
El consumo de alcohol produce alteraciones notables en el cerebro, especialmente cuando se distingue entre personas adultas y menores de edad. En adultos, la estructura cerebral ha alcanzado un alto grado de maduración, lo que proporciona cierta resistencia relativa, aunque no inmunidad, ante los efectos neurotóxicos de esta sustancia. Sin embargo, cuando la exposición al alcohol ocurre durante la adolescencia, los efectos pueden resultar mucho más pronunciados y dañinos.
La diferencia radica fundamentalmente en el estado de desarrollo neuronal. En palabras del enfermero Jorge Ángel: “El alcohol causa pérdida de memoria a corto y a largo plazo, dificultad para el aprendizaje, agresividad, pérdida en la coordinación y el equilibrio”. Estos efectos se intensifican en menores, ya que el cerebro adolescente continúa en proceso de maduración estructural y funcional hasta entrados los veintitantos años. Los adolescentes presentan una corteza prefrontal menos desarrollada, región encargada de la toma de decisiones y la regulación emocional. Esto los vuelve particularmente vulnerables a la acción depresora del alcohol sobre el sistema nervioso central.
El resultado principal de una persona que consume alcohol es una disminución progresiva del rendimiento académico, mayores riesgos de impulsividad y un incremento en la predisposición a trastornos emocionales y de conducta. Jorge Ángel advierte: “Todo esto se multiplica si eres menor de dieciocho años, que, por supuesto, el cerebro, pues todavía no está formado… del todo». En consecuencia, la edad de inicio en el consumo de alcohol actúa como un importante factor de riesgo que condiciona la salud cerebral a largo plazo.
Daños específicos y riesgos del consumo
El alcohol produce un impacto directo en la memoria, tanto a corto como a largo plazo, y afecta la capacidad de aprendizaje. Los adolescentes que consumen alcohol de forma regular presentan dificultades para retener información nueva, mantener la concentración y resolver problemas. Esta interferencia resulta especialmente grave en una etapa de la vida donde el aprendizaje y la consolidación de conocimientos definen el futuro profesional y personal. Estas alteraciones dificultan el seguimiento de clases, la realización de tareas escolares y el procesamiento adecuado de estímulos cotidianos.
Este hábito no solo afecta a nivel académico, la conducta y el control emocional también se ven comprometidos. El alcohol, al ser un depresor del sistema nervioso central, exacerba estados de ánimo bajos, favoreciendo episodios depresivos, irritabilidad y conductas agresivas. Jorge Ángel puntualiza: «El alcohol es un depresor del sistema nervioso central. “Y si encima bebes con un estado de ánimo con tendencia a la baja, pues peor todavía”. Este efecto depresor puede originar un círculo vicioso en adolescentes con problemas emocionales previos, incrementando la propensión a tomar decisiones impulsivas y a involucrarse en situaciones de riesgo.

Otra consecuencia relevante es la afectación de la coordinación motora y el equilibrio. Las áreas cerebrales encargadas de estas funciones resultan altamente sensibles al etanol, lo que genera una pérdida del control sobre los movimientos, caídas, accidentes y una disminución del rendimiento en deportes y actividades físicas.
El consumo excesivo de alcohol en cortos períodos, como los fines de semana, añade un nivel adicional de peligro. Aunque algunos piensen que consumir grandes cantidades de alcohol ocasionalmente tiene menos impacto que el consumo diario, esta modalidad resulta especialmente dañina. Jorge Ángel advierte: “¿Qué os voy a decir? Que, por ejemplo, pegarse el atracón los fin de semana también es consumo de riesgo“. Los atracones de alcohol disparan el nivel de intoxicación cerebral, provocan muerte neuronal aguda y deterioran aún más la memoria, el aprendizaje y el autocontrol, retardando la recuperación del sistema nervioso. Además, el consumo puntual en exceso asociado a fines de semana en jóvenes se asocia a un mayor riesgo de desarrollar dependencia al alcohol en etapas posteriores de la vida.
Desde la perspectiva médica, no existe una cantidad “segura” de alcohol para menores. La exposición repetida en la adolescencia, ya sea a través del consumo habitual o excesivo en eventos sociales, acelera el deterioro de las funciones cerebrales y acorta el umbral de tolerancia, generando efectos perjudiciales que persisten incluso después de interrumpir el consumo. El enfermero destaca que, aunque “echaras una cerveza de vez en cuando, que tampoco te va a pasar nada”, cualquier exposición representa un riesgo para la salud cerebral: “el alcohol es malísimo, no solo para el cerebro, sino para el resto del organismo”.
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