No está acostumbrada a atender a la prensa, más si cabe fuera de su Inglaterra natal. La timidez se apodera de los primeros minutos de entrevista, para luego desembocar en una conversación sobre “la caída de Reino Unido” y las clases de español a las que se apuntó hace más de 30 años. Gwendoline Riley (Londres, 1979) ha aterrizado hace apenas unas horas a Madrid, pero atiende a Infobae España para presentar Mis fantasmas (Sexto Piso), una novela sobre una madre y una hija que mantienen una relación bañada por la distancia física y emocional.
Riley escribió su primer libro, Cold Water, con 23 años. “No creo que fueran muy buenas y nunca llegué a estar contenta con el resultado final”, dice a este medio de sus obras previas. Con First Love, un relato sobre un matrimonio fallido, y Mis fantasmas, que se traduce ahora al español, tuvo la sensación de haber conformado “novelas de verdad”, de haber notado “un sentimiento de logro”: “Me imagino al lector volviendo o hablando sobre ellas” una vez finaliza la lectura. No sabe si es por la corriente artística que marca su profesión o por un malestar que habla de dolencia generacional, pero la autora habla de “una sensación de insatisfacción permanente” que suele posarse sobre ella durante el proceso creativo.
La conjugación perfecta de todo lo que siempre ha querido volcar en sus obras confluye en Mis fantasmas, una novela “sobre madres e hijas, el norte de Inglaterra y el derrumbamiento del país”, algo que no suele abordar en sus entrevistas locales. “Seguro que a muchos periodistas les encantaría, nos encanta quejarnos”, cuenta con un alarde de ironía patriótica. Riley disecciona las escenas que marcan a una joven en el escaparate maternofilial. Bebe de experiencias propias, pero también compone un universo de crudas realidades que enfrentan al lector a un relato familiar no canónico.
“Nada verdaderamente sensacional o llamativo pasa en mis libros”, indica humilde. Su narración apela a lo mundano sin ningún tipo de condimento o aditivo. “Todo el mundo es un poco infeliz, algunos de los personajes beben demasiado y nadie se lleva bien”, dice de Mis fantasmas. A Riley se le ocurrió que podría ser divertido incluir en la historia a un novio psicoanalista que pusiera fin a la incertidumbre de la hija tras años intentando descifrar el modus operandi de su madre y los porqués del currículo familiar.
“La cultura vive un momento de evacuación”
En Mis Fantasmas, la madre de la protagonista, Helen Grant, presenta una obsesión con la cultura: con acudir a eventos, museos, exposiciones y todo tipo de actividades relacionadas con el arte, el cine o la danza para intentar llenar un vacío. Bridget, su hija, es consciente de que su afán por estar a la última es un hobby más que un interés real, una respuesta que resuena con ciertas actitudes coyunturales. “Mi madre tenía esta idea de mujer culta que había visto por ahí, aquellas que llevaban medias de colores, bufandas y pendientes extravagantes”, recuerda la autora. “Siempre había querido ser una de ellas”, añade, para afirmar que la cultura vive un momento de “evacuación”.
Sigue tirando del hilo personal para rescatar anécdotas que enriquecen la entrevista. Habla de una barrera que siempre ha habido entre ella y su madre, a quien siempre ha notado “enfadada” o con cierto recelo. “La generación de mi madre lo ha tenido mucho más fácil a la hora de comprarse un piso en Londres con un sueldo de principiante”, relata. “Hubiera tenido toda la universidad pagada e incluso becada, ahora los jóvenes tienen que pagar tasas todos los años. ¿Y conseguirán un trabajo al final? Quién sabe. ¿Alguien valora actualmente un título universitario?”, se pregunta resignada.
Gwendoline Riley cree que la terapia está ayudando a las familias a entenderse mejor. “Es constructivo e interesante, ayuda a los padres a abrirse y comunicarse”, indica la autora, que sí observa cierta brecha generacional a la hora de hablar de las necesidades emocionales. “Si de repente tu hijo te dice que le estás haciendo luz de gas no vas a entender nada, te vas a preguntar: ‘¿De dónde ha sacado estos términos?’”, cuenta con cierto deje cómico.
“La generación de mi madre lo ha tenido mucho más fácil a la hora de comprarse un piso en Londres con un sueldo de principiante”
Volviendo a la idea de que la cultura vive un momento de imposición, Riley precisa su enunciado con la ‘fiebre’ por leer. “A lo largo de la historia no creo que haya habido mucha gente a la que realmente le haya gustado leer”, alega. “Hubo un tiempo en el que era una de las pocas cosas que se podían hacer, ahora hay muchos más estímulos. La gente que quiera leer, leerá, y la que no, no lo hará. No creo que debamos preocuparnos por ello”, explica.
“Hubo un tiempo en el que leer era una de las pocas cosas que se podían hacer, ahora hay muchos más estímulos. La gente que quiera leer, leerá, y la que no, no lo hará”
Vuelve a abrir su particular baúl de recuerdos para rescatar una historia sobre la idealización de la figura del escritor. Nos sitúa en un retiro de escritura al que acudió hace una década en Francia. Allí había un libro que, como en los grandes hoteles o restaurantes, recopila los pensamientos o agradecimientos de sus visitantes. “Leí el comentario de otro escritor que había estado allí, y que decía: ‘Aquí puedo ser despertado por los pájaros y pedalear hasta la panadería y comprar una baguette todos los días. Por fin estoy viviendo la vida de un escritor’”, relata, para añadir: “¿Qué tiene que ver el ciclismo y la panadería con todo esto?”, ríe. Tras el éxito de Mis fantasmas, Riley está trabajando en una novela de corte dickensiano. “Es un libro que comienza en un pub del Támesis”, dice. “Va a ser una obra de ambiente puramente londinense”, concluye.