El 29 de octubre de 2024, Miryam se despertó como cualquier otro día. Salió de su casa en Paterna y se dirigió a su trabajo, en Utiel. Es enfermera en el Área de Promoción de la Salud y se desplaza por los centros médicos de los municipios de la zona. A través del teléfono, a mitad de camino hacia uno de los pueblos en los que trabaja, narra el recuerdo de aquel día, que debería haber sido como cualquier otro, monótono y rutinario. Nadie le había avisado de lo contrario.
Hace 365, igual que hoy, tenía un trayecto de una hora de coche por delante: “Hacía muy malo. A la altura del puerto llovía que aquello era increíble. No se veía la carretera. Pasé bastante miedo. Cuando estuvimos en Utiel, a las compañeras y a mí nos dijeron que llevaba toda la noche lloviendo, pero sin parar, como si estuviesen tirando cubos de agua constantemente”. Pasadas las doce del mediodía y con algunas carreteras ya cortadas, la directora del centro les pidió a aquellas que vivían lejos que regresaran a sus casas por prevención. “A la hora de volver, no se veía nada. Seguía lloviendo sin parar”, detalla. En Paterna no caía ni una gota. Aquel día había quedado para cenar con su abuela, que vive en Paiporta, pero esta la llamó a para decirle que mejor se veían en otro momento. Esa llamada evitó que Miryam entrara de lleno en el desastre.
La conversación entre abuela y nieta se produjo a las cuatro de la tarde. A las cinco, otro de los nietos, uno que entonces vivía con ella, consiguió a duras penas regresar desde el instituto. Y a la siete, era su madre la que volvía a casa después del trabajo y de hacer compra. “Yo ya veía que el barranco que estaba a punto de rebosarse”, le diría después su a su hija. Están acostumbrados a que el agua exceda la capacidad del barranco de Paiporta, “lo que pasa es que se rebosa un poco y ya está”. Pero aquel día no fue como en las anteriores ocasiones. “Empezó a salirse del agua y mi madre llamó a mi abuela, para que se subiesen a la plata de arriba de la casa”, recuerda. Es todo lo que supo. En un momento de la tarde, perdieron la cobertura. También perdieron la luz y el agua. Su madre le narró aquella noche al día siguiente: “Era como ver el mar. Solo escuchabas gritos y veías a todo el mundo intentando ayudarse”.
No pudo ver a su madre hasta dos días después del desastre
La madre vive en un quinto piso y el agua no le alcanzó. Pero la abuela y su nieto vieron cómo ese mar de lodo empezó a entrar en la casa. “No sabían cuándo iba a dejar de subir el agua. Se inundó el garaje y la primera planta, pero aún tenían dos plantas más para refugiarse”. Al día siguiente, pudieron salir de la casa “de alguna manera” y se subieron al quinto de la madre de Miryam, que no pudo ver a su familia hasta dos días después del desastre.
La enfermera, de 25 años, no daba crédito al ver las calles en las que se ha criado -“era como si hubiesen tirado bombas”- pero el reencuentro más duro fue con su familia, “estaban totalmente desencajados”. “Mi madre me contaba con mucha tristeza que, cuando consiguieron llegar a su casa, mi abuela le pidió un café y no pudo ofrecérselo porque casi no tenían agua. Solo tenían un litro y medio para los tres y no sabían cuanto tiempo tendrían que estar así. Ella veía que tenía frío y que no podía darle nada para entrar en calor”.

“La gente venía a desahogarse”
“Si no lo ves, si no lo vives, no te puedes hacer una idea, porque yo misma, yo no me hacía una idea antes de ir y verlo todo”, asegura. Su voz se aclara al hablar de los voluntarios. “Se volcaron muchísimo, aunque no había ninguna organización”, explica. Fueron ellos los que bombearon el agua fuera del sótano días después y los que les ayudaron a sacar los escombros y los muebles destrozados del interior de la vivienda de su abuela. Fueron las brigadas de carpinteros y fontaneros que recorrieron las calles los que hicieron las primeras reparaciones. Para Miryam, fueron ellos, los que consiguieron que todo pasara más rápido.

Ella también ayudó a limpiar el barro durante la primera semana, pero era más útil en los puestos sanitarios que se crearon de forma improvisada. “Yo estuve en uno de ellos, hacía curas, pero sobre todo, la gente venía a desahogarse y a que la escucharan. Les curábamos alguna herida en la piel, pero también querían contar todo lo que habían vivido. Se veía mucha tristeza y miedo”.
El instinto de supervivencia y la necesidad de ayudar en todo que pudiera hizo que las primeras semanas fueran llevaderas. La pena y la angustia tardarían en aparecer. “Al principio estás ayudando y tienes la adrenalina que te sobra y bien. Pero, yo a las tres semanas no podía entrar en Paiporta. Me daban ganas de llorar y sentía una presión muy fuerte en el pecho de ver así el pueblo en el que me he criado. Seguías encontrándote a gente conocida y empezabas a saber quién había muerto”.
No le ha resultado sencillo asimilar todo lo que pasó. Hasta hace unos meses, ver imágenes del pueblo antes y después del desastre la paralizaban. En junio, cuenta, en una jornada de su trabajo mostraron un video de las consecuencias del paso de la DANA y no lo soportó. “Se me empezaron a saltar las lágrimas, pero hasta el punto de que me tuve que salir, porque no podía. Simplemente, no podía”, relata. Hace unas semanas, se encontró ante una situación parecida y, por fin, pudo sostenerla mejor. “Pero luego, cuando salieron fotos de los voluntarios... Eso fue muy emotivo”.
Este 29 de octubre, 365 días después de la catástrofe, que se llevó por delante 237 vidas —229 en la provincia de Valencia, siete en Castilla-La Mancha y una en Málaga—, que arrasó un centenar de municipios y que no se borrará de la memoria de los valencianos, Miryam puede echar la vista atrás y rescatar, al menos, la solidaridad de la que fue testigo.
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