El hombre contra la máquina: el campeón de ajedrez Garry Kasparov vs. Deep Blue y la polémica por el ganador

En febrero de 1996, en Filadelfia, el ruso campeón del mundo -luego feroz enemigo de Vladimir Putin- y la computadora diseñada por IBM dirimieron quién era mejor. En siete días apasionantes, la contienda tuvo en vilo al mundo. ¿Quién doblegó al adversario: la inteligencia humana -que creó a la máquina- o la artificial? La respuesta, en estas líneas

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Kasparov saluda al taiwanés Feng-hsiung Hsu, una de las cabezas que manipulaba a “Deep Blue” Crédito: Grosby
Kasparov saluda al taiwanés Feng-hsiung Hsu, una de las cabezas que manipulaba a “Deep Blue” Crédito: Grosby

Según quien lo vea, fue la primera vez que la máquina derrotó al hombre. O, dice la otra mitad de la biblioteca, fue la primera vez que el hombre derrotó a una máquina diseñada para vencerlo: la primera y la última, dicho sea de paso. Los que sostienen el triunfo de la máquina, que en verdad lo fue, son los fanáticos de la tecnología que todavía no sabe cómo darle chispa, luz, en todo caso ética o moral a sus creaciones. En cambio, los que sostienen que aquel fue el triunfo del hombre sobre la máquina, que también es verdad, tienen una visión acaso más romántica y esperanzada de una vida a la que imaginan dominada por una tecnología indomable.

A ver quién doma al ajedrez, que de eso se trata. Entre el 10 y el 17 de febrero de 1996, hace veintiocho años, en el Centro de Convenciones de Filadelfia, el campeón del mundo de ajedrez, el ruso Garry Kaspárov, se enfrentó a una súper computadora diseñada por IBM, llamada “Deep Blue - Azul profundo”, para saber cuántos pares eran tres botas. Quién le ganaba a quién.

Esto de enfrentar al cerebro humano contra el cerebro artificial tenía en la época su lado atractivo y engañoso. Tal vez esa euforia perviva hoy, en los tiempos de la inteligencia artificial, si eso no suena a oxímoron clavado. El ser humano siempre inventó máquinas que pudieran superarlo, y de hecho lo hacían, para manejarlas en su provecho. Empezó por la rueda, si vale la parábola. Para poder volar inventó una máquina, para poder ir más alto, más lejos, más rápido, inventó máquinas, trastos y armatostes de diferente cuño según la época, y así fue cómo conquistó territorios y llegó a la Luna. Y para quien quiera sellar este costado de la polémica interminable que enfrenta al hombre y a la máquina, valga recordar aquella frase de retintín irónico y de sabia hipocresía que mentaba al inventor del revólver para decir, con simpleza: “Dios creó a los hombres diferentes. Colt los hizo iguales”.

Una de las memorables partidas entre Kasparov y Karpov, dos genios del ajedrez
Una de las memorables partidas entre Kasparov y Karpov, dos genios del ajedrez

Pero hace casi tres décadas, el primero en caer en la trampa del duelo hombre versus máquina fue el propio Kaspárov, que era un muchacho de treinta y dos años y un cerebro brillante frente a un damero blanco y negro con sesenta y cuatro cuadritos y dieciséis piezas por bando. Antes de enfrentarse con “Deep Blue” y a todos los cerebros de IBM, y en plena Guerra Fría, dijo en una conferencia de prensa: “Pueden estar tranquilos que al menos por los próximos cinco años continuaré enarbolando la bandera de defensor del género humano frente al desafío de las máquinas. (…) Las máquinas amenazan el último refugio del ser humano, la inteligencia”. A su modo, Garry era un cruzado. El desafío alteró los ánimos de mucha buenas almas, alertados por el supuesto peligro de que el planeta quedara en manos de circuitos y transistores y otros trucos de alquimista, y se pusieron de parte del campeón mundial, que jugaba con la bandera de la Unión Soviética a su lado, frente a “Deep Blue”, que lo hacía con la bandera de Estados Unidos.

Kaspárov se sentó aquel día frente a un señor taiwanés, Feng-hsiung Hsu, una de las cabezas que manipulaba a “Deep Blue”, que era una computadora alta como un pino, ubicada a un costado del tablero y apoyada por doscientos cincuenta y seis microprocesadores que la hacía capaz de analizar hasta cien millones de jugadas por segundo. El encuentro, programado al mejor de seis partidas, había sido organizado por la Association for Computing Machinery (ACM) y destinaba un premio de quinientos mil dólares: cuatrocientos mil para el ganador. El mundo vivió colgado de aquella partida, como había vivido colgado de los épicos desafíos de los grandes maestros mundiales del ajedrez.

