El gobierno nacional concluye esta semana con logros relevantes para el equipo que conduce Javier Milei, que se resumen en dos cifras. Una, naturalmente, es el 3,5 por ciento de inflación mensual. La otra, el Riesgo País en 1100 puntos. El primer dato revela una desaceleración potente del aumento de precios. El segundo, una caída del costo del crédito para el país. Pero hay algo más significativo.
Desde el mes de abril, Milei viene enojado con referentes muy importantes del mundo económico ortodoxo, que han sostenido la necesidad de modificar el esquema cambiario. Los argumentos básicos de este sector -en el cual se enrolaron referentes históricos como Domingo Cavallo o Miguel Ángel Broda- sostenían que en el actual esquema a Milei le costaría bajar la inflación por debajo del 5 por ciento y que, además, generaría un problema serio por falta de liquidación de divisas. En el segundo semestre, para este punto de vista, habría un problema serio cuando los mercados constataran que el gobierno se quedaba sin reservas para pagar los compromisos internacionales.
Al menos por un tiempo, Milei tendrá argumentos para emprender contra quienes él llama “econochantas”. El piso de cinco por ciento se quebró. Pero, además, la caída del Riesgo País, que es el indicador que expresa la opinión de los mercados acerca de la capacidad de repago de la deuda, le otorga credibilidad al equipo económico para seguir estirando lo que los críticos llaman “veranito cambiario”.
El debate sobre el modelo económico, claro, no se agota en unas semanas. Una corriente de pensamiento muy potente sostiene que la baja de la inflación se logró a un costo social innecesario, y se explica básicamente por la recesión y la fijación arbitraria del tipo de cambio. La batalla, según este punto de vista, no está terminada: a cualquier aumento de la actividad le seguirá un mayor aumento de precios; a cualquier desregulación del mercado cambiario, otro salto inflacionario.
En cualquier caso, es un buen momento para que el Gobierno agite que la razón le asiste y para que, además, la sociedad le reconozca que la inflación ha bajado.
Sin embargo, esos números conviven con otros que no son tan alentadores. Jorge Giacobbe es uno de los encuestadores que predijo antes que nadie el derrumbe del gobierno del Frente de Todos y el surgimiento de ese fenómeno impresionante que se llamó Javier Milei. A mediados de semana difundió su última encuesta donde la imagen positiva de Milei cae por cuarto mes consecutivo. Probablemente sea la encuesta más dura para el Gobierno porque no hay ningún oficialista que se salve. También caen las imágenes de Patricia Bullrich, Victoria Villarruel y Karina Milei. Todos están entre 40 y 42 puntos de aprobación y, cómodamente, con un nivel de rechazo mayor al de aprobación. Los resultados del estudio de Giacobbe son consistentes con los de otras encuestas que hasta hace poco reflejaban un consenso abrumador de Milei. Por eso, tal vez, en el acto del Parque Lezama, el Presidente incorporó entre sus enemigos a los pobres encuestadores.
Ese contraste entre los logros del Gobierno y el creciente rechazo hacia sus figuras expresa una paradoja que acompaña a Milei desde su asunción. Mientras Milei devaluaba, liberaba precios y ajustaba durísimo, se mantenía el apoyo sólido y mayoritario. Ahora que finalmente aparecen algunos logros macroeconómicos, el apoyo se resquebraja. La opinión sobre el Presidente parece inversamente proporcional a sus logros. El economista Lucas Llach citó a la encuesta de Giacobbe en su cuenta de X y comentó: “Me gustaría meterme en la cabeza de los que apoyaban en diciembre y ahora no. ¿Qué esperaban? ¿Un año floreciente con inflación del 1 por ciento mensual?”.
