El bolsillo no define nuestro voto

¿Por qué la economía influye menos de lo que se piensa en los comportamientos electorales?¿Hasta dónde nuestra realidad material nos condiciona a la hora de elegir? ¿Cuál es la función de las aspiraciones ? Para dar respuesta a algunas de estas preguntas es necesario romper con la lógica mecanicista que nos plantea que nuestras acciones están predeterminadas por la situación económica

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Luciano González
Luciano González

Para adentrarnos en el análisis de los comportamientos electorales es clave tener una perspectiva integral que logre abordarlos desde el punto de vista económico, pero también político y cultural. Es imposible lograr este enfoque si no discutimos con parte de la economía clásica y neoclásica que supone que existe una conducta racional que se ve influida en un grado mínimo por las relaciones sociales. Si adoptamos la mirada del Homo Economicus, en la cual toda acción se guía por una racionalidad económica que implica un cálculo permanente acerca de sus costos y beneficios no podríamos solo comprender los comportamientos electorales sino tampoco los procesos que atraviesan las sociedades en momentos de adversidad y que configuran acciones colectivas diversas.

En esta perspectiva también podemos sostener que hay racionalidades y sentidos distintos que motivan a una acción social. En este punto es clave retomar algunos conceptos del pensador Max Weber quien para analizar la acción social establecía distintos tipos ideales de los que podemos destacar: la acción racional en la cual se utilizan distintos medios para llegar a un fin premeditado, la acción tradicional en la que predominan las costumbres y ciertas normas y creencias que están legitimadas en una determinada comunidad, la acción emotiva donde imperan las pasiones, los sentimientos y los estados anímicos, y por último la acción racional con arreglo a valores en la cual se actúa desde la razón para alcanzar un fin que tiene como objetivo la realización de un valor ético, moral o religioso.

Podemos llegar a una primera reflexión que es pensar que gran parte de los comportamientos electorales se establecen muchas veces por fuera de la racionalidad económica, porque sucede que existen otras racionalidades y que los proyectos económicos también son proyectos culturales que construyen narrativas, imaginarios colectivos de progreso y diversas filosofías de vida. En este sentido la disputa por la hegemonía en términos gramscianos supone que las elites desarrollan distintas estrategias de acumulación económica pero también elaboran estrategias para disputar el sentido común, poseer el monopolio intelectual, y erigirse como la dirección cultural y ética de un bloque histórico Estos aportes son necesarios porque evitan miradas unidimensionales y economicistas.

Para ilustrar lo que planteamos vamos a poner algunos ejemplos. Cuando un empleado en Texas se niega a trabajar con otro empleado por su color de piel, incluso aunque pueda estar bien pagado, lo que observamos es una conducta que no prioriza la ganancia o la maximización, sino que por el contrario operan otras variables.

Cuando en Suiza pierde las elecciones la coalición oficialista socialdemócrata luego de años de bienestar económico sucede algo similar. Y sin ir más lejos podemos pensar en la historia de nuestro país: muchos sectores de clase media han aumentado su patrimonio en los gobiernos peronistas y sin embargo les han dado la espalda. Un dato elocuente fue en las elecciones del 2019, la mayoría de las consultoras cuando encuestaron a votantes de Juntos por el Cambio reconocían que su situación económica había empeorado pero aun así volvían a votar Macri por otros motivos como “que no vuelva el populismo”, “defender la república” o " ser parte del Cambio”.

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A partir de este punto podemos tener una primera aproximación para poder entender los comportamientos electorales como un proceso en el cual está en juego distintos valores, relaciones sociales y diversos sistemas de clasificación que tienen impacto en nuestras expectativas y en nuestra relación con los bienes materiales o simbólicos.

Los resultados de una elección son producto de muchas variables, pero sin dudas, algunas siempre predominan sobre otras. De lo que se trata es de captar en un contexto como el actual cuáles influyen más: ¿será el bolsillo? ¿la ideología? ¿los valores? ¿las expectativas? ¿las costumbres? Como podemos observar hay una multiplicidad de sentidos que pueden orientar una acción social como es en este caso acudir a las urnas. Lo que nos importa destacar es que en esta ocasión estamos ante una sociedad que atraviesa un momento de malestar, de angustia y de irascibilidad.

En este escenario la incertidumbre va a ser un factor central, la fuerza política que logre instalar la idea de que puede dar más certezas en el corto y mediano plazo y que pueda transmitir la sensación de protección y de cuidado probablemente logre buenos resultados.

