La boleta única electrónica debe llegar y no irse nunca más

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Adrián Escandar 162

Abril de 2015. Un celular de menos de 10x5 centímeros pemite una transmisión en vivo a cualquier parte del mundo. La nanotecnología genera cosas increíbles en el tamaño de una molécula. Los autos estacionan solos. Los aviones vuelan sin piloto y los botones casi ya no existen. Pese a todo esto, ocho señores se encierran en un cuarto oscuro y abren más de 300 sobres, separan todo en una mesa y cuentan de una vez como se les ocurre que puede resultar más efectivo. Igual que hace treinta años. Y los números no dan y cuentan de nuevo. Y sobran votantes, después sobran votos, después sobran sobres, aparecen los troqueles, faltan los troqueles y después de tres horas y media no falta nada y parece que todo cierra. Parece, porque siempre está el riesgo que en el camino del telegrama al Correo Argentino los números cambien, no vuelvan a cerrar y todo se complique de nuevo.

Fiscalizar una elección en la Ciudad de Buenos Aires da cuenta que el voto electrónico o sistema de boleta única electrónica debe llegar y no irse nunca más. Un sistema centenario que debe ser cambiado porque el sistema, así como funciona, ya no sirve. Este domingo hubo en cada cuarto oscuro porteño 32 boletas. Con tantas boletas, las combinaciones entre candidatos a jefes de gobierno, legisladores y comuneros es incalculable. Con esas opciones en la cabeza, me enlisté para ser fiscal del Frente de Izquierda de los Trabajadores. Quería vivir el escrutinio desde adentro. Me tocó el Instituto Carolina Estrada de Martínez entre el límite de Paternal y Villa Ortuzar. Ocho mesas de poco más de 250 electores. Barrio tranquilo y una jornada electoral sin sobresaltos. ¿Cómo es cuidar los votos de una estructura pequeña sobre dos potencias como el kirchnerismo y el PRO? Nada fácil, seguramente.

Con 2,5 millones de personas habilitadas para votar y 7.377 mesas disponibles, contar todas esas opciones de boletas y candidatos sin lugar a dudas puede complicar cualquier escrutinio. Mientras los reclamos sobre la lentitud de la aparición de los datos llegaba a los principales despachos de la Ciudad de Buenos Aires, pude ser testigo de cómo el sistema electoral se transforma en víctima de su propia lógica. A las 18 se cerró la puerta del colegio y empezó lo más lindo de la Democracia: contar los votos. Junto a mí, había cuatro compañeros más del Frente de Izquierda. Junto con Facundo Gómez, un estudiante universitario de 23 años y candidato a comunero, nos repartimos las mesas y seguimos de cerca el control de los que nos tocó. Con Facundo compartí largas horas de mate y una distendida charla de política. Con diferencias, coincidencias y con el mismo compromiso de tomar con seriedad el importante lugar que tiene un fiscal en el mapa electoral, nos repartimos los tiempos, las horas, las recorridas y el recuento provisorio.

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Primer problema. No hay un sistema único de recuento, entonces cada autoridad de mesa aplica el que cree que es más conveniente. Mientras Federico, un abogado porteño con varias elecciones en el lomo, ordenaba la mesa de trabajo, en otras mesas se elegía la forma que "recomendó" el Tribunal Electoral: cortar cada uno de los votos y separarlos por categoría. Imaginen tres personas abriendo sobres y con una regla cortando por la línea de puntos más de 200 votos. Les aseguro que esa imagen se parece más a una clase de plástica del primario que a un escrutinio del distrito más importante del país. La suma de tiempo es fácil: una vida. Abrir con cuidado 269 sobres, ordenar cada una de las boletas y, al mismo tiempo, evitar que se pierdan los sobres que también deben ser guardados en las urnas, lleva, por lo menos, una hora y media. Si en ese proceso, surgen diferencias entre sobre y votantes ahí el tema es complejo y las caras largas aparecen junto con los resoplidos.

El sistema de troqueles parece simple pero es más lento a la hora del recuento inicial en el que se debe determinar cuántas personas votaron. Contar de un listado de más de 300 páginas la cantidad de troqueles que fueron extraídos no es una tarea efectiva si lo que se quiere es ganar tiempo. Si un fiscal de mesa tiene diferencias con el presidente de mesa, se vuelve a contar. Pasa el tiempo y todavía ni siquiera se abrieron los sobres.

Segundo problema. Aunque usted no lo crea, no todos los fiscales entienden el sistema electoral. Entonces las preguntas, que demoran todo escrutinio, pueden llegar a ser tediosas. Mesa 7212-Circuito 165 es la urna que me tocó fiscalizar. Rodríguez Larreta obtuvo 65 votos, dos más que Martín Lousteau y 33 más que el candidato kirchnerista, Mariano Recalde. Luego de más de dos horas de estar encerrados en un mismo cuarto, la simpatía y la complicidad entre todos los fiscales se hace moneda común. Sorpresa y risas ante combinaciones de votos polítcamente inexplicables y hasta aplausos irónicos para el primer voto a Ivo Cutzarida.

Mientras uno cuenta los votos, en el resto de la ciudad los porteños preguntan minuto a minuto por los resultados, pero uno está confinado a un pequeño mundo de no más de 300 votos sin información del exterior.

Cuando el reloj marcó las 21:15, casi tres horas y media de cerrados los comicios, el presidente de mesa firmó mi certificado de escrutinio. No podemos creer que papeles en una urna sigan siendo el sistema más seguro para una elección. La transparencia también es agilidad y efectividad. ¿Qué respuesta me darán después del papelón de Santa Fe? La imagino. Por ahí no será la esperada, pero lo que si sé es que hay un sistema que debemos jubilar porque ya le duelen los huesos y si se quiebran, nos rompemos todos.

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