Pandemia feroz, cuarentena desmadrada

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Una persona con tapabocas camina por las calles este miércoles en la Ciudad de Buenos Aires (Argentina). EFE/ Juan Ignacio Roncoroni
Una persona con tapabocas camina por las calles este miércoles en la Ciudad de Buenos Aires (Argentina). EFE/ Juan Ignacio Roncoroni

Están los que salen a correr y los que se quedan adentro y “corren la coneja”.

Están los runners y los maratonistas de la vida. Los que se acomodan a duras penas a la situación y los que desesperan o resisten presentando batalla. También están los que sucumben frente a la adversidad. Estamos todos a la buena de Dios y a la mano del sacrosanto Estado.

“Quieren salir a correr, a pasear, salgan; ahí están las consecuencias”, dijo el Alberto Fernández acicateando la absurda disputa entre las autoridades políticas y sanitarias de la provincia de Buenos Aires.

No fue un traspié del Jefe de Estado: o está profundamente convencido o se ajusta un libreto. Este viernes volvió a la carga. Señaló a los que, según él, salen a mirar vidrieras o tomar una cerveza. Todos porteños, claro. El recurso de encontrar culpables no está resultando eficaz. Lejos de diluir responsabilidades, ofende y fatiga.

La cuarentena se le está yendo de las manos al Presidente de la Nación. Cuesta tomarse demasiado en serio a los funcionarios que dicen una cosa y hacen otra. Cuesta acatar las reconvenciones de los que se muestran a los besos, sin distancia social ni barbijo y terminan hisopados.

El estilo desafiante no le sienta bien a Alberto Fernández: le devalúa imagen y palabra. Puede que le arrime algún favor de la tribuna interna pero le destroza la confianza que necesita para imponer medidas. La debacle económica apremia. La angustia acumulada vuelve temerarios a los más resilientes. Con todos los frentes abiertos, las cosas se le complican día a día.

Encerrado como quedó por disposición de sus médicos en Olivos puede que no sepa que las intensas calles del conurbano desbordan de gente trajinando la diaria. No salen a hacer fitness precisamente.

Llegando a los 90 días de confinamiento, cada uno hace lo que quiere y puede. La ayuda que baja del Estado no alcanza para paliar la desazón económica ni para aplacar las necesidades básicas ni para mitigar la creciente ansiedad que se cocina en el encierro.

La feroz diatriba que inocula del Ministerio de Salud de la gobernación Kicillof no parece estar amedrentando a nadie. Por el contrario, deja a la intemperie el miedo y la impotencia de los funcionarios para enfrentar al avance de la pandemia. Los muestra asustados y débiles.

Las declaración de ministro Daniel Gollán y su vice Nicolás Kreplak son leídas por muchos como un gesto desesperado de terrorismo sanitarista. No es que lo que están advirtiendo no pueda ocurrir, pero lejos de contener a la gente saturan con el pánico y obtienen el efecto inverso. A casi todos ellos el paso del virus puede llevarle puesta la carrera política. Lo saben.

Está claro que aplanar la curva demoró la llegada del pico. Se hace evidente también que los recursos que se pudo generar en estos meses de emergencia y encierro no alcanzan para evitar un casi inevitable colapso del sistema.

Se ganó tiempo, es cierto, pero la llegada del COVID-19 a los barrios vulnerables del conurbano encuentra a millones de argentinos chapaleando en la pobreza, inmunosuprimidos por la mala alimentación, la falta de acceso a servicios tan básico como el agua y las cloacas, la vulnerabilidad económica. También hay que aceptar que se llegó tarde con las estrategias de testeo.

El virus avanza voraz sin distinguir clase ni condición social. No es cierto que mata más a los pobres. A los pobres los mata la pobreza.

Mientras algunos esperan y otros desesperan, hay quien teje poder sobre el cautiverio ajeno.

