No necesitaba otro reto: solo necesitaba que alguien lo comprendiera

¿Qué hago? Si lo desenmascaro, voy a dejarlo expuesto y eso podría agravar sus problemas, los motivos por los que actúa de esta forma. ¿Entonces? Tengo que pensar con rapidez, porque no hay mucho tiempo

Francisco tenía unos antecedentes terribles del colegio anterior (Imagen Ilustrativa Infobae)

Llevo toda la vida dedicado a la educación. Fui testigo privilegiado de los estragos que causa la enseñanza tradicional, aburriendo y desmotivando a los chicos, priorizando los conocimientos académicos por sobre el bienestar emocional. Yo pienso que el orden de prioridades debiera ser exactamente al revés.

Frustrado de pelear con instituciones que no me contenían ni me representaban, y mucho menos a mis alumnos, hace años fundé una escuela que se adaptara a las necesidades que observaba en los chicos. Un espacio diferente, en las afueras, que le diera otro sentido a la idea de estar pupilo y en el que no se cumpliera la maldición de Herman Hesse, “En la escuela solo aprendí latín y mentiras”. Un lugar en el que los alumnos estuvieran contentos, donde estudiaran temas que les interesan y que les fueran útiles para sus vidas.

Si no podemos despertar y acompañar la curiosidad y los intereses de los chicos, ¿qué estamos haciendo? Los retamos porque no prestan atención a lo que decimos, pero ¿qué adulto aguantaría pasar ocho horas diarias escuchando y haciendo algo que no le interesa, encima durante doce años? No resulta tan ilógico que de adultos naturalicemos esa aberración y sigamos toda la vida haciendo trabajos que no nos interesan o soportando parejas que no nos entusiasman. Algún día la ciencia podrá cuantificar el daño que ha causado la educación tradicional y tendremos que hacernos cargo de lo que hicimos con tantas generaciones.

Read more!

A veces me pregunto cuáles son las causas de que nuestras escuelas estén tan aferradas a la rigidez y la violencia. ¿Será que estamos llenos de miedos y por eso no nos animamos a hablar de las necesidades de nuestros hijos, a acompañarlos en sus intentos y sus equivocaciones?

Pero no puedo distraerme con estos pensamientos ahora, tengo poco tiempo para encontrar una solución.

Desde que fundé el colegio, siempre llegaron alumnos con muy malos antecedentes de conducta. Soy consciente de que para muchos padres soy la última esperanza. A veces la única. Bastan pocos días en el colegio para que los peores demonios dejen de serlo. En general, alcanza con que dejen de presionarlos y los contengan. Suele ser suficiente con abrazarlos, respetarlos, darles la libertad de experimentar y elegir las materias y actividades que les interesan, para que se transformen.

Francisco tenía unos antecedentes terribles, como tantos otros chicos. El informe del colegio anterior era simple y contundente: no solo no había aprobado ninguna materia, sino que tenía gravísimos problemas de conducta, desde violencia física hasta desafíos abiertos a la autoridad.

Su padre, en apariencia un hombre fuerte, había aceptado el consejo del director del otro colegio, para probar suerte acá. Mi colega me llamó para contarme que era él quien se lo había propuesto y que la situación era a todo o nada. “Lo salvás vos o no lo salva nadie”, me dijo.

Cuando lo vi por primera vez, sus ojos me produjeron miedo. Tenía una mirada asesina. Implacable. Lo llevé a recorrer la escuela, le conté cómo era la dinámica y lo acompañé hasta la habitación en la que dormiría. No dijo ni una palabra.

Menos de un mes después recibí una llamada telefónica de su madre. Tenían un bautismo familiar y quería saber si podíamos autorizar a Francisco a salir por el fin de semana. Me pidió además si podía darle algo de dinero para el pasaje en tren, que ella me lo devolvería a su vuelta.

—Por supuesto —le respondí—. Solo necesito que me envíe la autorización por escrito.

A los pocos días llegó la carta firmada. El día previo al viaje fui a su habitación a saludarlo y darle el dinero acordado. Noté algo extraño al verlo. Su expresión me llamó la atención. Estaba nervioso, contrariado. Nunca lo había visto en ese estado.

Cuando salí de su cuarto me quedé pensando. ¿Qué le pasará? No tardé mucho en entender lo que estaba sucediendo. ¿Por qué será que nos cuesta tanto darnos cuenta de lo obvio?

Toda la historia del bautismo familiar era una mentira para escaparse. La madre nunca habría llamado. Supongo que debe haber sido una amiga cómplice de Francisco, que también falsificó la autorización.

¿Qué podía hacer? Sabía que si lo confrontaba iba a dejarlo expuesto, profundizando sus heridas y haciendo que se cerrase todavía más. Pobre, no necesitaba más personas que le dijeran todo lo que hace mal, sino una, quizás solo una, que lo comprendiera. Alguien que lo hiciera sentirse menos solo.

—¿Qué pensás? —le pregunté a mi esposa tratando de encontrar una salida.

—Tenés que llamar a los padres para chequear si es cierto lo que creés, y si es así, no puede irse. Si querés no lo retes, pero no podés permitir que se vaya. Sería una irresponsabilidad.

Ahora el incomprendido era yo. Había recurrido a mi mujer en busca de ayuda y me había respondido con lo único que yo no quería hacer. Y como si fuera poco, redobló la presión que ya sentía sobre mis hombros.

Las horas siguieron pasando y necesitaba resolver algo, porque Francisco se iba el día siguiente.

Entonces, cuando parecía que todo estaba perdido, se me ocurrió una idea. Quería transmitirle un mensaje contundente de apoyo incondicional, pero que a su vez fuera algo sutil y no lo expusiera. Después de cenar volví a su habitación y golpeé la puerta. Apenas la abrió y me vio ahí, su cara se transformó como si estuviera viendo al diablo.

Sin darle tiempo a pensar, le dije:

—Llamó tu madre otra vez para pedirme que te diera un poco más de dinero, así en el viaje podés comer un sándwich.

Me miró perplejo, y yo fingí normalidad. Le di algo más de plata, le deseé buen viaje, di media vuelta y me fui.

El día siguiente, Francisco se fue. Mi esposa quería matarme y yo me sentía abrumado. ¿Va a estar bien? ¿Volverá?

Pasaron los días sin noticias suyas, hasta que dos semanas más tarde apareció sin aviso. Le sonreí, lo abracé, y le dije que se incorporara a las actividades cuando estuviese listo. Al mediodía vino con su bandeja y se sentó a almorzar a mi lado.

Conversamos de varios temas al pasar, hasta que en un momento se puso serio y me dijo:

—Usted es mejor actor que yo.

Sonreí. Comimos el postre en silencio.

—¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Por qué volviste?

Después de pensar unos instantes, me respondió.

—Cuando usted volvió a mi habitación diciendo que había llamado de nuevo mi madre, sentí una de las sacudidas más grandes de mi vida. Era obvio que no había llamado, porque ella sabe poco y nada de mí, y porque todo lo del viaje era un invento. No digo que no le importo, pero está demasiado ocupada con sus problemas.

Pude ver la tristeza en su mirada.

—La noche que usted me dio el dinero quedé en estado de shock. Y por eso me fui igual. Un poco porque soy desconfiado y otro poco porque necesitaba pensar. Pero en los días en que no estuve acá, pude ver las cosas con claridad. Usted se había dado cuenta de todo y no solo no me retó, sino que me apoyó. Fue la primera vez en la vida que sentí que alguien estaba de mi lado. Y por eso volví.

¿A dónde más voy a ir?

*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli

Read more!