Berlín, ciudad de secretos: de la caída del Muro a las huellas de los nazis que sobrevivieron

La capital alemana es un territorio clave para entender el siglo XX. El ascenso de Hitler, la devastación de la Segunda Guerra Mundial, la “psicosis del genocidio” y las consecuencias de la Guerra Fría.

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Sinclair McKay: "Berlín es una ciudad desnuda. Exhibe abiertamente sus heridas y cicatrices. Quiere que se vean". (Reuters)
Sinclair McKay: "Berlín es una ciudad desnuda. Exhibe abiertamente sus heridas y cicatrices. Quiere que se vean". (Reuters)

A lo largo del siglo XX, Berlín ocupó una posición central en el escenario mundial. Su historia, a menudo fragmentada y contada por partes que parecían no tener conexión entre sí más que su mera sucesión en el tiempo, es presentada de manera integral en Berlín. Auge y caída de una ciudad en el centro del mundo, de Sinclair Mckay, en el que el historiador, escritor y periodista británico elimina las barreras entre las diferentes generaciones de berlineses y ofrece una visión panorámica y reveladora.

La narración comienza en 1919, cuando la ciudad emergió de las sombras de la Gran Guerra y se convirtió en un símbolo de modernidad en campos como el arte, el cine, la arquitectura, la industria y la ciencia. Luego, abarca el colapso económico, el ascenso del régimen nazi, la devastación de la Segunda Guerra Mundial, la psicosis del genocidio y la prolongada coexistencia de dos ideologías enfrentadas que dividieron la capital alemana hasta la caída del Muro.

El relato de Sinclair McKay da voz a quienes vivieron en las calles de Berlín: amas de casa, oficinistas, trabajadores y jóvenes llenos de energía que fueron testigos de años de transformación emocionante y aterradora. También arroja luz sobre figuras destacadas como Albert Einstein y Albert Speer, y muestra los curiosos contrastes de una ciudad que pasó de momentos de profunda oscuridad a escenas de humor berlinés irónico -como el a menudo ridículo enfrentamiento entre Berlín Este y Oeste-, o a momentos de esperanza y alegría.

En Berlín, editado por Taurus, McKay nos ofrece una visión hipnótica y a la vez orgánica de esta ciudad que alguna vez fue la más sofisticada del mundo, como nunca antes se había visto.

Escribe el autor en el prólogo, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota: ¿Qué debieron de parecerles todas estas revoluciones violentas a los berlineses que tan solo deseaban vivir, trabajar y amar? Los que crecieron en la era Weimar, que luego estuvieron bajo la sombra de la caída nazi, que en los años siguientes vieron su ciudad ocupada y dominada por otras potencias… ¿Cómo pudieron mantenerse firmes sus esquemas mentales, los recuerdos de determinados barrios, cuando el paisaje urbano que les rodeaba estaba en un constante estado de desconcertante mutación y demolición, hasta el punto de que algunos nacidos en la ciudad perdían la capacidad de orientarse por sus calles de siempre?

Ficha

Título: Berlín. Auge y caída de una ciudad en el centro del mundo

Autor: Sinclair McKay

Editorial: Taurus

Páginas: 504

Precio (en Argentina): En papel: $6495 En digital: $4747

Así empieza “Berlín. Auge y caída de una ciudad en el centro del mundo”

infobae

Toda ciudad tiene una historia, ¡pero Berlín tiene demasiada!

Berlín es una ciudad desnuda. Exhibe abiertamente sus heridas y cicatrices. Quiere que se vean. La piedra y los ladrillos de sus incontables calles muestran marcas, agujeros, quemaduras; recuerdos de las balas. Estos desperfectos son ecos de un enorme y sangriento trauma del que, durante muchos años, los berlineses fueron reacios a hablar sin tapujos. Bajo la sombra del horrendo genocidio, sugerir que ellos también fueron víctimas de la guerra de Hitler era un tema tabú.

La ciudad en sí hace tiempo que se curó, pero estas heridas aún no han cicatrizado: la pared de la vieja fábrica de cerveza de Friedrichsruhe muestra la huella, en forma de rayos de sol, dejada por un intenso fuego de artillería; el bajorrelieve en la base de una columna de la Victoria del siglo XIX, de Cristo crucificado, con el corazón atravesado por la metralla; la arcada románica del pórtico de entrada a la estación de tren de Anhalter, desaparecida bajo las bombas, ahora se yergue exenta y no conduce más que al vacío. En el frondoso parque Humboldthain, situado en el extremo norte del centro de la ciudad, brotan los árboles en torno a una sombría e inmensa torre de defensa antiaérea de cemento que, a finales de la guerra, sirvió como refugio, hospital y catacumba.

