La increíble historia del Fray Luis Beltrán, el cura artillero de San Martín

El fraile cuyano fue el elemento clave de numerosas gestas del libertador de América, con sus extraordinarios conocimientos en la fabricación de municiones, uniformes y herraduras. En el aniversario de su natalicio, Infobae repasa su vida

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Es comúnmente aceptado que Fray José Luis Marcelo Beltrán nació el 7 de Setiembre de 1784 en Mendoza. Sin embargo, el propio fraile declaró en su testamento, dictado frente a sus padres y ante un notario mendocino, al ingresar a la orden franciscana, durante el año 1800: "Yo, José Luis Beltrán, natural de la ciudad de San Juan".


Su padre era el francés Louis Bertrand y su madre, la sanjuanina Manuela Bustos. Al bautizar al pequeño, tres días después de nacido, el cura lo inscribió como "hijo de Luis Beltrán"; con lo que su apellido quedó así castellanizado, para la posteridad.


A los dieciséis años ingresó al convento de San Francisco de Mendoza. Allí estudió, sin mucho entusiasmo por la carrera eclesiástica: teología, moral, derecho, filosofía. Sin embargo, demostró especial inclinación hacia las ciencias, como: la química, la matemática, la física y la mecánica; que lo apasionarían desde entonces.


Bartolomé Mitre lo califica así: "Todo caudal de ciencia lo había adquirido por sí en sus lecturas, o por la observación y la práctica. Así se hizo matemático, físico y químico por intuición; artillero, pirotécnico, carpintero, arquitecto, herrero, dibujante, bordador y médico por la observación y la práctica; entendido en todas las artes manuales y lo que no sabía lo aprendía con sólo aplicar a ello sus extraordinarias facultades mentales".


Tiempo después, fue trasladado a Santiago de Chile, donde fue maestro (vicario) del coro del convento franciscano. En 1810 estalló la revolución chilena, que depuso al gobierno colonial. Nuestro fraile simpatizó con el movimiento independentista. Sin embargo, no fue sino hasta 1812, en que decidió apoyarlo activamente, sirviendo como capellán en las tropas de José Miguel Carrera; y asistiendo al combate de Hierbas Buenas, donde el jefe chileno fue derrotado.


Un día, el inquieto fraile entró, por casualidad, a los talleres de maestranza del ejército de Bernardo O' Higgins. Al observar la forma elemental y rudimentaria en que trabajaban los operarios chilenos; se puso manos a la obra, y empezó a darles consejos, órdenes e instrucciones, para optimizar la labor en el taller. Los ingenieros del ejército, impresionados con la colaboración desinteresada del fraile cuyano, se lo recomendaron a O' Higgins; quien lo designó, con el rango de teniente, al frente de la maestranza trasandina, sin abandonar sus hábitos. De inmediato, Fray Luis Beltrán puso todo su empeño y conocimientos técnicos para recuperar los cañones dañados; con bastante éxito y reconocimiento. Sirvió en el sitio de Chillán y la acción de Rancagua. En esta última batalla, el 2 de Octubre de 1814, los realistas derrotaron a los patriotas chilenos, terminando con la "Patria Vieja" trasandina. Ello generó una emigración masiva de los independentistas hacia Mendoza, donde fueron recibidos y socorridos por el Gral. José de San Martín. Entre los mil fugitivos retornaba también, Fray Beltrán, a su tierra natal.


O'Higgins recomendó al Libertador los conocimientos del fraile en organización, mecánica y fundición. Entonces, San Martín el 1º de Marzo de 1815 lo puso al frente del parque y la maestranza del Ejército de los Andes, con el grado de teniente segundo del tercer batallón de artillería. De inmediato, el cura improvisó un taller y una fragua en el campamento de El Plumerillo. Con un frenético ritmo y en turnos rotativos, supervisaba y lideraba el trabajo de setecientos artesanos, herreros y operarios. Resonaban en el campamento los gritos del incansable fraile, dando instrucciones y órdenes a sus obreros, en medio de los golpes de los martillos sobre el yunque. Tanto esforzó su garganta, que quedó ronco, para el resto de sus días.


