“Estoy enamorado de mi auto”: una sensible crónica familiar que también es un fresco de época

El libro de Fernando García se nutre de relatos íntimos para contar el lugar central de los autos en la vida contemporánea. Aquí, Infobae Cultura comparte un adelanto

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Fernando García explora la pasión por los autos en su nuevo libro
Fernando García explora la pasión por los autos en su nuevo libro

Con una mirada íntima y profunda, el periodista y escritor Fernando García publica Estoy enamorado de mi auto (Editorial Planeta). En esta obra, García disecciona la apasionada relación de su padre con los autos, un lazo que trascendió lo material y se convirtió en un componente esencial de la vida familiar en la Argentina de mediados del siglo XX.

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Estoy enamorado de mi auto

Por Fernando García

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Inspirado en el icónico tema “In love with my car” de Queen, el autor crea un relato donde los autos no son simplemente vehículos, sino que se transforman en miembros no humanos de la familia, acompañando las vicisitudes de la clase media argentina en una época dorada para la industria automotriz local. El libro se convierte en una suerte de crónica personal y colectiva, en la que los autos se convierten en el epicentro de una serie de rituales y pequeñas historias que atraviesan la historia privada de su familia, y a su vez, nos cuentan sobre un periodo de auge industrial y social.

En Estoy enamorado de mi auto, García no solo recurre a la historia de su padre, sino que también expone cómo, en su casa, los autos fueron casi personajes fundamentales. Desde el Ford Falcon hasta la coupé Chevy, y finalmente, un Ford Fiesta que dejó a su cuidado, cada modelo fue clave para entender la evolución social y económica de la familia. Los autos no solo eran el medio de transporte, sino objetos de culto que daban estructura a la vida cotidiana, y que muchas veces estaban al borde de ser considerados casi como seres vivos, con sus propias historias y caprichos.

The logo of a black 1975 Chevrolet Impala, a presidential car of late Egyptian president Anwar El Sadat, is seen in the store of Sayed Sima, a 70-years-old Egyptian collector of vintage cars, where he also has his own exhibition of old cars, in the Giza suburb of Abu Rawash, Egypt October 25, 2020. Picture taken October 25, 2020. REUTERS/Amr Abdallah Dalsh
The logo of a black 1975 Chevrolet Impala, a presidential car of late Egyptian president Anwar El Sadat, is seen in the store of Sayed Sima, a 70-years-old Egyptian collector of vintage cars, where he also has his own exhibition of old cars, in the Giza suburb of Abu Rawash, Egypt October 25, 2020. Picture taken October 25, 2020. REUTERS/Amr Abdallah Dalsh

Infobae Cultura comparte con sus lectores un adelanto de Estoy enamorado de mi auto.

Los ruidos. El de las nueces rotas con una pinza. O el de las mechas de los petardos clandestinos recién encendidas antes de ser arrojados a la calle desde la terraza. O el murmullo de la sintonía con interferencias de una pequeña radio Seiko lista para terminar con la rencilla metafísica de que las DOCE ya son, todavía no o están a punto de serlo. O el chisporroteo de las brasas casi extinguidas. Ruidos, y en esas escaramuzas del año que se va y el que viene el auto espera en la puerta de la casa con el capot abierto. Dos cables larguísimos que rematan en cocodrilos se balancean apenas por el peso hasta que llega el momento: ajustados a los bornes de la batería cierran el circuito con una sirena de camión de bomberos. El brindis queda en modo pausa hasta que el ruido ensordecedor se extiende por la superficie de unas cuatro manzanas anunciando el nuevo año. Ni siquiera en ese momento de celebración el protagonista se ha desentendido del auto, al que ha integrado así a los rituales de la fiesta.

FÁBRICA

“Lindas chicas sentadas y la concesionaria Ford de fondo. A los montegrandenses más añosos no hace falta explicarles dónde fue tomada la foto; a los más jóvenes, les diré que ahora funciona allí un conocido restaurante”.

