El periodista de Clarín describió los factores que facilitaron que Argentina se consolidara como plaza clave en la red de narcotráfico en el continente: vacío legal, fronteras porosas, mercado negro y los miles de jóvenes y niños vulnerables que no estudian ni trabajan. Ver la entrevista en el video adjunto y a continuación un extracto de su libro.
Capítulo 7. Rosario tan cerca
(.....)
El boulevard Oroño, que atraviesa la ciudad desde la costanera sobre el Paraná hasta la circunvalación que deriva en la ruta 9 a Buenos Aires, es el paisaje preservado de la antigua ciudad que en los primeros 30 años del siglo pasado (1900-30) vivió una prosperidad extraordinaria acompañada por una enorme violencia. «Hay una similitud. En aquella época se vivía una explosión de dinero de la exportación de granos. Y lo que vemos ahora es, en cierta manera, la consecuencia de la fortuna creada desde fines de los noventa por el boom de la soja. Ambas épocas están manchadas por la sangre de los hampones», explica el historiador y periodista Ra-
fael Ielpi, presidente del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, mientras conversamos en el café El Cairo. Por su parte, la escritora Angélica Gorodischer reflexiona sobre la raíz de esta segunda ola de violencia que ataca Rosario mientras toma un té en su chalet de la calle San Martín. «El flujo de dinero de la soja facilitó la entrada de la droga. La enorme miseria que hay en todos los barrios alrededor de la ciudad es la vena por donde circulan los narcos. Y la corrupción de la pequeña burguesía le facilita el camino. De la misma manera se hicieron muchos de los enormes palacetes levantados en los años 30 y que aún están en pie en la ciudad», cuenta moviendo los brazos.
El contraste más claro está hoy en los 200 metros que separan las torres Dolfines, en Puerto Norte, de la villa miseria del barrio Refinería. Ahí, entre el barro y bajo una lluvia helada, aparece Manuel, un tipo de unos 30 años que aparenta 60. «Eh, tené un 10 pa'l yogur», me pide y se ríe mostrando sus pocos dientes. Me lleva hasta lo que era uno de los 300 o 400 bunkers de venta de drogas que proliferaron en toda la ciudad en los últimos cinco años. Son apenas unos escombros que tiraron a mazazos dos gendarmes forzudos. Hasta hace dos semanas era una construcción de ladrillos dobles con una puerta de hierro y un candado exterior. Allí encerraban hasta 10 horas por día a uno de los chicos del barrio, siempre menor de 16 años para que no pueda ser imputado, y lo dejaban vendiendo sobrecitos de cocaína y marihuana a 10, 20 y 30 pesos, dependiendo del tamaño. «Eso es la impunidad total. No hay lugar en el mundo en que la droga se venda en lugares fijos. Los narcos de cualquier otro lugar se mueven todo el tiempo para no ser detectados. Pero acá estaban protegidos por la policía local», es la explicación de un funcionario nacional. Manuel es más simple y directo: «Ahí se ve el caminito que hicieron en el pasto. Bajaban de la torre y venían a comprar todo el día. Eran todos muy grosos, ¿quién iba a abrir el culo?»
Avanzamos hacia el pasaje Puelches, en el barrio Ludueña, para ver al padre Edgardo Montaldo. Tiene 84 años y es el cura párroco de la capilla de la zona desde hace más de 40. Sufrió un ACV hace 8 años y tiene dificultades para caminar pero encontró un buen método para seguir andando el barrio, un triciclo que maneja con habilidad. «Esto era un barrio obrero. Nos levantábamos todos muy temprano. Yo me quedaba en la puerta recibiendo a los chicos que venían a la escuela y los padres seguían hacia el trabajo. Había mucho laburo en los frigoríficos, el puerto, los ferrocarriles. Cuando todo eso empezó a desaparecer, la gente ya no tenía dónde ir. Algunas mujeres salían a limpiar casas pero los hombres se quedaban chupando. En aquella época habían venido unos chilenos que se dedicaban a punguear en el centro. Pero era todo muy tranquilo. Hasta que llegó el paco, después la marihuana y ahora, directamente la coca. Y con eso las muertes», resume el padre Montaldo.
