El límite entre ficción y realidad no siempre es tan claro como lo afirman las enciclopedias. De hecho, en los últimos tiempos programas televisivos y otras esferas del arte ayudaron a borrar esas barreras. Sin embargo, la desaparición de las fronteras data de tiempo atrás.
A lo largo de toda la historia de la crítica literaria se trató de trazar cuánto de "verdad" y de "mentira" tenían los escritos que habían encantado a la audiencia. Pero confirmación certera al respecto de esta cuestión, a no ser que provenga del autor, es algo imposible de encontrar.
La literatura es mucho. Entre tanto, puede ser aquel espacio en el cual la imaginación no encuentra freno alguno y llega a lugares nunca antes siquiera soñados. Asimismo, puede alimentarse de la historia vivida para luego desprenderse de ella y ramificarse en caminos que podrían haber sido pero que no fueron elegidos.
Las letras son también el sitio en que "realidad" y "ficción" conforman un atractivo y repulsivo dúo. Historias verídicas disfrazadas de fantasía o maquilladas por ella fueron encuadernadas y vendidas por montones, sin que los destinatarios pudieran siquiera pensar que aquella obra podría bien haber sido noticia periodística.
Ejemplo de esto es el libro del escritor polaco Krystian Bala, Amok (furia homicida). En él, el también fotógrafo relata el asesinato de un empresario. Hasta aquí, los límites están claros. Sin embargo, comienzan a desvanecerse cuando empiezan a resaltar las similitudes de este relato, publicado en 2003, con un crimen irresuelto cometido tres años antes.
Bala mató al publicista Dariusz Janiszewski por ser el amante de su esposa, pero en vez de callar y disfrutar de la libertad no merecida, fue vencido por su vanidad, la que lo llevó a hacer de su crimen un libro. Así, entregó a la Policía las pistas que le faltaban para identificar al culpable.
El maestro del relato corto Edgar Allan Poe, si bien no culpable comprobado, sí es sospechoso. El autor de La carta robada podría también haber sido tentado de llevar sus actos al papel. En 1841, la Policía de los EEUU encontró en el río Hudson el cadáver de una mujer morena cuyas manos estaban atadas a su espalda. Su nombre era Mary Rogers. Las pericias confirmaron que la joven de sólo 21 años había sido violada y estrangulada con su propio vestido antes de ser arrojada a las aguas. El caso fue arduamente investigado pero el fracaso fue rotundo y se cerró sin condena alguna más que la que había sufrido la muchacha.
Sin embargo, al año y medio del asesinato, el famoso escritor norteamericano publicó en episodios en una famosa revista el cuento El misterio de Mary Rogers. Parece que Poe estuvo con la joven en una tabaquería el 3 de octubre de 1838, el día de su desaparición.
Las mezclas que permite la literatura son incontables, por lo que los vínculos criminales que pueden entablar lo imaginario y lo fáctico no terminan acá. Si bien Sir Arthur Conan Doyle no utilizó su literatura como confesión, sí pudo haberse confundido y sumergido entre las tantas personalidades que creó. Hace algunos años, varias voces se alzaron para denunciar que el escritor debería haber sido otro de los investigados por su Sherlock Holmes.
El escritor y psicólogo Rodger Garrick-Steele supone en su obra La casa de los Baskerville que el escocés habría sido el autor intelectual de un asesinato. El creador de Aventuras del profesor Challenger habría inducido a su amante Gladys a envenenar con láudano a su marido, amigo del escritor. Si bien una primera mirada tildaría al crimen de pasional, no habría sido esa la razón fundamental. Varios sospechan, dado que pruebas concretas nunca hubo, que Bertram Fletcher Robinson, marido de Gladys, fue el verdadero autor de El perro de los Baskerville, por lo que Sir Arthur lo habría mandado a matar para asegurarse una fama sin peros. Una vez más, la vanidad.
Para concluir, hace falta nombrar una última variante de esta pareja incompatible ficción-realidad: aquella que nace del movimiento inverso a la literatura confesional, en donde un escritor convertido en asesino admitía sus pecados. En este caso, es el criminal el que cambia de profesión.
El novelista norteamericano Norman Mailer, autor de Un fuego en la luna, fue conquistado por la literatura de un asesino que desde la cárcel se contactó con él para que aprendiera cómo era matar así después podría escribir acerca de ello con mayor conocimiento.
"¿Quieres saber cómo cometer un asesinato? Así se hace: los dos están solos en su celda. Consigues un cuchillo (con doble filo) y lo tienes apretado contra una de tus piernas, para que él no lo vea. El enemigo está sonriendo y charlando sobre algo. Piensa que eres un tonto y se confía. Entonces ves el blanco: un punto alrededor del tercer botón de su camisa. Mientras hablas y sonríes con tranquilidad, mueves tu pie izquierdo hasta cruzarlo detrás de su cuerpo. Una luz lo apunta, al tiempo que mueves hombro derecho hacia adelante y el mundo se da vuelta. Acabas de hundirle el cuchillo en el medio del pecho". De este modo sedujo Jack Henry Abbott a quien luego se transformaría en un fiel amigo.
Parece que Mailer, luego de una relación epistolar con el preso que superó las mil cartas, golpeó las puertas de las editoriales para compilar las misivas en un libro. Una de ellas le respondió y se aseguró con ese sí un éxito en ventas. Abbott se convirtió así en el autor de En el vientre de la bestia, gracias al cual logró contratar a abogados que lo sacaran de la cárcel. Pero como Poe y Conan Doyle siguieron escribiendo, Jack continuó asesinando. De hecho, sólo logró permanecer en libertad pocos días, debido a que en medio de una cena se enojó con uno de los trabajadores del restaurant por no dejarlo ingresar a un espacio privado y le clavó un cuchillo en el pecho.
Vida y literatura sin dudas están ligadas. Pero pese a que es tarea difícil, hay momentos en que la división resulta (aunque quizá forzada) fructífera. De hecho, estos casos confirmarían que es bueno separarlas. De lo contrario, habríamos condenado piezas literarias a la oscuridad por culpa de los comportamientos de sus autores. Una lástima.
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