Steve Bellchambers cava un hoyo para enterrar los restos del ganado carbonizado por el fuego que arrasó su granja en Batlow, en el sureste de Australia, donde una decena de habitantes desafió las órdenes de evacuación de las autoridades y eligió quedarse para proteger a sus animales.
Bellchambers, de 45 años, perdió su casa y muchos de sus animales. Se vio obligado a abatir a algunos de ellos, gravemente quemados, para poner fin a su sufrimiento. Este padre de cuatro hijos logró salvar algunos caballos. "El olor permanece en la memoria", explica a la AFP.
Desde el inicio de estos devastadores incendios forestales en septiembre, unos 80.000 km2 se incendiaron en todo el país, una superficie equivalente a Irlanda o al estado de Carolina del Sur.
Los incendios son otro duro golpe para los agricultores australianos, que ya han sufrido una terrible sequía. A través de la inmensa isla continente, decenas de miles de cabezas de ganado han perecido.
Bellchambers explica que la población de Batlow -un pueblo de 1.000 habitantes- prometió apoyarse mutuamente. "El hecho que la gente no llore no significa que no sufra interiormente", señala. "Muchas personas funcionan gracias a la adrenalina. Tienen que seguir avanzando porque una vez que se detienen, caen", explica.
-Alimentar al país-
Desde lejos, Stephenie Bailey presenció con terror las "tormentas de fuego", cuyos rayos devastadores no van acompañados de lluvia, que destruyeron parte de su huerto.
Cuando regresó, su casa no era más que un montón de chapas y restos calcinados. Parada junto a una parcela de tierra quemada, esta fisioterapeuta, de 64 años, no oculta el shock que siente ante la magnitud de la destrucción.
"¿Cómo voy a volver a sentirme segura?", se pregunta entre lágrimas. "Nuestra vulnerabilidad frente a estos fuegos demoníacos es una evidencia. Pero vamos a salir adelante, vamos a reconstruir", afirma la sexagenaria.
Particularmente precoz y virulenta este año, la temporada de incendios ya causó 26 muertos en Australia y destruyó más de 2.000 casas.
Batlow, un pueblo situado a las puertas de los Alpes australianos, es conocido por sus huertos y plantaciones de pinos.
John Garner, un agricultor de 68 años, reconoce que, en las últimas semanas, casi no ha dormido para luchar las 24 horas del día por mantener con vida a su ganado.
Admite que no sabe cuánto tiempo más podrá vivir en esta tierra, teniendo en cuenta los daños, pero afirma que está decidido a quedarse.
"Es muy estresante. Todo lo que recoges es negro. No puedo hacer nada porque es negro. Es un desperdicio", lamenta. "Pero lo voy a seguir intentando. Tenemos que alimentar al país de una manera u otra".
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