Tal vez lo más famoso sea la derruida torre de la iglesia, rematada con metal, que preside la concurrida calle comercial de Kurfürstendamm: la iglesia memorial del káiser Guillermo. Esta torre es casi lo único que resta de la construcción original, que databa de principios de siglo; una noche de 1943 fue alcanzada por un bombardeo y quedó envuelta en llamas (tras la guerra, se construyó junto a ella una nueva iglesia de estilo moderno). Para alguien que no supiera nada de la historia de esta ciudad, la mera vista de esta extraña torre resultaría desconcertante: ¿qué podría significar esta insólita ruina conservada en medio de una indiferente zona comercial? Otras capitales europeas dan cuenta de su oscuro pasado con monumentos de una estética elegante, con el fin de suavizar los accidentados perfiles de la historia. Aquí no.

A lo largo de todo el siglo XX, Berlín ocupó el centro de un mundo convulso, y alternativamente fue objeto de seducción y de preocupación para la imaginación internacional. La esencia de la ciudad parecía radicar en su marcada dualidad: los espléndidos bulevares, los disonantes bloques de viviendas, las humeantes fortalezas de la industria pesada, las brillantes aguas y bosques de sus alrededores, los exultantes y pansexuales cabarés, la sobria dignidad de la ópera, los coloridos excesos de los pintores dadaístas, la adusta uniformidad de los masivos desfiles de la esvástica. Y, con la llegada de los nazis, un progresivo redoble de tambores de muerte. De la población judía de la ciudad, la mayoría de los que se quedaron en Berlín bajo los nazis —unas ochenta mil personas— fueron deportadas y asesinadas entre 1941 y 1943. Por otra parte, se estima que veinticinco mil berlineses murieron a causa de la acción aliada durante las últimas semanas de la guerra, en 1945.

Pero, tanto antes como después, la proximidad del miedo también fue continua: para cualquier persona nacida en Berlín en torno a 1900 —de las que tuvieron la suerte de vivir hasta la década de 1970 o 1980— la vida en la ciudad fue una interminable sucesión de revoluciones; un torbellino de agitación e inseguridad que abarcó el perturbador trauma de la Primera Guerra Mundial y la enfermedad y la violencia inmediatamente posteriores; la intensa y vertiginosa irrupción de la industria moderna y la arquitectura desafiantemente revolucionaria en la que se reflejó y que invadió las otrora familiares calles y lugares de trabajo; la náusea de los profundos desplomes de la economía y la pobreza y el hambre que acarrearon; a continuación, la supremacía nazi, la psicosis del genocidio y el fuego de la guerra y, por último, el corazón de la ciudad partido por dos ideologías enfrentadas. En el núcleo de todos estos traumas estaban aquellas semanas finales de guerra, de la primavera de 1945, cuando, sobre Berlín y sus ciudadanos, se cernió una devastación comparable a los infernales castigos de la Antigüedad clásica.

Sinclair McKay: "A lo largo de todo el siglo XX, Berlín ocupó el centro de un mundo convulso, y alternativamente fue objeto de seducción y de preocupación para la imaginación internacional".
Sinclair McKay: "A lo largo de todo el siglo XX, Berlín ocupó el centro de un mundo convulso, y alternativamente fue objeto de seducción y de preocupación para la imaginación internacional".

La ciudad no carece de sentidos tributos a los muertos: el exquisito y reciente Monumento al Holocausto, un laberinto de monolitos que se van elevando por encima de nuestras cabezas a medida que nos vamos introduciendo en él, es uno de los pocos lugares donde el apresurado ritmo berlinés se ve obligado a ralentizarse. A pocas calles de distancia de aquí se halla el mucho más antiguo monumento conmemorativo de la Neue Wache, neoclásico y de tonos pálidos, construido en 1818, tras años de terrible conflicto europeo. En los últimos tiempos, su propósito se ha ampliado, y se ha transformado en una impresionante sala en conmemoración «de las víctimas de la guerra y la dictadura», en donde la luz entra a través de un orificio circular u oculus abierto en el techo.

Pero, para Berlín, el singular cataclismo de la guerra de Hitler y la destrucción que acarreó a la ciudad nunca pueden ser conmemorados fácilmente. En la primavera de 1945, mientras estadounidenses y británicos se abrían paso a través de Alemania y sus bombarderos destrozaban cada vez más calles y edificios, convirtiendo las casas en cenizas, y las ingentes fuerzas soviéticas cercaban con decisión la ciudad y sus estridentes proyectiles perforaban el aire, los berlineses corrientes eran prisioneros de este inexorable horror, una matanza para la que el mundo no tenía piedad. La ciudad se convirtió en un campo de batalla, exponente de la obscenidad final de la guerra total. Los símbolos de la civilización se vieron reducidos a polvo, y los berlineses, forzados a una supervivencia entre escombros, al límite de la resistencia de la naturaleza humana.

Y en 1945 se añadió un elemento más de angustia, más allá de las bombas y los morteros que dejaban los cuerpos sin enterrar irreconocibles, la epidemia de suicidios de miles de ciudadanos que prefirieron poner fin a sus vidas en lugar de someterse a un enemigo que les infundía terror, así como la violación indiscriminada, en números literalmente incalculables, causantes de décadas de traumas familiares en toda la ciudad.

