Durante los últimos cuatro años, el kirchnerismo usó como espada y escudo el 54% de los votos obtenido en la elección presidencial de 2011. El resultado electoral se interpretó como una traducción nítida de la voluntad popular y se utilizó como sostén de un discurso en el que toda decisión de Gobierno se pensaba con origen y fin en el deseo y el bienestar del pueblo argentino. Esa forma de gobernar no carecía de trasfondo ideológico: se apoyaba en una versión de entrecasa de la teoría política de Ernesto Laclau, quien se dedicó a intentar comprender y conceptualizar de qué se trata el populismo. Paradójicamente, hoy se puede usar ese mismo marco teórico para explicar por qué el kirchnerismo perdió el ballotage presidencial.
Ya desde el título de La razón populista, probablemente su libro más influyente, Laclau comenzó a demoler los análisis que veían entre las clases populares y el dirigente populista una relación de subordinación. En contra de esto, el autor remarcó que hay una razón en la base de la representación política y un proceso de demandas y concesiones. Lo que se llama "pueblo", entonces, no es algo estático y permanente, sino que surge del dinamismo de demandas particulares y aisladas que, mediante mecanismos de solidaridad e identificación, se convierten en demandas populares más amplias. Sobre esas demandas populares, y sumando un antagonismo entre pueblo y poder, es posible una unificación final de demandas y el surgimiento del populismo, que no puede entenderse como una caricatura en la que un líder guía a masas mansas ignorantes.
Fue en especial a partir de la primera Presidencia de Cristina Fernández que el kirchnerismo se entendió a sí mismo según estos conceptos. El enemigo necesario que se oponía al pueblo quedó dibujado con la crisis del campo e identificado con el establishment agropecuario, los medios de comunicación y los políticos opositores. La victoria de 2011 fue leída como la confirmación de un liderazgo que unificaba a la perfección las demandas populares que habían surgido a lo largo de la historia argentina reciente. Y la consecuencia de eso fue pensar que se podía ir por todo.
Pero, desde el marco conceptual populista, el gran error fue creer que esa situación era estática y que el liderazgo era un cheque en blanco adquirido de una vez y para siempre. El Gobierno, que había construido su victoria concibiendo un pueblo dinámico, lo dio por sentado una vez ganada la elección. Asumió un populismo más vetusto, uno en el que Cristina era la líder sin importar qué hiciera o qué surgiera en la sociedad. En esa línea, los últimos cuatro años se caracterizaron por desatender una y otra vez demandas remarcando que no eran populares, sino que tenían origen en los grandes grupos económicos. La inseguridad era una sensación nacida de la estrategia de los medios, la inflación se negaba como problema económico cotidiano y la ausencia de diálogo era una mentira, porque ellos estaban en contacto constante con el pueblo.
Debajo de las narices del Gobierno esas demandas se agruparon paulatinamente y se convirtieron en demandas populares que salieron a la luz con las masivas marchas opositoras de los últimos años. A esos fenómenos se respondió desde el más recalcitrante antipopulismo: la idea de que esa gente no tenía swing, que daba asco, que era egoísta y, en la estrategia electoral más reciente, que estaba equivocada y que había que mostrarle la realidad. La tristemente célebre frase del entonces jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina, en 2012, terminó como profética: sobre esas demandas surgió el liderazgo de Mauricio Macri, se construyó un partido y se ganaron las elecciones.
Tal vez haya sido consecuencia de estar muy acostumbrados al éxito electoral, o haya influido una convicción casi religiosa de que el peronismo no podría perder elecciones ejecutivas, pero la realidad es que el Frente para la Victoria emprendió el año electoral dando por sentado que se encontraría en las urnas con el pueblo que lo había votado en 2011. Olvidó los conceptos de teoría política sobre los que había apoyado su estrategia y se enamoró de la vieja e infundada idea de que el pueblo, estático, haría lo que le dijera la líder. Pero ese pueblo ya no estaba ahí, porque ese pueblo fue el primero que cambió. Tal vez algún trasnochado siga sosteniendo que la gente votó como votó porque se equivocó, o que el 22 perdieron las clases populares, pero la realidad es que Laclau, hoy, está pintado de amarillo.
El autor es docente universitario, asesor político, y miembro del Grupo Manifiesto
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