«Y, ahora, les quitamos las drogas, ¿pero qué les damos a esos chicos que no tienen nada?», se pregunta. En la puerta de la capilla me encuentro a un chico de 12 años que espera aburrido bajo un alero a que amaine la lluvia. «¿Cómo es vivir acá?», le pregunto. «Y, hay que tener cuidado. En cualquier momento se agarran a los tiros », responde. Los tres prefectos que están de guardia tomando mate bajo el mismo alero asienten con la cabeza. «Les bajamos tres bunkers que tenían por acá y se están matando entre ellos», me dice uno de los prefectos.
Cuando las bandas locales vieron que los bunkers ya no estaban garantizados, se volcaron masivamente a la modalidad del delivery. El mismo chico que antes estaba encerrado vendiendo a través de una rejilla, ahora anda en una moto repartiendo por las casas. Esta noche la Gendarmería y unos policías de tránsito requisan motos sin papeles en la avenida Uriburu y las vías del tren. Ya se llevaron un furgón con más de 20 motitos. Hay otro camión lleno por partir. «Reclaman apenas el 10% de las motos. El 90% no está en regla o ya se usaron en deliverys o enfrentamientos y no se atreven a ir a buscarlas », explica Pablo Suárez, el director provincial de Seguridad
Comunitaria. Avanzamos con los gendarmes por un pasillo del barrio Flamarión, frente a Fuerte Apache.
La oscuridad es total. Unas linternas alumbran un camino de barro y basura mezclada. Lo único que se distingue son las pintadas por todos lados del rojo y negro de Newell's y el amarillo y azul de Central, los dos equipos que apasionan a los rosarinos y que son una constante en toda la periferia de la ciudad. Es muy tarde, pero en las esquinas hay varios grupos de chicos tapados detrás de sus gorritas. Desaparecen apenas ven los uniformes. Es cuando se atreven a salir algunos vecinos. Una chica de unos 15 años me cuenta de Miriam, su prima de 5 años que fue asesinada en enero de un tiro en la cabeza ahí mismo donde estamos parados. Enfrente, un mural la recuerda. La muestra con carita tierna y ojos rasgados de soñadora. «Así era, exactamente. Fue un ajuste de cuentas con el padre que se quedó con un vuelto», se atreve a contarme una vecina mientras mira la pintada con los ojos llenos de lágrimas.
De regreso al centro, el Monumento a la Bandera está magníficamente iluminado esperando el 20 de junio y el acto que cada año homenajea al general Manuel
Belgrano y su creación. A sus pies se levanta el Rosario Vip, el restaurante de Leo Messi. El ídolo está hoy en la ciudad y todo se mueve a su alrededor. El pibe de oro va a desayunar a ese lugar con su familia y la cola de cholulos llega hasta el Paraná. Por el río se deslizan enormes cargueros. Son los que llevan la cosecha de soja hacia China, África y Europa. También los grandes cargamentos de cocaína que traen desde Bolivia y Paraguay los carteles internacionales. No pierden tiempo en un mercado pequeño como el rosarino. Apenas si les dejan algunos kilos a las bandas locales. El grueso pasa por los 22 puertos privados y públicos y lo suben de alguna manera a esos barcos. Un agente de la DEA, la agencia antidrogas estadounidense, me dijo hace poco que esperan a que los buques lleguen a las islas de enfrente de la ciudad y les acercan la carga en lanchas rápidas. En pocos minutos tienen 1.000 kilos arriba, lo que en Europa puede llegar a valer hasta 100 millones de euros.
«Éste es el medio ambiente perfecto para la entrada de los carteles mexicanos y colombianos», cuenta Adriana Rossi, una ítalo-argentina, profesora de la Universidad Nacional de Rosario y especialista en narcotráfico.
«Tienen una ciudad de consumo, una fantástica hidrovía, circulan enormes capitales provenientes del campo y hay demasiado "dinero gris", medio en blanco medio en negro. Es perfecto para que vengan a lavar lo que ganan en Estados Unidos y enviar grandes cargamentos al segundo mercado del mundo que es el de Europa».
Del bunker al delivery
Las pantallas van cambiando constantemente. Los puntos rojos y azules marcan el desplazamiento de los 209 camionetas y patrulleros que esta noche recorren los barrios duros de Rosario. En la zona más sensible, la de Gobernador Gálvez, hay 38 vehículos dando vueltas y requisando motos sin papeles. En ese lugar, con una población de menos de 80.000 habitantes se registraron el año pasado 34 asesinatos. Eso es tres veces más que en la brasileña San Pablo y casi siete veces la media nacional.