Posteo en el muro de Facebook de Monte Grande. Ayer, 23 de mayo de 2013.

Este no es un prólogo como tampoco era una pipa la que pintó Magritte en 1929 más o menos para cuando nació papá. Solo es un ejercicio similar al del “sapito” o la piedra arrojada al agua con la destreza necesaria para que rebote y dibuje azarosos círculos concéntricos antes de hundirse. El trayecto de la piedra por debajo del agua vendría a ser el libro o la historia o esta historia.

No es necesario revelar los nombres de las tres modelos que posan frente a la gran concesionaria suburbana de Ford en esta foto tirando a sepia. Lo que importa es que en algún momento hacia 1969, detrás del vidrio sobre el que el sol enfoca la parrilla delantera del Fairlane blanco mientras una F-100 queda relegada a la sombra y las letras de un banderín sugieren la novedad de este modelo confundidas con los reflejos informes del exterior, pudo estar trabajando alguien que subrayó con fibra roja la página de una publicación vecinal. Su única aparición en un medio periodístico hasta febrero de 2019, cuando sin nombrarlo escribí sobre él en la contratapa del diario La Nación, pero ya no estaba para leerlo.

El día en que fue sacada esta foto, ese hombre habría dejado la concesionaria a la noche y manejado por la avenida Uriburu (hoy Boulevard Buenos Aires) hasta la rotonda de Firestone, donde tomó la izquierda hacia el Camino de Cintura para llegar a Puente 12, dejando atrás las piletas de agua salada Namuncurá, y luego girar hacia la derecha por la autopista Ricchieri y, por último, tomar General Paz hacia la Ciudad de Buenos Aires, donde en el barrio de Caballito lo estarían esperando con la cena lista. Tal vez en ese momento ya habrían nacido sus dos hijos o solo uno, según el mes en el que las tres “lindas chicas sentadas” hayan posado frente a la cámara bajo el omnipresente óvalo de Ford.

Fotografía del 9 de junio de 2020 donde se observa un vehículo Ford Fairlane 500 en Maracaibo (Venezuela). EFE/Henry Chirinos
Fotografía del 9 de junio de 2020 donde se observa un vehículo Ford Fairlane 500 en Maracaibo (Venezuela). EFE/Henry Chirinos

* * *

Cincuenta y cinco años después, más o menos.

Son las tres de la tarde y es de noche en México. Mamá dice que México es así. Siempre se hace de noche temprano, antes que en el resto del mundo. Nadie lo nota, pero ella lo sabe.

Viajo en el asiento trasero de un auto de grandes dimensiones con tapizados rojos. Con lógica pienso que puede ser un Rambler, un Fairlane o un Chevrolet 400, pero no es lógico que no sea antiguo. Ni nuevo. El auto es de un presente tal que no admite la caricia de la historia ni la indiferencia de la novedad.

Tengo cincuenta y cinco años y viajo solo en el asiento de atrás hecho un ovillo. Papá ha vuelto a manejar en un auto que me es desconocido y nos ha sacado a la ruta casi sin darnos tiempo a guardar la ropa (¿es posible?, ¿puede seguir manejando?). Parece que estamos escapando. ¿De qué? No sé. Hay que irse bien lejos. Mamá viaja a su lado dejándose atravesar por el viento (¿no era que las ventanillas había que cerrarlas, papá?). Tomamos un desvío. Afuera se hace de noche. Miro el reloj y veo que ni siquiera son las tres de la tarde. Me acomodo en el asiento y se lo digo a mamá. Papá no ha hablado en todo el viaje.

—Siempre es así acá. De noche, temprano —contesta mamá.

Nunca estuvimos en México juntos: ni temprano ni tarde.

Papá acelera. Y nos vamos.

Y así empecé a escribir sobre todo lo que me provocó el despertar en medio de la noche con un sudor frío en el cuerpo, encender la luz y quedar suspendido en la frontera del cuerpo y lo que viene después (o antes).

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