La avanzada del factor K sobre los espacios más sensibles del Estado y toma de decisiones presidenciales dejó dramáticamente expuestas las tensiones y contradicciones que se maceran en el interior de la fuerza que llevó a Alberto Fernández al poder.

No hay caso: el albertismo no despunta, no cuaja. El Jefe de Estado aparece como cediendo ante presiones cada día más potentes. La declarada impronta presidencial resulta sofocada por un ideario cristinista que lo conmina a decisiones que contradicen la moderación con la que se pretende travestir al gestión. Si el efectivamente Alberto Fernández quería construir desde el consenso, es evidente que no lo están dejando. Los hilos de CFK se hacen visibles. Una espesa telaraña avanza sobre la estructura institucional.

El caso Vicentin expuso a Alberto Fernández como un mero ejecutor de políticas que bajan del Instituto Patria. Las ideas con las que se regodearon durante semanas los radicalizados librepensadores del cristinismo extremo van encontrando su lugar en lo más alto del poder.

El anuncio de la expropiación de la empresa agroexportadora concursada detonó un fuerte malestar contra el Gobierno y amenaza recrear el clima de la 125. Lejos de construir una épica, la movida generó resistencia y fastidio.

El DNU de la intervención debía entrar por el Senado y el posterior proyecto de expropiación también. La idea apuntaba a que quede bien claro quién está al frente de la iniciativa. En la Cámara alta tendría el paso asegurado. Los números garantizan un tránsito fluido.

En Diputados, en cambio, sería un conflicto para muchos. Por el momento Sergio Massa guarda saludable silencio sobre tan ríspida cuestión.

El bloque del Frente de Todos lo maneja Máximo Kirchner. Tampoco al hijo de los dos presidentes se lo escuchó hablar. Hay quienes aseguran que la iniciativa expropiadora no le genera especial entusiasmo. Los que lo frecuentan sostienen que en su ADN dominan los genes pragmáticos de su padre por sobre los arrebatos incendiarios de su progenitora.

A la hora de instruir a sus legisladores, los mandatarios provinciales también lucen condicionados. Las arcas provinciales están exangües. El debate, en caso de darse, prometía ponerse espeso justo cuando las cosas se complican muy feo en los hospitales. Mal momento.

El rigor de la pandemia no logró desalentar las protestas en las calles. Las entidades representativas del sector en particular y del empresariado en general se organizaron para resistir.

Sobre el filo del fin de semana el juez Civil y Comercial de Reconquista Fabián Lorenzini, a cargo del concurso de acreedores de Vicentin, dispuso reponer en sus funciones al directorio de la empresa y relegó a los interventores designados por el Gobierno al rol de veedores controladores. No se pronuncia acerca de la constitucionalidad o no del DNU y la eventual expropiación, pero habilita a los directivos a hacerse cargo de la gestión de la compañía.

Tras conocer la decisión judicial, el gobernador de Santa Fe, Omar Perotti, dijo que el Presidente hizo lugar a un cambio de planes retirando el proyecto expropiador. Puede que se haya impuesto la sensatez. Pero la credibilidad del Ejecutivo salió dañada.

Hasta aquí el virus puede parecer funcional a los designios del populismo estatista. Acorralados por la cuarentena mas larga del mundo, millones de argentinos dependen hoy de la ayuda estatal en alguna de sus formas. Todos rehenes de un asistencialismo que llega tarde y mal, pero que resulta imprescindible.

Están también los que no piensan aceptar tan mansamente la que se viene. No son pocas las empresas que han comenzado a rechazar y aún a devolver lo recibido en concepto de ATP: no quieren quedar a merced de un Estado que además de estar quebrado y tener como único recurso la emisión monetaria, reniega a viva voz de la meritocracia, descalifica al empresariado y empieza a mostrarse refractario de la actividad privada.

El virus es complejo y traicionero. En su raid maldito por el planeta no solo se va llevando la vida de miles de personas sino que también amenaza con triturar liderazgos y democracias No hay margen para distraerse ni posibilidad alguna de dejarse estar.