Hace muchos años, más exactamente en 1937, un sacerdote lúcido y tenaz se reunía con un padre de familia que no aceptaba ver alejarse a su hijo de Serignac Peboudou, un pequeño pueblo rural del sudoeste francés, con rumbo a Toulouse donde debía cursar la escuela secundaria.
El problema no era sencillo de resolver pues no tenían ningún modelo a seguir y además debían procurar salvaguardar el trabajo de los hijos en el núcleo familiar. Es decir, imaginar una forma de educar que dejara a los jóvenes trabajar, al mismo tiempo que les permitiera formarse en una escuela que sintetizara la cultura universal con las tecnologías modernas que ya empezaban a llegar al campo.
El desafío era enorme y posiblemente ese fue el motor de una búsqueda potente, creativa y original. Así, luego de incontables retoques y reajustes nacidos del diálogo y debate de lo que sería luego la conducción de cada establecimiento, determinaron que los alumnos permanecerían una semana completa en la escuela (conviviendo y pernoctando) y dos semanas en sus hogares, siendo visitados en ese período por los propios docentes para interiorizarse acerca de los trabajos educativos pero a su vez de las necesidades familiares, costumbres, prácticas productivas y proyectos.
De este modo, cada joven pasaba un tercio del tiempo en el ámbito educativo, reduciendo la logística necesaria y por ende los costos operativos. Con este esquema, los estudiantes sólo debían trasladarse una vez cada 21 días de la casa a la escuela, sin que ello redujese la cantidad ni la calidad de educación recibida.
O construida, deberíamos decir, pues el complemento de esta singular creación fue el aspecto pedagógico. El padre Granereau, encargado de los primeros años de la experiencia, no tenía formación docente y por lo tanto creó la suya propia. Hizo de la investigación en los ámbitos de vida y el estudio del medio las dos columnas vertebrales del proceso educativo, a la par que sumó los grupos de reflexión y autocrítica semanal, como una forma de avanzar colectiva y solidariamente.
Conscientes de que el Estado podía barrer con muchas de estas sencillas y revolucionarias premisas establecieron un gobierno escolar conducido por los padres y los monitores como asesores.
El éxito fue total, abrumador.
En la década de 1960, sólo 30 años después de su nacimiento, el gobierno francés admitía a las Escuelas de Alternancia (bautizadas Maisons Familiales) como una metodología adulta y con reconocimiento absoluto. Las mismas cubrían la casi totalidad de la geografía rural francesa, con más de 500 centros, 35.000 alumnos en permanencia y centros de investigación pedagógica.
Allá por el año 69, Moussy, una comunidad cercana a Reconquista, provincia de Santa Fe, "copiaba" el modelo y abría la primera Escuela de la Familia Agraria (EFA). Otro éxito rotundo: en pocos años se abrirían más de 10 EFAS. Luego, un duro impasse con la dictadura y, en la década del 80 su relanzamiento con la extensión a Misiones, Buenos Aires, Córdoba, Santiago del Estero, Salta, Formosa, Chaco, Corrientes y Jujuy.
Hoy, son más de 100 las Escuelas de Alternancia en toda la República Argentina, con diferentes denominaciones y dimensiones; 37 CEPT (Centros Educativos de Producción Total) en Provincia de Buenos Aires, 68 EFAS en todo el Litoral, Chaco y Córdoba, 5 EAEyT (Escuelas de Alternancia de Educación y Trabajo) en Jujuy, hacen de esta metodología una de las mejores y más completas propuestas secundarias para los jóvenes de campo.
De educación pública o privada (aunque con perfil comunitario), laica o religiosa (están los Centros de Formación Rural, nucleados en la Formación Marzano en la provincia de Santa Fe y Buenos Aires), las escuelas de alternancia han sorteado con éxito todas las formas de gobierno, sesgos ideológicos o ciclos económicos, incluida, claro está, la Segunda Guerra Mundial en Francia y la dictadura del 76 en Argentina.
El secreto quizás radique en que se mantuvo inalterable su esencia y cometido: formar a los jóvenes en el plano técnico pero nunca en desmedro del perfil humano y familiar, propiciar un ámbito democrático donde las comunidades rurales se sintieran respetadas y protagonistas activas de su destino, generar proyectos para enfrentar las permanentes crisis que el mundo rural viene conociendo desde hace décadas y creando un universo donde profesores y alumnos cultiven un vínculo respetuoso y de colaboración mutua en torno a una institución que en definitiva es lo que se llamó desde un principio: una familia.
En Argentina, muchas localidades rurales esperan la llegada de esta propuesta con la promoción y apoyo del Estado en sus diferentes estamentos, desde el nacional hasta el municipal. Un futuro inmenso espera ser creado y recreado en torno a las escuelas de alternancia. Sólo habrá que dejar de lado las pequeñeces -luchas de poder, nimias diferencias ideológicas o pretensiones de figuración- que no se corresponden con las necesidades y posibilidades del amplio y siempre prometedor espacio rural argentino.
Oscar Alberto DINOVA, docente fundacional del Proyecto CEPT, autor del libro Escuelas de Alternancia, un Proyecto de Vida, Ed. Geema 1997 (odinova@speedy.com.ar)
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