Solo se veían nubes densas y oscuras desde la ventanilla del avión. Era noviembre de 1975 cuando el Boeing 707 aterrizó en Moscú en medio de un temporal intenso de nieve. Fue mi primer contacto con un régimen comunista ya que el siguiente fue en Sarajevo, 1992. El recuerdo que tengo del entonces lúgubre aeropuerto de Sheremetievo fueron los guardias militares al pie de la escalerilla y al ingresar a la helada terminal aérea, una suerte de quioscos aborrotados solamente con el diario Pravda, sin ningún otro periódico ni revistas.
Recordemos que este tabloide se convirtió en una de las publicaciones más destacadas de los países detrás de la Cortina de Hierro, muy famoso por sus declaraciones incendiarias durante la Guerra Fría. En épocas en las que Internet no existía ni siquiera en la imaginación más avanzada de los científicos en todo el mundo, los diarios en los regímenes totalitarios fueron el instrumento idóneo e irremplazable que utilizaron con singular éxito tanto la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como la Alemania nazi para modelar, dominar, subordinar y transformar las mentes de la inmensa mayoría de las poblaciones, inermes, ante el permanente ataque a través de los periódicos estatales y en menor medida, las radios.
Dicho esto, la libertad de expresión, letal vacuna por antonomasia contra los totalitarismos, es un derecho fundamental, inalienable e inherente a todas las personas. Además es un requisito indispensable para la existencia misma de una sociedad democrática. El respeto y protección de la libertad de expresión adquiere una función primordial ya que sin ella es imposible que se desarrollen todos los elementos imprescindibles para el fortalecimiento del Sistema Institucional de la Libertad. El derecho y respeto de la libertad de expresión se erige en definitiva como instrumento que permite el intercambio libre de ideas y funciona como columna vertebral de los procesos democráticos, a la vez que otorga a la ciudadanía una herramienta básica y fundamental de participación.
Asimismo a través de la prensa, los ciudadanos adquirimos el poder no solo de participar sino fundamentalmente de controlar el desempeño de los funcionarios públicos. Como ha señalado la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) con profunda precisión: “La libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública y para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada”. Por ello, afirmamos que una sociedad que no está bien informada, no es plenamente libre. La libertad de expresión es por lo tanto no sólo un derecho individual básico sino que se extiende a la sociedad toda.
En este contexto es imprescindible mencionar al totalitarismo, sistema enemigo a ultranza del liberalismo que, recordamos, engloba a todos aquellos regímenes políticos no democráticos que se caracterizan por el poder omnímodo del Estado que se infiltra en todos los aspectos de la vida, tanto públicos como privados. Para los exégetas de esta corriente de pensamiento, el Estado es omnipotente y se sustenta sobre un único partido que debe monopolizar el poder. El término empezó a usarse para designar el tipo de Estado fraguado por Stalin, luego utilizado para calificar a Hitler como líder indiscutible del nazismo e incluso a Mussolini, máximo exponente del fascismo.
Es importante destacar que la CIDH hace referencia a la libertad de expresión en todas sus formas y manifestaciones ya que no se trata de un derecho limitado sino que abarca todas las expresiones artísticas, culturales, sociales, religiosas, políticas o de cualquier otra índole. En este sentido toda persona tiene el derecho (art. 13) de “contar con igualdad de oportunidades para recibir, buscar y/o impartir información por cualquier medio de comunicación sin discriminación alguna y por ningún motivo, inclusive de raza, color, religión, sexo, idioma, opiniones políticas o de cualquier otra índole, posición económica, nacimiento y/o condición social”.
En un país democrático ningún medio de comunicación, por más incómodo que sea al gobierno de turno, puede ser censurado. De todas maneras, para que cada ciudadano consciente pueda formarse un criterio -lo más importante- sobre una noticia o un candidato necesita poseer, además de un interés propio, autonomía para formarse esa opinión por sí mismo, porque la libertad al fin y al cabo es un compromiso por el conocimiento.
En concreto, sin libertad de expresión no existe la libertad de prensa (escrita, radial, audiovisual y/o digital) y por esta razón está indisolublemente ligada a la libertad de información a la libertad académica y en definitiva a la Democracia. Los que en nombre de la libertad la aniquilan, coinciden en resaltar y reclamar una decidida y abierta intervención del Estado, representante del “interés común”. Nos referimos a los nacionalismos que, encubiertos en aparentes posturas seudo liberales, enquistados en algunos casos en el núcleo de sociedades democráticas, proceden sigilosamente a la sistemática destrucción del valor sublime que tiene el ser humano: la Libertad.
Los grados de intervención varían, desde el extremo en el que el Estado se asume como el responsable del control de la comunicación y de los medios y criterios que la hacen posible, hasta la aparente intervención por razones morales y a nombre de causas nobles como la paz, la convivencia, pero que en realidad sólo son pretextos para regular la libertad de expresión.
Nosotros, liberales, estamos plenamente convencidos de las nefastas consecuencias de la intervención del Estado en general y en este caso particular que nos convoca, resulta inaceptable, inadmisible desde todo punto de vista que el gobierno de turno determine lo que se puede ver, escribir, leer o inclusive, pensar. Si bien el ya anacrónico término de comunismo (hoy sólo vigente en Cuba y Corea del Norte) y el nacional-socialismo, su correlato ideológico, ya no están vigentes, de todas maneras la humanidad debe estar alerta porque los totalitarios siempre están al acecho para conculcar nuestras libertades individuales. En definitiva, la existencia de medios privados independientes de la decisión del Estado, constituye un componente esencial de la democracia y en tal sentido no es negociable.
La centralidad de la empresas privadas de los medios de comunicación, como productor y reproductor de realidad e información independiente de la ideología del gobierno y el Estado, está fuera de duda. Sin ellos resultaría imposible producir información independiente acerca de la acción de los poderes públicos. Lo dicho adquiere mayor significación en el contexto actual, el de la sociedad del conocimiento y de la información, caracterizado por un creciente proceso de universalización de la información, la comunicación y soportado por un acelerado desarrollo y convergencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
Sin embargo la sociedad les requiere a las empresas de comunicación que actúen con ética, con fuentes confiables al máximo nivel, con los parámetros adecuados para no tergiversar una información y tampoco expresarse en términos ofensivos y/o falaces, ya que la vía judicial es la herramienta idónea que poseemos los ciudadanos cuando sentimos que hemos sido atacados en nuestra integridad.
En definitiva este proceso se desarrolla en el marco de múltiples interacciones sociales, de un entramado de relaciones que constituyen, al mismo tiempo, la sustancia de la sociedad y la información. Pongamos todo nuestro esfuerzo para que las ideas de la Libertad, ese extraordinario legado de Juan Bautista Alberdi, renazcan con todo el vigor que demostró la legendaria Generación del 80 y retornemos definitivamente al sendero del progreso enmarcado en los sólidos pilares que solamente brindan los regímenes liberales.