Asimismo, dos puntos de análisis adicionales pueden ser aquí agregados. En primera instancia, incluso aunque las acciones del sujeto estuvieran guiadas únicamente por su razón económica o instrumental (es decir, puramente estratégica y calculadora) eso no querría decir nada en especial; ya que es sabido que del hecho de que seamos sujetos “racionales” no se concluye necesariamente que nuestra razón sea capaz de funcionar u operar “adecuadamente”. En otras palabras, podría ser que aunque fuéramos absolutamente utilitaristas y económicamente calculadores a la hora de votar y que nos guiemos estrictamente por intereses referidos al manejo del dinero, aún así podría ocurrir que estuviéramos razonando mal, que dicho criterio sea incluso perjudicial para nosotros mismos. Que seamos “económicamente racionales” no significa que pensemos bien u obremos a nuestro favor. ¿Acaso no ha sido un poco esa la experiencia de los votantes que buscando mejorar su bolsillo luego del segundo mandato de Cristina Fernandez, terminando votando una opción político que no hizo otra cosa más que terminar de destruir los bolsillo que buscaban proteger?

Por otro lado, y retomando lo anterior, supone que el humano se guía exclusivamente por sus actos conscientes de razón no es más que cancelar todo el conocimiento que hoy disponemos sobre dicho humano. Hace siglos que la filosofía comprobó que el humano se ve atravesado en sus decisiones por fuerzas irracionales que se escapan a su manejo consciente (instintos, pasiones, el “no-ser”, inclinaciones, etc). Hace más de un siglo que el psicoanálisis comprobó la existencia del inconsciente, y en las últimas décadas las neurociencias comprobaron que la mayor parte de nuestros cálculos cerebrales son procesos “traseros” o que escapan a nuestra capacidad de gestión. Incluso las ramas de la teoría crítica, la filosofía política y, sobretodo, la psicología política, vienen observando y midiendo desde hace tiempo las maneras en absoluto lineales y consecuentes en virtud de las cuales el humano se vincula con la dimensión política de la vida. Ya Platón y Aristóteles habían notado hace 2500 años y por eso llamaban, desesperadamente, al ejercicio de la sabiduría filosófica, pues ellos creyeron, quizás de manera ingenua, que desarrollándola el humano no caería en los embauques de la sin razón, los instintos agresivos, los placeres perversos y el canto de sirenas. Esto último, claro está, no ha sido el caso. Ni el humano se conduce puramente por sus juicios conscientes de razón, ni estos se reducen a cálculos económicos ni tampoco ha sucedido históricamente que cuando el humano intentó esto último (conducirse según cálculos estratégicos de la razón económica y utilitarista) lo que aconteció fue el edén mundial. Contrariamente, cuando eso se intentó de la mano de la ciencia positivista y la industria cultural, lo que sobrevino en algunas partes de la Tierra no fue otra cosa que la barbarie fascista.

Entonces, ¿elige el humano a sus representantes políticos únicamente movido por intereses económicos; es decir, “guiado por su bolsillo”? Nos atrevemos a sugerir que el problema es más complejo que esa sencilla conclusión. La existencia de un inconsciente que nos atraviesa y condiciona en nuestras decisiones incluso pese y amén de nuestra facultad de pensar, pone en jaque seriamente esa tesis tan utópica como reduccionista de que la gente vota según los precios de la góndola. En ese inconsciente que, además, es colectivo, sobreviven pasiones, ideas, afectividades, ideologías, discursos, imaginarios, fantasías, temores y anhelos que necesaria e inevitablemente influyen no solo en la manera en la que votamos sino también, y sobretodo, en la manera en la que generalmente afrontamos nuestras formas de vida. Y aún así, reiteramos, aunque tal inconsciente no existiese, aunque únicamente fuera la razón la que nos moviliza, y en particular la razón económica, eso tampoco sería garantía de ninguna verdad o certeza; pues que una razón esté “economizada” en su funcionamiento no implica per se que dicha forma de funciona sea o cierta o conveniente: y las experiencias totalitario-autoritarias ya han dado demostrada cuenta de ello.

Quizás, una pregunta adicional queda abierta: si el humano se mueve en sus decisiones electorales por fuerzas y motivos y que no necesariamente tienen que ver con su bolsillo (pues hay “pobres de derecha” tanto como “ricos con consciencia de clase”), ¿cuáles son los dispositivos culturales que permanentemente intervienen en la psique colectiva en pos de manipular y orientar dichas fuerzas “traseras” y subconscientes? Tal vez, al encender la televisión o scrollear un poco en redes sociales encontremos nuestra respuesta.

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