Milei
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De la agudeza del Gobierno para entender por qué conviven caída de inflación y caída de imagen, depende gran parte de su futuro. En las mismas encuestas hay un dato que tal vez lo ayude: la inflación ya no es un problema central para la gente pero si la falta de plata, la malaria, la manera en que, durante estos meses, se modificó su calidad de vida para peor. Los beneficios de la progresiva estabilidad parecen ser compensados, en algunos sectores con creces, por los costos que implica haberla alcanzado. Eso se refleja también en muchos comentarios al pie de posteos del Presidente, que parecen calcados y dicen: “Yo te voté, pero vos me prometiste que el ajuste esta vez lo iba a pagar la casta. Yo te creí. Y hasta ahora el que lo pagó soy yo”. O en los números objetivos de pobreza, indigencia, caída del empleo, desigualdad.
El sector financiero vive una fiesta que se explica por un ajuste que empieza a enojar a muchos otros. O sea, en el corazón del modelo hay un problema político: la fiesta financiera permite ganar tiempo al precio de un creciente descontento entre quienes la están pagando. Y todos los votos valen uno.
Hay otro elemento que tal vez aporte algo en este esquema de contrastes: el ruido estruendoso que rodea la gestión presidencial. El manejo de la crisis universitaria permite entender la confluencia de ambos factores. Por un lado, el recorte obedece al enfoque general de ajuste en casi todas las áreas. Genera un dolor en cientos de miles de familias que podrían entenderlo si las explicaciones fueran lógicas. Pero a ese dolor se le suma la agresión. Nadie dice: “Esto que vamos a hacer es doloroso pero créanme que la educación pública es una prioridad del Gobierno. Es algo temporario y vamos a cuidar el sistema todo lo que podamos”. Al contrario, Milei le baja los sueldos a los docentes universitarios más que al resto de la administración pública, manipula las cifras, califica a las universidades como “centros de adoctrinamiento”, amenaza, tira carpetazos. Los libertarios mandan provocadores a las marchas opositoras para luego victimizarse cuando los agreden. Mientras transcurre el debate, se escucha al Presidente decir “hijos de puta”, “pedazos de soretes”, “zurdos de mierda”. Entonces, la necesidad de ordenar la economía se confunde con un rechazo ideológico a cualquier atención estatal a las clases medias y bajas, y con un aluvión de insultos, guerras y guerritas incomprensibles.
Todo eso que le rindió tanto para llegar al poder y en los primeros meses de su mandato, ¿seguirá siendo un activo o, tal vez, de a poco, empieza a ser una carga? Un candidato que insulta contra los responsables de una realidad muy dura es escuchado. Un presidente, a medida que avanza el tiempo, tal vez empiece a ser percibido -especialmente por sus votantes- como el responsable de lo que pasa: si no registra ese cambio de rol, si sigue insultando a sus antecesores y sus críticos, y derrocha agresividad, tal vez algunas personas que confiaron en él, empiecen a cansarse. En ese sentido, el bajo rating de las últimas apariciones de Milei o la escasísima asistencia a su acto en Parque Lezama -apenas 5.000 personas contra 250 mil que marcharon unos días después para defender a las universidades- parecen una advertencia en ese sentido.
Y a eso se le suma la violencia.
La semana que termina acumuló triunfos para el Gobierno pero también sumó una serie de episodios de violencia muy llamativos. Martín Menem fue corrido a huevazos en Santa Cruz, Alejandro Finocchiaro fue insultado por decenas de estudiantes cuando fue a dar clases a la Universidad de La Matanza, el propio presidente Milei fue insultado por decenas de personas cuando fue a una rotisería a agradecer que protegieran a un militante libertario. Juan Grabois se trenzó con alguien que lo había insultado. Un Presidente debería apaciguar las aguas. Pero no es lo de Milei: se transforma en el líder de una de las facciones en pugna y, como tal, aviva el fuego en cada intervención, en cada tuit.
Así que, por momentos, parece que el Gobierno acomoda alguna variable, con timing, picardía y talento.
Al instante, se producen hechos que acercan al país hacia el abismo de una violencia innecesaria y creciente, que el Gobierno y su gente estimulan.
En ese clima tóxico, los propios, y los tenedores de bonos, festejan con algarabía.
¿Y el resto?