Sentada en el inodoro, intentaba no pensar. Se mantuvo allí más tiempo que el necesario hasta que decidió que mejor miraba la barrita infame no fuera a ser que las rayitas desaparecieran. Sus ojos se quedaron pegados a las dos líneas nítidas que confirmaban sus temores sin dejar lugar a dudas. Se tomó la cara con las manos y lo que empezó como un llanto bajito se transformó en un tumulto del que participaba el cuerpo entero temblando descontrolado.
─ Pablo, tenemos que hablar.
─¿Qué pasa, Nina?
─Estoy embarazada.
Nina había practicado una y mil veces cómo darle la noticia en sorbos, pero no había manera. Igual que no había forma de estar casi o apenas embarazada. Estaba y punto y así se lo dijo, como clavándole un cuchillo.
Los ojos de Pablo se agrandaron, aunque intentó ocultar su aturdimiento.
─¿Estás segura?
─Sí, estoy segura.
─¿Fuiste al médico?
─No, pero hace dos meses que no me viene y me hice el maldito evatest.
Pablo hizo lo primero que le salió: la abrazó. Nina se sintió segura en los brazos de él. Ella no sabía guardar angustias, pero esta vez se había tomado unos días hasta que sintió que su cabeza era un huevo revuelto y dormir, una pesadilla. Ahora Pablo la tenía en sus brazos y le preguntaba “¿qué hacemos?” usando un plural que la confortó como una sopa caliente en noche de invierno. Ella le explicó que no quería contarle a nadie más hasta no tomar una decisión. Allí se produjo un silencio largo y doloroso que él rompió:
─Nina, yo te quiero y también lo quiero a él que es nuestro.
Ella estaba parada en otra orilla. Le dijo que era un tierno, pero enseguida quiso empaparlo con agua salada. ¿Qué iban a hacer ellos con un pibe sin siquiera haber terminado la secundaria? Agregó que su papá la iba a matar.
Pablo no se salpicó. Le dijo que la defendería y que nadie le iba a hacer nada. Ella hundió los pies en la arena e insistió.
─Si no lo tenemos, no tiene por qué enterarse nadie.
─¿Vos querés no tenerlo?
Nina le respondió con voz ronca que no sabía lo que quería, que no podía pensar en que le creciera la panza, que le saliera un chico y que ese chico fuera su hijo.
Él se quedó mudo un buen rato, rascándole la cabeza con suavidad en un ir y venir de dedos. Incluso cuando Nina quiso hablar, le hizo un shhh para que se callara. Nina sabía que estaba ordenando sus ideas. Era lo mismo que hacía para resolver los problemas de matemática. Si por eso ella le había dado bola. Mil veces se le quiso acercar, pero a Nina no se le movía un pelo hasta que se ofreció a ayudarla en matemática. Gracias a él no se la llevó. Parecía que había pasado un siglo, pero sólo fueron meses. Pablo nunca dejó de perseguirla hasta que un día, ella se dejó besar y fue un viaje de ida. ¡Nadie la había besado así! Él fue el primero que la desvistió y de eso sí que no se arrepentía, pero no pensó que les iba a pasar esto. No podía imaginarse ir a la escuela con panza y tampoco quería dejar ahora que faltaba tan poco. Pablo suspiró. Parecía que por fin iba a decir algo.
─ Nina, yo sé que sos vos la que carga con el crío en el cuerpo y la que está más jodida con esto, pero si le querés dar para adelante, yo no te voy a dejar sola. Nos vamos a arreglar. Tendremos que hablar con los viejos y soportar las broncas que se nos vengan, pero si estamos firmes, ellos no tienen otra que aceptarlo y ponerse felices porque van a ser abuelos.
─¿Vos entendés que mi hermanito tiene cinco años? Este podría ser mi hermano. ¿Cómo se va a poner contenta mi mamá si ella recién nos está criando a nosotros? Y además, ¿dónde vamos a vivir?
─No tengo idea. Sí sé que quiero trabajar. Yo ya cumplo dieciocho y puedo ser cadete o transformar el auto de mi viejo en un Uber. Hay mil cosas que puedo hacer si el tema es la guita.
Juntaron a los cuatro en la casa de Nina y se los contaron. La mamá de Nina se puso a llorar. El papá se la agarró con Pablo y lo insultó de arriba abajo. Hasta le quiso pegar y lo hubiera hecho si Nina no se hubiera interpuesto.
─¡Papá! Esto no es culpa de Pablo. En todo caso somos los dos. ¿Estás loco?
Los padres de Pablo parecían de mármol. No decían, pero decían, reprobando con la mirada y poniendo cara de compungidos como si se hubiera muerto un ser querido.
Pablo abrazó a Nina y enfrentó a los cuatro con firmeza.
─Tenemos la decisión tomada. Queremos tener al bebé.
Rita, la madre de Pablo, tomó la posta e intentó razonar con calma.
─No saben lo que dicen. Un hijo es una responsabilidad para toda la vida. Ustedes son muy chicos para hacerse cargo. ¿Nos están pidiendo que lo criemos nosotros? ¿Les parece justo?
─No, vieja. Les estamos pidiendo ayuda. El niño es nuestro.
─Son muy jóvenes todavía. Tienen toda una vida para ser padres… más adelante.
─Mamá, Nina está de cinco meses. Ya no hay vuelta atrás.
Otra vez el papá de Nina se sacó. Les dijo inconscientes y les preguntó a los gritos cómo habían podido hacerles esto. Su mujer lo calmó. Recompuesta después de un buen llanto, invitó a todos con un café. El ambiente comenzó a distenderse de a poco y, sin solución de continuidad, empezaron a hacer cálculos respecto de la posible fecha de parto. Nina les explicó que, según el médico, nacería en diciembre. Y ahí comenzaron a discutir los mayores que si dónde iban a vivir, que cómo lo iban a cuidar y que si Pablo tenía que trabajar como él quería o si ellos los iban a bancar y hasta salió el tema del sexo y de los nombres. En la misma tarde interminable pasaron del aborto al nombre que le daba identidad al niño que allí nomás supieron sería varón. Nina les enseñó su panza que era más que incipiente, aunque nadie la había advertido bajo esos buzos grandes que siempre usaba. Los cuatro siguieron hablando, incansables, mientras Nina y Pablo fueron desapareciendo de la escena, aliviados de haber compartido un secreto que habían guardado celosamente por casi tres meses.
Leopoldo bosteza, estira su cuello y deja caer la cabeza hacia atrás al tiempo que aprieta los puños. Se arrellana sobre el colchón, pero sigue con los ojos cerrados. Aún no quiere despertarse. Vuelve a succionar su chupete. Nina lo acaricia embelesada, sin sombras.