
Recuerdo pocas indicaciones del presidente Perón a sus diputados. Una de ellas fue la de votar en contra de la ley de juego, cosa que hicimos.
En los 90, vino la destrucción de la sociedad, entre otras medidas, con la extranjerización del juego por parte de Carlos Menem, personaje tan ensalzado hoy por Milei y los suyos, y por quien no siento respeto alguno. ¿Qué inversión necesitamos que nos traigan de afuera? ¿Qué impotencia tecnológica tenemos nosotros para desarrollar nuestro propio juego que, por otra parte, debería ser solo del Estado?
En nombre del peronismo, Menem lo hizo extranjero del mismo modo que Kirchner lo duplicó. Obviamente, Macri, apelando a la libertad de mercado lo asumió y abrazó como todos sus representantes.
El juego es una forma de degradar al individuo y, en rigor, ponerlo en manos foráneas es generar una dependencia en un espacio absolutamente innecesario. Por lo demás, quitárselo al Estado resulta francamente patético.
Cuando en 2015, Mauricio Macri me invitó a ingresar al PRO, me preguntó frente a un grupo de miembros de su partido cuál sería mi condición esencial para integrarlo. “La devolución del juego de Palermo a las instituciones de bien público con el fin de levantar a los caídos de la calle”, le respondí. Prontamente, decidieron que yo no tenía derecho a participar del PRO, pese a que no estaba pidiendo una estatización, sino solicitando lo que se realiza en tantos países donde esa renta va a los más vulnerables. Aquí, el juego es inversión extranjera con asociados argentinos, normalmente unidos a la decadencia y a la traición a la patria, todo ello sumado al cohecho de un político. Es decir, la renta del juego implica deshonrar al individuo, expoliar a la sociedad, elegir a los peores miembros del éxito y corromper a la política. En pocos lugares, se da una síntesis tan perfecta del paso de nación a colonia.
Para Menem, que fuera nacional o extranjero daba igual. Pocos países en el mundo cuentan en su dirigencia esta dimensión de limitación mental. En el caso de Néstor Kirchner, debido a su rentabilidad -la renta era esencial a la política- duplicar sus ingresos implicaba duplicar el juego. Es difícil de entender que, en nombre de la política, se haya tenido tanta dependencia intelectual, tanta degradación detrás del dinero, para que terminara siendo más importante que el vicio o la necesidad del ciudadano al que explotaba y cuya condición rebajaba.
Cuando la vista me lo permitía, volví a leer El jugador de Dostoyevski. Aquel personaje puede resultar una metáfora de esta sociedad. ¿Cómo olvidar el momento en que, al no lograr el permiso de la Ciudad de Buenos Aires, pusieron un barco con una escalerilla simulando que el juego no se desarrollaba en la ciudad? La corrupción también tocaba a los que habían decidido que no se invirtiera en su tierra. Es atroz la imagen de dependencia moral que implica ese barco, ese pasadizo y ese silencio del conjunto de la sociedad.
Y por otro lado -aunque forma parte de la misma metáfora-, es más que preocupante que un gobierno repita todos los dogmas de los grandes grupos económicos y de las supuestas libertades que ellos propondrían. Un gobierno al que ningún grupo de poder le niega el aplauso, sin lograr que vendan la soja ni que baje el riesgo país o suban los bonos. Con lo cual queda claro que los ricos profesan una religión en la que no creen. Lo suyo ha sido desde siempre el egoísmo, por encima de la voluntad de ser nación. Esa vocación colonial está presente en el inconsciente de muchos, pero si hay algo que no pueden hacer es expresarlo, por vergüenza o por demencia, da igual. Es penoso encontrar que quien más dice entender a los poderes económicos es rechazado o ignorado por ellos. Sólo queda un tema: discutir cuánto tardará la crisis en hacerse presente, lo demás son detalles y duros momentos que soportar sin que el sentido de la moral se vea mínimamente afectado. No hay moral que se resienta, la dan por moneditas.
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