“Deep Blue” no estaba sola. Ni jugaba sola. Estaba conectada a un servidor RS/6000, conectado en paralelo a treinta y dos terminales de PC, alimentado con 32 GB (Gigabytes) de memoria (que para la época era bastante) y un Terabyte de espacio en el disco rígido, todo montado a ciento cincuenta kilómetros del escenario de la partida, en la central de la empresa en Yorktown Heights, Nueva York. Ese equipamiento seleccionaba las mejores variantes de la partida y mandaba su elección, vía Internet, a la pantalla del taiwanés Hsu, que la traducía en un movimiento en el tablero. El software podía analizar cerca de seis mil millones de jugadas por minuto.

El equipamiento técnico contrastaba un poco con la modesta ayuda, más bien anímica, con la que podía contar Kaspárov: en la platea estaban su entrenador, Yuri Dojoián, su mamá Klara Kasparián y su amigo, Frederic Friedel. No sonaba muy justo, pero el campeón del mundo parecía saber arreglárselas solo. La primera partida le dio las blancas a “Deep Blue”. Y después dos horas y cuarenta movimientos, Kaspárov resignó su rey y detuvo su reloj: había perdido.

Final de la primera partida: Deep Blue vence a Kasparov
Final de la primera partida: Deep Blue vence a Kasparov

Fua la gran noticia: la máquina había vencido al hombre, para bienaventuranza de los muchos ansiosos que quieren ver por fin humillada a la inteligencia humana, quién se piensa que es esa muchacha. Kaspárov no se engañaba: antes de alzarse de su silla le preguntó al taiwanés Hsu: “¿Cuál fue mi error?” Y Hsu, con sabia paciencia, le contestó: “No lo sé. Yo sólo sé mover las piezas”. No decía la verdad: era imposible pensar que IBM hubiera puesto frente a Kaspárov a un tipo que, de ajedrez, sólo sabía mover las piezas. Pero todo aquello era parte del gran match.

El ajedrez es un juego maravilloso. Pero que no te atrape, porque estás perdido. La idea de cualquier entusiasta por jugar al ajedrez, es en realidad la prudente decisión de permitir que el ajedrez juegue con el entusiasta. Un compromiso mayor con ese juego en apariencia inofensivo, implica más profundidad, mayor exaltación, mayor apasionamiento, mayor obsesión, más obstinación. El analista de ajedrez del diario español “El País”, Leontxo García Olasagasti, le confesó hace un par de años a un periodista argentino que él había abandonado la práctica profesional del ajedrez porque había sentido peligrar de algún modo su estabilidad emocional. Es un tipo brillante al que todavía le brillan los ojos cuando habla de su pasión y explica en términos sencillos el alma de las grandes partidas.

También sabe esto el periodista argentino Carlos Ilardo, que es un experto en ajedrez, que ha dejado, también en este espacio y entre otras cosas, parte del ADN del llamado juego ciencia; juego ciencia nada, eso es el cerebro humano despachurrado en sesenta y cuatro casillas blancas y negras, seamos francos. Dice Ilardo: “Al comenzar una partida las blancas tienen veinte formas diferentes de abrir el juego, y el mismo número de respuestas tienen las negras: son cuatrocientas posiciones posibles para completar sólo la primera jugada. Para la segunda, los movimientos posibles ya son ciento noventa y siete mil setecientos cuarenta y dos. Y las potenciales combinaciones de blancas y negras para las tres primeras jugadas de cualquier partida, suman ya ciento veintiún millones”.

Kasparov frente a Deep Blue Crédito: Grosby
Kasparov frente a Deep Blue Crédito: Grosby

Kaspárov, el hombre que quería vencer a la máquina, debía manejar una buena cantidad de esas probabilidades, sino todas. ¿Quién era aquel joven talento, tan confiado en sí mismo, tan seguro del fervor inagotable de la inteligencia humana? Nació en Azerbaiyán, entonces parte de la Unión Soviética, el 13 de abril de 1963. Fue su papá quien le abrió las puertas de ese mundo y le enseñó lo básico: esas cosas, quedan. Perdió a su padre cuando tenía siete años y adoptó el apellido de su madre, Kasparián, al que rusificó un poco y lo convirtió en Kaspárov. Estudió con grandes maestros en la escuela de ajedrez de Mijaíl Botvínnik y a los trece años, en 1976, ganó el Campeonato Juvenil de la URSS y repitió la hazaña al año siguiente. Hay una foto de Kaspárov a los catorce años, la mirada luminosa, la risa franca: ese chico, sugiere la foto, sabe algo que los demás ignoramos.

