Pensar en grande es crecer

¿En qué mísero instante nos volvimos chiquitos de ideales y de pensamientos? ¿Cómo es que hemos permitido que el funcionario (cualquiera fuese) suelto de cuerpo nos dijera “no tengo plan, lo vamos viendo día a día”?

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(Archivo General de la Nación)
(Archivo General de la Nación)

Mauro es un hombre de silencios, de esos silencios en los que a veces no llegas a comprender que es lo que realmente está pensando. Es de andar tranquilo y diálogo pausado. Tiene una de las más maravillosas virtudes del ser humano, un don único y preciado, sabe escuchar. Mauro no es el que está esperando que termines tu frase para retrucarte con una historia superadora a la tuya. Él arma el diálogo con el fluir del pensamiento de los amigos que lo rodean. Se crió en los bajos de Pompeya, cerca de Puente Alsina y su infancia transcurrió jugando en “La Quema”, para volver luego a casa todo picado por los mosquitos dueños del basural.

Me cuenta que de chico le gustaba escaparse a trabajar a un taller mecánico cercano a su casa, sin que eso significara dejar de lado el “Industrial”, el cual orgullosamente terminó. Con los años y por el esfuerzo de los viejos, se pudieron mudar a “casa propia” en el barrio de Constitución. Sin embargo, lleva tatuado en su cuerpo el arrabal del Sur, la ancha Avenida Sáenz y la imagen de ese puente que fue construido en 1932, desde la Capital Federal hacia casi la nada misma. Cantado mil veces por mil tangos, el Sur nos cuenta historias de progresos, de avances, de luchas. Zona transitada por tropas de camiones que iban y venían entre talleres y depósitos, mezclados con colectivos que levantaban a muchachos de traje y a pulcras señoritas, que tenían destino de oficinas del centro. Un gigantesco y convulsionado desorden pero dentro de un mundo que funcionaba febril y armónicamente.

Mauro, remata su historia diciéndome: “Sabes que pasa, pensábamos en grande, todos queríamos progresar, todos buscábamos crecer…”. Y ese es el punto de partida para mi nota de hoy. ¿En qué desgraciado y triste momento hemos dejado de pensar en obras maravillosas y transformadoras? Esas obras que le permitían al país expandir su horizonte y creernos (con hidalguía y orgullo) poder ser una Nación entre más las grandes del mundo. ¿En qué mísero instante nos volvimos chiquitos de ideales y de pensamientos? ¿Cómo es que hemos permitido que el funcionario (cualquiera fuese) suelto de cuerpo nos dijera “No tengo plan, lo vamos viendo día a día”?

Ilustré esta nota con una foto de la construcción del Obelisco (1936), que con sus 67 gallardos metros, corona anchas avenidas y diversas diagonales circundantes. Bajo sus pies tiene el palpitar de los subterráneos, construidos en 1913. Miro en rededor y pienso en todas las grandes obras que el país hizo en los 100 años que fueron de 1850 a 1950: Avenida General Paz (1941), centenas de pueblos del interior del país (1870-1920), Trenes (1857), Aeroparque de Buenos Aires (1947), los primeros trazos de la Ruta 2 (1916). Sería aburrido citar todas las obras de esos 100 años. Pero lo que no es aburrido es afirmar que el país vive aún sobre una enorme estructura pensada y construida por lo menos hace 70 a 150 años.

Hoy, en tiempos en que inauguramos canillas o salitas de una escuela o algún pequeño ala de un hospital, me pregunto donde están los líderes que tenían una mirada a 30 años. ¿Es que nos hemos vuelto tan chiquitos? Mauro se define como un “Mecánico de Máquinas” y por sus venas siempre corrió la sed de repararlas, aunque fueran cada vez más grandes y más complejas. Mauro pensaba en grande y pensar en grande lo hizo crecer.

Milan Kundera (1929) es un maravilloso novelista, cuentista y poeta checo que ilustró como nadie la necesidad del hombre para crearse nuevos mundos. En nuestro país es conocido básicamente por su gran obra La insoportable levedad del ser, sublime historia de amor entre Tomás y Teresa pero entrecruzada por profundidades filosóficas y levedades estéticas. De la novela tomo esta frase que me llevará luego a mi real objetivo: “El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores”. ¿Seremos pues todos tan pequeños que no nos merezcamos quinientos, mil, diez mil líderes que nos muestren que puede haber otra vida y que no estamos condenados a la marchita visión actual?

Kundera, a quien dedico mi tributo de hoy, en otra novela La vida está en otra parte, nos cuenta la historia del joven Jaromil (¿quizás nuestro Mauro?) que permanentemente trata de escapar, de evadirse y hasta de construirse otro mundo. Esa búsqueda constante lo hace soñar en mundos mejores, más confortables y seguramente más libres que su Praga de 1969. El broche de esa novela está en el prólogo del maestro Carlos Fuentes (1928–2012) que escribe algo brutalmente actual “El comercio de la historia consiste en venderle a la gente un porvenir a cambio de un pasado”. Y así, de cuajo, en pocas palabras, nos sepulta la trampa de los gobernantes post modernos que en lugar de proyectar futuros, nos reivindican causas que ya todos dieron por enterradas.

La vida de Jaromil es de una eterna huida hacia un mundo mejor donde nadie le muestra un porvenir. Él mismo se lo debe buscar y sin parlanchines caudillos mediante, ya que sabe que la verdadera base de la sociedad es la libertad. Jaromil escribe: “La Libertad no comienza cuando los padres son rechazados o enterrados, sino cuando ya no hay padres”. Ni Mauro, ni Jaromil querían vivir en grises ya que buscaban una vida que fuera una explosión de colores; uno escapando de “La Quema”, el otro huyendo de su Praga natal.

Una fresca mañana de diciembre de 1987, en el 555 de University Avenue de Palo Alto, California, yo entraba extremadamente temeroso en las oficinas del Sr. Tom Peters (gigante gurú por sus múltiples libros sobre la excelencia empresaria) para intentar convencerlo (con cheque en mano) de que viniera a Argentina para un Congreso de Management y Marketing que algunos locos atrevidos organizábamos cada año por ese entonces. Mis 34 años y mi inglés era muy poco para tamaño desafío, pero mi coraje y ganas de crecer estaban fuera de escala. El Sr. Peters, luego de acordar y firmar el contrato me impuso una condición inesperada. “Quiero que me lleve a una escuela bien popular ya que quiero hablarles a niños y hacerles una sola pregunta”. Por supuesto le dije que sí y sin salir de mi asombro, tontamente, le dije que tendría un traductor a su disposición. “Mr. Peters, ¿qué quiere preguntarles a los alumnos argentinos?”. Mirándome fijamente desde sus ojos azules me dijo: “No hay pregunta más poderosa para hacerle a un niño como: ¿qué quieres ser cuando seas grande? De esa forma se ayuda a los jóvenes a trasladarse hacia el futuro y en pensar en lo que viene. Un niño sin ambiciones de crecer es un niño que se perderá en la vida”.

Nos dimos la mano, salí de allí y caminé la corta distancia hacia Stanford University pensando en mis padres cuando ya de muy pequeño me preguntaban: “Nene, ¿qué querés ser de grande?”. Los viejos, no estaban errados, aún sin haber leído ni a Milan Kundera ni a Tom Peters. Pensar en grande es crecer. Y allí iba yo caminando y construyendo más y más castillos en mi cabeza alborotada.

Tributo a Milan Kundera (1929)

El autor es empresario y docente