El hijo del siglo” y “M. El hombre de la providencia”, Scurati retoma el personaje del líder fascista en su búsqueda por lograr la ‘novela total’.

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Italian dictactor Benito Mussolini (1883 - 1945) saluting during a public address.   (Photo by Keystone/Getty Images)
Italian dictactor Benito Mussolini (1883 - 1945) saluting during a public address. (Photo by Keystone/Getty Images)

Ya son dos los libros que el escritor italiano Antonio Scurati le ha dedicado a la vida de Benito Mussolini. La biografía novelada, que inició en 2020 con la publicación de “M. El hijo del siglo”, continúa ahora con el tercer tomo, “M. Los últimos días de Europa”, que se sitúa en marzo de 1938, cuando desde el balcón del Palacio de Venecia se le declara la guerra a las potencias democráticas.

Los dos títulos anteriores narraban la llegada de Mussolini al poder, en 1919. Este nuevo volumen inicia con la recepción en la estación de Roma preparada para la delegación alemana presidida por Adolf Hitler. La recepción tiene como fin discutir la participación de Italia en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la oposición de la mayoría de los ciudadanos.

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Mussolini, que sabe que su país no tiene el suficiente poder armamentista para rechazar las ofertas del Führer, se encuentra a la espera de que llegue el momento de hacer su primera movida ante los franceses, habiendo engañado ya a los ingleses, prometiéndoles una falsa neutralidad. Para él, Francia es un odiado vecino, un país destrozado por el alcohol, la sífilis y el periodismo.

Las cesiones con Hitler son pesadísimas, y mientras se ejecutan, en las calles se habla de las leyes antisemitas del año 39 y las consecuencias que ha traído para varias familias judías de altas esferas sociales en Italia. Ahí aparece Margarita Sarfatti, una veneciana de lo más culta, quien ya había tenido participación en los dos libros anteriores. Ahora se presenta como una envejecida mujer que pronto tendrá que dar paso a Clara Petacci, una ciudadana romana que terminará convirtiéndose en uno de los personajes clave de la historia.

Finalizada la guerra civil española, el continente se hunde en un nuevo conflicto, no habiendo pasado más de 20 años del anterior. Lo que llega serán los últimos días de Europa, el fin del autoengaño de la Italia fascista y el pacto irrevocable con la Alemania nazi.

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Al igual que en las dos primeras entregas, en esta tercera, Antonio Scurati continúa en la búsqueda de su “novela total”, reconstruyendo la vida de Benito Mussolini y su delirio de poder, al margen del dominio que ejerce sobre su figura otra tan delirante como la de Hitler.

M Los últimos días de Europa es una novela escrita con una potencia narrativa arrolladora y absorbente, comentó Alberto Ojeda para El Cultural. Una narración capaz de retratar, apunta el también autor Orlando Figes, la experiencia caótica que es la historia.

Sobre el autor: Antonio Scurati

  • Nació en Nápoles, Italia, en 1969.
  • Es profesor de Literatura Contemporánea en la IULM de Milán y estuvo al frente del Centro de Estudios sobre el Lenguaje de la Guerra y la Violencia de la Universidad de Bérgamo. También colabora en prensa y es autor de varios ensayos y novelas.
  • Con M. El hijo del siglo (Alfaguara, 2020), una obra que ha marcado un antes y un después en la forma en que se narra el fascismo y que dio inicio a un ciclo literario que está siendo traducido en más de cuarenta países, Scurati ha alcanzado un éxito sin igual en Italia, donde recibió el Premio Strega 2019, y el reconocimiento como uno de los mejores escritores europeos de la actualidad.

Así empieza la novela

1938

Ranuccio Bianchi Bandinelli

Roma, 3 de mayo de 1938

Estación Roma Ostiense

¿Los mato y salvo millones de vidas o no los mato y salvo la mía?

En eso consiste el menú del siglo. Morir, ser asesinados, degollados, desollados, sacrificados para el banquete de los dioses pestilenciales, es una mera obviedad. Matar, sin embargo, es una cosa muy distinta. Matar o no matar, en eso estriba el dilema.