Se convirtió en un Gran Maestro de ajedrez y fue Campeón del Mundo entre 1985 y 1993, y campeón del mundo versión Professional Chess Association entre 1993 y 2000. La PCA era una organización creada por Kaspárov cuando rompió con la FIDE, Federación Internacional de Ajedrez. Para no hacer una letanía de estos trazos biográficos, su genio es recordado por sus célebres encuentros contra Víctor Korchnoi y contra Anatoli Kárpov, entre otros.

Después de su retiro, en 2005, se dedicó de lleno a la política volátil de lo que ya era la ex URSS y la casi flamante Federación Rusa. En los años 80, Kaspárov se unió al Partido Comunista de la Unión Soviética. Tenía diecisiete años, era ya un brillante campeón juvenil y, si quería ser tomado en cuenta tenía, que ser un miembro del PC. Por cierto, fue elegido para integrar el Comité Central del Komsomol, la organización juvenil del PC.

Pero en 1990 dejó el partido y en mayo de ese año, a sus veintisiete años, fue parte de los fundadores del Partido Democrático de Rusia, nombre, sobre todo lo de “Democrático” que retrata una época: eran los años del sinceramiento de Mikhail Gorbachov que a través de sus políticas llamadas glasnot y perestroika, (transparencia y reforma) procuraba reestructurar la política y la economía de aquel gigante anclado en el zarismo, en el de los antiguos zares y en el de los modernos marxistas. El comunismo caería, o al menos eso pareció, en 1991, el año en el que también dejó de existir la Unión Soviética y nacieron la Federación Rusa y nuevas repúblicas, entre ellas, la natal Azerbaiyán de Kaspárov. Hasta tomó parte, en 1996, de la campaña electoral de Boris Yeltsin, aquel señor que sucumbía con mayor encanto ante una botella de vodka que ante los intrincados laberintos de la política.

El gran campeón mundial de ajedrez de la época de la URSS se volvió un ácido crítico de Vladimir Putin y hasta formó un partido político. Fue arrestado y hoy debió exiliarse de Rusia
El gran campeón mundial de ajedrez de la época de la URSS se volvió un ácido crítico de Vladimir Putin y hasta formó un partido político. Fue arrestado y hoy debió exiliarse de Rusia

Después de su retirada del ajedrez, si eso es posible y no es que se sigue por siempre atado a los avances contundentes de las torres, la furia de los caballos, el ballet de los alfiles y el trabajo falsamente humilde de los peones, Kaspárov se metió de lleno en la política rusa y creó el Frente Cívico Unido, un movimiento social que se propuso “trabajar para preservar la democracia electoral en Rusia” con la finalidad de que unas elecciones libres destronen al poderoso nuevo zar de Rusia, Vladimir Putin, del que Kaspárov es un duro y ácido crítico. Era menos arduo enfrentarse a “Deep Blue”.

Para llevar adelante su empeño, se unió a “La Otra Rusia”, una coalición de partidos y agrupaciones políticas de distinto pelaje y color, como el Frente Cívico de Kaspárov, varios partidos nacionalistas, incluido alguno de ultraderecha como el Partido Nacional Bolchevique y el Partido Republicano de Rusia. Esto de trabajar unidos con un objetivo común, pese a diferencias de ideas y de métodos en apariencia insalvables, es algo muy útil en política que mucha gente se empeña en no entender, y mucho menos en poner en práctica.

Por supuesto, a Kaspárov lo apalearon y fue a parar a la cárcel. Los métodos del zar no se cambian de un día para otro. En abril de 2005, y en uno de los tantos entredichos violentos que soportó, un energúmeno le dio en la cabeza con un tablero de ajedrez que acababa de firmar, mientras lo insultaba por sus ideales políticos. En 2007, después de encabezar dos manifestaciones en San Petersburgo contra la gobernadora Valentina Matviyenko, seguidora de Putin, Kaspárov fue arrestado. No mucho tiempo, unas diez horas: después lo liberaron. Una cosa de nada, un aviso, un toquecito. Otro día lo citó un organismo de seguridad para interrogarlo sobre su presunta violación de las leyes rusas anti extremistas. Otro toquecito.