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En su taller se fabricaban uniformes, zapatos, botas, monturas, estribos, herraduras, municiones, balas de cañón, espadas, fusiles, pistolas, puentes colgantes, granadas, lanzas, elementos de seguridad, arneses, grúas, pontones, mochilas, tiendas de campaña, cartuchos y todo tipo de pertrechos de guerra. El mismo fraile concibió unos curiosos carros estrechos y livianos, de la extensión de los cañones, con cuatro ruedas bajas, para ser tirados por mulas; se utilizaron para transportar exitosamente la artillería por la cordillera. Los soldados los llamaron "zorras", por su parecido con ese animal.


La fragua del fraile artillero alcanzaría la celebridad fundiendo y fabricando cañones, morteros, obuses y culebrinas. A tal fin, alcanzó a fundir campanas de las iglesias, utensilios metálicos, rejas y herrajes, recolectados por todo Cuyo, para fabricar las piezas de artillería. Su incansable labor le ganarían los apodos de "Vulcano con sotana", el "Arquímedes de la Patria" o el "Artesano del cruce". Cuando San Martín le consultó si la artillería iba a estar en condiciones de cruzar los Andes, el cura fundidor le aseguró: "si los cañones tienen que tener alas, las tendrán"; y así fue. Por su incansable labor fue ascendido a capitán.


Gran parte del mérito de la hazaña del cruce de la cordillera de Enero de 1817 se debió a la logística ideada y concretada por Fray Luis Beltrán. Los cañones se envolvían en paños de lana, y se retobaron con cueros, para protegerlos contra los golpes y caídas. Con el ejército marchaban los ciento veinte primeros zapadores del Ejército Argentino, todos a las órdenes del fraile. Su misión era arreglar los pasos defectuosos. Llevaban un puente mecánico para cruzar los pasos de agua, construido con maromas de doce vetas resistentes, de cuarenta metros de largo, que se podía desplegar rápida y fácilmente para el cruce de hombres, enseres y animales. También transportaban dos anclotes, para evitar que las piezas pesadas y la artillería se despeñaran en las laderas muy empinadas. Cuenta el después Gral. Jerónimo Espejo que "se llevaban para suplir las funciones de cabrías o cabrestantes en los grandes precipicios, adhiriéndose aparejos o cuadernales de toda clase o potencia, según los casos". No fue preciso utilizarlos para salvar los cañones, pero sí la carga de las mulas, que a veces se caía en los abismos no tan abruptos. Recordaría Fray Luis Beltrán: "En las cortaderas un cañón rodó al abismo y fue rescatado sin otros perjuicios que la ruptura del eje y que más de treinta cargas fueron igualmente rescatadas".


"Si los cañones tienen que tener alas, las tendrán", le dijo Beltrán a San Martín.


Repasados los Andes, el fraile destacó en la batalla de Chacabuco. San Martín lo reconoció en su parte: "A sus conocimientos y esfuerzos extraordinarios, auxiliado del benemérito emigrado chileno D. N. Barrueta, se debe el transmonte de la artillería con el mejor suceso por las escarpadas y fragosas cordilleras de los Andes y nada se ha resistido al tesón infatigable de aquel honrado oficial". Por su heroico desempeño en la acción las Provincias Unidas le concedieron una medalla de plata. Luego sobrevino la derrota de Cancha Rayada, donde se perdió casi todo el parque y la artillería, a manos de los realistas.