La espera ha sido larga, agotadora, semanas de ensoñación e impotencia. Él no es más que un profesor —un arqueólogo, un estudioso de arte antiguo, bajorrelieves romanos y sarcófagos etruscos— a quien la torpeza de los burócratas ministeriales ha catapultado desde su cátedra en la Universidad de Pisa al escenario de la historia. ¿Y para hacer qué, además? De guía turístico para los verdugos en visita de Estado.

Ha pasado semanas atormentándose a sí mismo. ¿Forrarse de explosivos (pero de dónde va a sacar los explosivos)? ¿Encomendarse a la penetración segura de las armas afiladas (pero de dónde va a sacar el coraje para rajar una garganta)? ¿Señalar a un cómplice el punto exacto en el que el coche presidencial frenaría y bajaría las ventanillas para admirar un edificio o un paisaje siguiendo sus indicaciones? El caso es que cómplices no tiene.

Llegó incluso a hacer pruebas nuestro profesor. Salía de la casa a horas improbables para averiguar si estaba siendo vigilado. Nada. Se mostraba en público con notorios antifascistas, incluso en piazza Venezia y en los restaurantes cercanos, para asegurarse de un eventual control policial. Nada en absoluto. Cualquier cosa hubiera sido posible. Posible e inverosímil.

Ahora, sin embargo, la vigilia ha terminado. Tres convoyes especiales procedentes de Alemania han entrado en perfecto horario en la estación de Roma Ostiense, construida especialmente para recibir con la máxima pompa a los bárbaros llegados del norte frente a Porta San Paolo. Es una estación grandiosa, grandilocuente, monumental, una estación de cartón piedra. Pasarán años antes de que esté lista para recibir tráfico de pasajeros, pero eso importa poco, lo que importa es que la escenografía esté montada, que las farolas, los árboles, las traviesas, se plieguen bajo la masa de banderas, oriflamas, haces de lictores y esvásticas.

He ahí al adalid, al «guía» (en absoluto turístico). Su pie es el primero en probar el estribo. Lo están esperando un rey, los dignatarios de su corte, un dictador, los jerarcas de su partido, príncipes y ministros, generales del ejército, de la marina, de la fuerza aérea, esposas y concubinas, el cortejo de vivos y muertos; recibido con alegría por las Reichsfrauen, las esposas de los peces gordos del Tercer Imperio germánico, asomadas a las ventanillas; escoltado por un enjambre de SS armados con puñales, el canciller recorre el andén del tren hacia la ciudad eterna.

A primera vista, por mucho que nos esforcemos, no conseguimos encontrarlo repulsivo. Mesurado, ordenado, casi modesto. Casi servil, incluso. Una personalidad de aspecto subordinado: algo así como un revisor del tranvía. Las manos enguantadas de gris, cruzadas sobre el vientre con el pulgar a la altura del cinturón, la espalda ligeramente encorvada, inclinada hacia delante, el ojo vago y acuoso, suspendido en una especie de atonía. En definitiva, Adolf Hitler no tiene la imagen canónica del tirano al que hay que asesinar.

En cuanto al otro, sin embargo, el profesor no tendría dudas. A Ranuccio Bianchi Bandinelli, Benito Mussolini le parece un ser odioso, grotesco y horrendo. Le da la impresión de que camina como una marioneta, con curvas y movimientos oblicuos de la cabeza que pretenden mitigar su enorme mole pero que no pasan de torpes y siniestros. Su rostro túrgido, sus ojos brillantes, la piel untuosa, la sonrisa forzada, están, según el profesor, al servicio constante de una incesante comedia pueril. El estudioso de las bellas artes, gran burgués de sangre aristocrática, esteta refinado con veleidades de redentor, no siente repulsión por el Führer del nazismo, pero no dudaría en matar al Duce del fascismo, y solo porque tiene el desagradable aspecto de ciertos engreídos intermediarios campestres que se saben los más hábiles en el mercado ganadero.

No dudaría si fuera el hombre de sus ensoñaciones, pero, siendo el que es, el profesor Bianchi Bandinelli vacila. Vacila porque para él el antifascismo es una manifestación espontánea de cierta vaguedad moral, una expresión de su gusto estético, una cuestión de aristocracia, de nobleza, de estilo, pero nada más.

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