El hecho fue que, en el resto del mundo, estas violaciones y crueldades fueron consideradas comprensibles, como ráfaga final de una venganza tan imparable como la naturaleza misma. Los líderes nazis habían impuesto la agonía y la muerte a millones de personas en toda Europa. La por entonces considerable comunidad judía de Berlín había vivido años aterrorizada antes de ser deportada y exterminada. De modo que ¿cómo podían sus vecinos berlineses pensar siquiera en decirle al mundo que ellos también habían sufrido atrozmente? Este silencio expiatorio generó una desconcertante nube de ambigüedad moral en toda la ciudad. ¿Hasta qué punto fue total el totalitarismo de los nazis en Berlín?

La caída de la ciudad en 1945 es uno de esos momentos de la historia que se erige como un faro; el haz de luz ilumina nítidamente lo que había pasado antes y lo que pasó después. No fue solo la vil muerte del hombre que estaba en el centro de la vorágine, o la forma en que su autodestrucción en un búnker subterráneo pareció ir filtrándose y disolviendo los cimientos de la ciudad misma. Ni tampoco es una historia que pueda entenderse en exclusiva como una historia militar, dado que también incluye a un enorme tapiz de civiles berlineses de a pie —que superaban ampliamente en número al de los soldados supervivientes que ya no podían protegerlos— y sus esfuerzos por no perder la cordura cuando sus vidas se vieron dislocadas. Es también la historia de quienes habían percibido las amenazantes sombras de esta violencia en los años previos.

Sinclair McKay: "¿Qué debieron de parecerles todas estas revoluciones violentas a los berlineses que tan solo deseaban vivir, trabajar y amar?".
Sinclair McKay: "¿Qué debieron de parecerles todas estas revoluciones violentas a los berlineses que tan solo deseaban vivir, trabajar y amar?".

En 1945, los berlineses de más edad ya habían vivido las secuelas de la Gran Guerra y la fallida Revolución alemana de 1918; ya habían tenido que bordear las heladas calles transformadas en desfiladeros para francotiradores; ya habían tenido que sufrir periodos de escasez crónicos y un frío inclemente. En 1919, apareció un cartel por toda la ciudad que representaba a una elegante mujer bailando un tango abrazada a un esqueleto. «¡Berlín, párate a pensar! ¡Estás bailando con la muerte!», se leía impreso. El póster, inspirado por el poeta Paul Zech, se refería a las medidas de salud pública tomadas a raíz de la guerra, si bien no dejaba de sugerir una morbilidad más genérica asociada a la naturaleza de la ciudad.

En un sentido similar, la pesadilla de 1945 proyectaba su larga sombra sobre el futuro de Berlín. Entre las repercusiones del nazismo, aquellos ciudadanos de a pie tuvieron que enfrentarse a nuevas oleadas de violencia de posguerra, privaciones, angustia y todo un nuevo ciclo de totalitarismo. El gris cadavérico del Muro de Berlín, cuya construcción comenzó en 1961, fue otra de las secuelas de 1945, y mantuvo a la ciudad en el centro de la inestabilidad geopolítica mundial y potencial detonante de una guerra nuclear. Sin embargo, incluso en esta nueva encarnación de dualidad, el talento y el arte, así como su espíritu abiertamente rebelde, sobrevivieron.

Las personas no viven sus vidas dentro de unas eras fijas; aunque una época termine, la gente continúa, o trata de continuar, básicamente igual que antes. Con frecuencia, la historia reciente de Berlín se contempla a través de unos prismas que establecen divisiones fijas: el periodo guillermino, el de Weimar, el nazi, el comunista, cada uno de ellos herméticamente cerrado. Sin embargo, las vidas de sus ciudadanos formaron un agitado continuum a lo largo de todos estos distintos regímenes; fueron personas que tuvieron que estar siempre esforzándose al máximo por adaptarse a una ciudad que cambiaba a la velocidad del rayo.

¿Qué debieron de parecerles todas estas revoluciones violentas a los berlineses que tan solo deseaban vivir, trabajar y amar? Los que crecieron en la era Weimar, que luego estuvieron bajo la sombra de la caída nazi, que en los años siguientes vieron su ciudad ocupada y dominada por otras potencias… ¿Cómo pudieron mantenerse firmes sus esquemas mentales, los recuerdos de determinados barrios, cuando el paisaje urbano que les rodeaba estaba en un constante estado de desconcertante mutación y demolición, hasta el punto de que algunos nacidos en la ciudad perdían la capacidad de orientarse por sus calles de siempre?

La pesadilla de la guerra tampoco puede definir por completo a estos increíblemente ingeniosos ciudadanos; explorar sus vidas y su suerte es importante para darse cuenta de que sus historias también engloban el extraordinario territorio cultural de Berlín: no solo su arte, su cine y su música, extraordinariamente innovadores y a la vanguardia del mundo, ni su valioso esfuerzo científico, sino también su tortuosa relación con su antigua aristocracia y la constante actividad de los motores de la violencia de clase y callejera.