Luego de la conmoción causada por el desastre, en una reunión de Estado Mayor, presidida por el Padre de la Patria, se oyó la voz áspera y por instantes desagradable del fraile capitán: "Perdimos una batalla, pero no la guerra. Tengo en mis depósitos municiones y armas suficientes para que en pocos días podamos transformar esta derrota en victoria". En su corazón sabía que no decía la verdad. Todo había caído en manos del enemigo; pero el cura forjador se tenía confianza. Sólo necesitaba que no decayera el ánimo de sus camaradas. San Martín, aliviado, concluyó la reunión en estos términos: "Con municiones y armas, vamos a hacer que la noche se les vuelva día". Fray Luis Beltrán salió a las corridas de la junta, encontró a su amigo, el coronel chileno Manuel Rodríguez y le pidió traer "todas las personas que puedan juntar. Necesito mil. Todos servirán, hombres, mujeres, niños. Pero los necesito ya". Este oficial mandó dos batallones a recorrer las calles de Santiago y realizar una leva forzosa de toda persona que transitara, para trabajar en el improvisado taller del franciscano.


Ese mismo día, el fraile comenzó a reconstruir el diezmado parque del ejército. Las mujeres cosían los cartuchos para la artillería; los niños confeccionaban los cartuchos de fusil; los hombres fundían armas, vituallas, balas y municiones; y realizaban las demás labores pesadas; siempre en turnos rotativos. La maestranza de Fray Luis Beltrán no se detenía nunca. En poco más de dos semanas, estuvieron listos veintidós cañones (incluía cinco reparados, salvados de Cancha Rayada), decenas de miles de cartuchos, y armas de todo tipo recompuestas. El 5 de Abril de 1818, gracias a su empuje, el Ejército aliado se alzó victorioso en la Batalla de Maipú, sellando de este modo, la independencia de Chile.


Con posterioridad, el fraile participó en la Expedición Libertadora al Perú. En 1822 ascendió a sargento mayor; y en 1823, a teniente coronel graduado; siempre al frente de la maestranza y el parque del ejército. Posteriormente, sirvió a las órdenes de Simón Bolívar, en el Perú. Un día, éste, disconforme con el desempeño del franciscano, lo maltrató injusta y públicamente, llegando hasta a amenazarlo con el fusilamiento. Fray Luis cayó en tal depresión, que intentó vanamente suicidarse, encerrándose en su cuarto, para intoxicarse con un brasero encendido. Fue salvado providencialmente por los dueños de casa. Sin embargo, el cura quedó desquiciado y se volvió paranoico. Vagó durante cinco días, enloquecido, creyendo que Bolívar lo perseguía para matarlo. Los chicos del pueblo de Huanchaco se burlaban de él y le gritaban "cura loco". Una familia se apiadó de él, lo albergó y ayudó a restablecer. Consiguieron embarcarlo para que en Junio de 1825 retornara a Buenos Aires.


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Vuelto a sus cabales, ofrece sus servicios al gobierno del Gral. Juan Gregorio de Las Heras, veterano como él, del Ejército de los Andes. Conocedor de su habilidad, Las Heras destacó al sufrido fraile al frente del Parque y la Maestranza del Ejército de Observación republicano sobre el Río Uruguay, al mando del Gral. Martín Rodríguez. Nuevamente el fraile puso toda su pasión, ciencia y esfuerzo a favor de las armas patrias. Participaría, luego, en la campaña al Brasil, al mando del Gral. Carlos de Alvear; destacando en la gloriosa gesta de Ituzaingó, el 20 de Febrero de 1827; la que sería su última batalla. El fraile fue, sin lugar a dudas, el alma mater del excelente desempeño de la artillería argentina en esa acción. Sintiendo su salud resentida, pidió baja del ejército, para retornar a Buenos Aires y reencontrarse con su vocación originaria.


Al volver, dejó definitivamente su uniforme; se reencontró con la oración, en la orden franciscana, llevando, el resto de sus días, una vida de penitencia. Falleció el 8 de Diciembre de 1827, a los cuarenta y tres años de edad, vistiendo su hábito característico. Designó a su amigo, el Gral. Manuel Corbalán como albacea testamentario. Éste y otro camarada, el Gral. Tomás Guido, encabezaron su cortejo fúnebre, que despidió sus restos en el cementerio de la Recoleta.


Lamentablemente, su tumba no ha podido ser hallada en esa necrópolis hasta el día de hoy.


El autor es abogado e ingeniero. Autor de diversos libros sobre historia argentina.