En octubre de 2007, Kaspárov anunció su intención de presentarse a la presidencia de Rusia como candidato de “La otra Rusia”. Viajó a Estados Unidos como parte de esa campaña y en noviembre fue detenido en Moscú, junto a otros dirigentes críticos de Putin, cuando participaba de una manifestación de protesta porque las autoridades electorales habían bloqueado las candidaturas partidarias de varios miembros de “La otra Rusia”: lo condenaron a cinco días de prisión. Días después, el 12 de diciembre de 2007, Kaspárov anunció que retiraba su candidatura presidencial porque le había sido imposible alquilar un salón de reuniones con capacidad para quinientos personas que hubiesen aprobado en asamblea su candidatura. Ese procedimiento es imprescindible para ser candidato, pero en la Rusia de Putin no hay quien consiga un recinto donde celebrer ese requisito indispensable. Es diabólico, pero simple y sencillo. Y exitoso: la comisión electoral de Rusia acaba de bloquear en estos días la candidatura del pacifista Boris Nadezhdin, que intentaba oponerse a la eventual reelección de Putin para un nuevo período de gobierno.

En marzo de 2016 Kaspárov firmó junto a otras personalidades una carta abierta con un título para nada alegórico: “Putin debe irse”. Nada más lejos de las intenciones de Putin. Así que lo arrestaron de nuevo el 20 de agosto, lo que ya causó más revuelo y escozor en algunos países de Occidente y en organizaciones de derechos humanos. Lo liberaron pocas horas después y el 25 lo declararon inocente de todos los cargos en su contra y hasta de los que pensaban hacerle.

El match, pactado al mejor de seis partidas, terminó con tres victorias de Kasparov, dos tablas (empates) y un triunfo de Deep Blue
El match, pactado al mejor de seis partidas, terminó con tres victorias de Kasparov, dos tablas (empates) y un triunfo de Deep Blue

Total, que desde junio de 2013 Kaspárov vive en Makarska, una bella ciudad croata a orillas del Adriático. Nunca más volvió a Rusia, habida cuenta de las oportunas, enigmáticas y, en algunos casos, extrañas muertes que sufrieron en los últimos años los críticos de Putin y hasta algunos de sus ex socios, amigos y favorecedores. En 2015. Kaspárov publicó un libro, “Winter Is Coming: Why Vladimir Putin and the Enemies of the Free World Must Be Stopped – Llega el invierno – Por qué Vladimir Putin y los enemigos del mundo obre deben ser frenados”, en las que insistió con sus críticas al mandamás de Rusia quien, como presidente o como primer ministro, esta en el poder desde hace veintitrés años.

Esto sería todo, si a la historia de Kaspárov con “Deep Blue”, la historia de su match en Filadelfia en febrero de 1996 no le faltara la segunda parte, breve y sencilla, que es la siguiente. Cuando Kaspárov perdió su primera partida frente a Deep Blue en el Centro de Cconvenciones de Filadelfia y preguntó al taiwanés Hsu, que sólo movía las piezas, cuál había sido su error, le importaba nada la respuesta: la partida la iba a analizar luego junto a su entrenador. Lo que Kaspárov declaró, en voz alta y para que lo escucharan, era que esa máquina no podía ganarle por méritos propios: él, el campeón del mundo, se había equivocado en algo. Quedaban cinco partidas para demostrarlo.

Y Kaspárov ganó el match. De las cinco partidas que quedaban, Kaspárov ganó tres y en otras dos humano y máquina hicieron tablas. Es decir, “Deep Blue” ganó la primera, venció al hombre, y no ganó más, perdió el match a manos del hombre. Sin embargo, siempre ha sido mayor el mérito del armatoste de IBM, o al menos mucha gente así lo destaca, en haber ganado por primera vez a un ser humano, que el mérito del humano que le impidió volver a ganar una sola partida del match en aquellos días de vértigo y desafío, en los que la máquina podía analizar un promedio de cien millones de jugadas por segundo. Garry era un gran campeón. Al año siguiente, IBM armó otra súper computadora para que volviera a enfrentar a Kaspárov. Parece ser que alguien en IBM, y no “Deep Blue”, se había quedado con la sangre en el ojo. Kaspárov aceptó el nuevo desafío, un error lo comete cualquiera. Y ésa es otra historia.

Desde entonces, los programas de computación diseñados para jugar ajedrez se desarrollaron, se sofisticaron, crecieron y se multiplicaron. Cualquiera con una notebook, con un teléfono inteligente, con una tradicional PC puede hoy descubrir el placer, el inquietante encanto de internarse en ese juego fantástico. Pero jugar una partida contra un programa de computación no es lo mismo que enfrentar al prójimo al otro lado del tablero, si es que todavía existen los tableros. Frente a la computadora falta chicha, falta chispa, falta genio y garra, falta acaso picardía y talante, brío y agudeza, falta equívoco y absurdo.

Es como jugar contra una máquina.