De pronto se prende una luz intermitente en otro barrio tomado por los narcos, la famosa Villa Granada. Del patrullero avisan que en la calle 503 encontraron a menores «comercializando estupefacientes». Varias otras luces rojas se acercan al lugar. El Comando Unificado del Operativo Rosario, levantado en un antiguo cuartel con personal de Gendarmería, Prefectura y las policías Nacional y Provincial se pone en acción. Reciben la información de las patentes del auto en el que estaban los
«soldaditos» que hacían el delivery de cocaína. Comparan datos, buscan antecedentes, envían al equipo de verificación de sustancias.
Si bien todos aquí coinciden en que la llegada de los gendarmes trajo alivio, también hay miedo a lo que suceda cuando se vayan y a los posibles excesos que puedan cometer. Frente a los tribunales, en Balcarce y Pellegrini, al día siguiente hay un acto en busca de justicia por un hecho que conmovió a los rosarinos y al país entero que tiene que ver con este clima. Piden que se castigue a los responsables del linchamiento de David Moreira, un chico de 18 años que fue a robarle la cartera a una mujer que caminaba con su bebé en brazos por la calle Marcos Paz del barrio Azcuénaga. Un grupo de vecinos vio lo sucedido, lo atrapó y comenzó a golpearlo.
Cuando llegó la policía lo encontró con la cabeza destrozada. Agonizó en el hospital dos días antes de morir. «No se puede seguir protegiendo a los que hicieron esto. La policía tiene los medios de saber quiénes hicieron justicia por mano propia. No pueden estar sueltos. Son unos asesinos», asegura Alicia Bernal de la Comisión
Antirrepresiva por los DD.HH. Los rosarinos están cansados de la violencia que trajo la miseria y el narcotráfico y se la agarran con el primero que encuentran.
David fue el chivo expiatorio esta vez. «Eso sí que fue una aberración. Pero muestra la profunda división que estamos padeciendo en nuestra sociedad a raíz de esta violencia del narco. Nos inyectaron el miedo. Y el miedo es muy traicionero. Podemos cometer los peores errores por miedo», analiza la escritora Gorodischer. Cuando se lo contaron al papa Francisco dijo: «Sentí las patadas en el alma».
«Por mucho tiempo creíamos que éramos la Barcelona de América. Una ciudad de gran empuje marcado por los inmigrantes y comerciantes. Somos muy fenicios, en ese sentido. Pero, en realidad, lo que vemos hoy es que hay dos ciudades diferentes, la de la costa, la que mira al río, la próspera; y la otra, la del interior, la de la miseria», dice el historiador Ielpi. Y lo que comienza a verse con mayor claridad es que la cultura de la ciudad está siendo traspasada por el narco. La mayoría de los chicos adoptaron la moda del gueto. Usan botines de alta gama y gorritas futboleras hasta de noche. Las charlas en el mítico El Cairo donde se juntaban el gran humorista Fontanarrosa y sus amigos rondan sobre el narco. Las librerías de la peatonal Córdoba venden los libros de la telenovela de Escobar Gaviria tanto como los de autoayuda. Y la religiosidad popular adopta «santitos protectores» de los delincuentes.
El periodista Claudio Berón del diario La Capital me guía por los pasillos de Viahonda, al fondo de la calle Avellaneda. Frente a una casilla toman mate varias mujeres. A un costado se levanta un pequeño santuario en honor del Gauchito Gil, el santito popular argentino, y a su lado aparece la figura de la calavera y la guadaña de San La Muerte, el santito que invocan los narcotraficantes de México, Colombia y el resto del continente.
«Es que le pedimos al Gauchito por mi nieto que se moría y lo salvó. Pero a él y a otros chicos del barrio les gusta la parca, así que los juntamos. Ellos vienen acá antes de hacer sus trabajos», me cuenta la señora Felipa Robledo.
Doblando por el pasillo y cruzando las vías hay otro altar similar. Lo cuidan Juana Riquelme y «Gauchito» López. Dicen que los 15 de agosto, el día de los santos, se les llena la casa y cada tanto aparece algún chico que viene a agradecer porque le fue bien. «¿En qué?», le pregunto a Juana. «Y, en lo que ellos hacen...», dice levantando los hombros y cerrando los ojos.
iSinaloa-Medellín-Rosario. Argentina, la nueva meca de los cárteles mexicanos y colombianos (Planeta, 2014)/i